Para transformarse en un autor, un cineasta tiene que contar con una reputación consolidada, con un estilo original y con esa capacidad de arrastre que tienen los creadores que realmente se adueñan del lenguaje audiovisual.
En estos tiempos de bajo perfil, en los que parece que las películas están rodadas por un comité, reconocer a un estilista de ese tipo es un lujo infrecuente, y por eso mismo la firma de Rodrigo Cortés nos brinda la seguridad de que en cada una de sus películas encontraremos una mirada singular.
Las franquicias unifican cromáticamente el mundo, tiñéndolo con colores familiares. Esto no es necesariamente malo, siempre y cuando las historias ya conocidas ‒las típicas de un determinado género, para entendernos‒ exhiban novedades conquistadas a base de inteligencia y habilidad narrativa.
Si ahora les digo que Blackwood se ambienta en un internado, que su trama es sobrenatural y que las protagonistas son quinceañeras, me imagino que sus expectativas bajarán varios grados. Al fin y al cabo, hablamos de una fórmula habitual en la novela juvenil, explotada en Hollywood de forma abrumadora.
Por suerte, a Rodrigo Cortés le gusta patinar sobre una fina capa de hielo. En sus manos, la trama de Blackwood se convierte en la excusa para descender a un purgatorio adolescente. El resultado es una película primorosa, que irá ganando con el tiempo, y que nos sitúa en un estado de irrealidad, a medio camino entre la fantasmagoría gótica y los latidos del Romanticismo.
Tras las puertas de la Academia Blackwood, el terror no puede desligarse de concepciones artísticas que pertenecen al pasado, pero que tienen la validez de verdades universales. La pintura, la música y la poesía, como elementos de un hechizo o de un pacto fáustico, se convierten aquí en aspiración y también en condena.
Rodrigo Cortés sabe dónde debe poner el acento en ese subtexto romántico, y proyecta sobre las protagonistas una luz ajena a ellas, que va tornándose cada vez más sombría.
En un poema a propósito de la belleza, Baudelaire se preguntaba: «¿Qué importa que vengas del cielo o del infierno?», rindiéndose ante ese don que «derrama confusamente bienaventuranzas y crímenes». Algo de esto hay en Blackwood, una película que, bajo su apariencia, se ajusta a un fondo sensual, turbio y decadente.
Al estilo y a la carpintería que elige su director para la película le corresponden ciertos paralelismos en el cine de los setenta ‒Picnic en Hanging Rock (1975), de Peter Weir, o Amenaza en la sombra (1973), de Nicolas Roeg‒, y también rasgos propios de la etapa más inquietante de Polanski. Contribuyen a ese efecto tres colaboradores sensacionales: el director artístico Víctor Molero, el director de fotografía Jarin Blaschke, y el compositor Víctor Reyes, cuya partitura es tan ambiciosa como brillante.
Situándose muy por encina de la novela juvenil en la cual se inspira ‒Down A Dark Hall (1974), de Lois Duncan‒, el largometraje de Rodrigo Cortés se vale de un sólido elenco internacional, encabezado por Uma Thurman y AnnaSophia Robb, y convierte una trama convencional en un sofisticado pretexto para conducirnos a ese lugar de ultratumba donde el arte puede ser un alimento del mal.
Sinopsis
Cinco adolescentes problemáticas se ven obligadas a acogerse a un programa experimental de enseñanza impartido por la enigmática Madame Duret (Uma Thurman) en el internado Blackwood. Pronto empiezan a mostrar talentos singulares que no sabían que poseían, y a tener extraños sueños. Visiones. Lagunas de memoria. Cuando la frontera entre realidad y sueño comienza a hacerse demasiado difusa, todas comprenden al fin el motivo por el que han sido llamadas a Blackwood. Aunque ya puede ser tarde…
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