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Cortázar y Thomas Mann

Cabe leer en paralelo El perseguidor (1959) de Julio Cortázar y Doktor Faustus (1947) de Thomas Mann, no en busca de improbables influencias sino de sugestivos parecidos.

Anoto estos elementos comunes:

– Son vidas de músicos alocados contadas por literatos cuerdos. La música fascina a la literatura y la escritura documenta esa fascinación a la vez que sirve de exorcismo a la parte maldita del escritor, personificada en el músico.

– En ambos músicos, Adrian Leverkuhn y Johnny Carter, hay algo de angelical y de diabólico. Un pacto con el Demonio se explicita en Mann, a la manera como Fausto obtiene la juventud que nunca vivió, y se da implícito en Cortázar, con el mismo efecto: anular la historia aniquilando el paso del tiempo. Johnny vive en un perpetuo presente que es, a la vez, el futuro como pasado. Se supera la necesidad histórica – vivir una sola vez una sola vida y encerrase en un presente fugitivo que pasa sin volver – por medio del arte que emancipa de la usura del tiempo y recurre al mito: insistencia, eterno retorno, inmortalidad.

– Ambos músicos tienen algunos rasgos psicológicos comunes. Viven con notorio malestar, distanciados de sus cuerpos, desprecian su materialidad y buscan existir en otro mundo, sin gravedad corpórea, mundo fantástico cuya imagen menos incompetente es la música. El síntoma físico común es el frío: Johnny, alcohólico, drogado y mal comido, siente frío, el que siente Adrian, aquejado de una sífilis real o imaginaria.

– La vida sexual de ambos es insatisfactoria, dificultosa: la imagen de la mujer es codiciable, siniestra y objeto de desprecio. Adrian no tiene hijos –mal podría ansiarlos quien posee la eternidad– y Eco, el niño a quien tiene por tal, muere víctima de una extraña enfermedad, acaso provocada por la endemoniada cercanía del músico. Johnny tiene una hija, Bee, de la que vive separado y que muere a cierta altura del relato.

– El tóxico tiene una decisiva presencia en los dos, como droga o como infección venérea. Son personajes que viven en los confines de la muerte, como si este extremo fuera una condición de su vida creativa. Por el contrario, ambos narradores, Bruno y Serenus, están cómodamente instalados en la vida, llevan una existencia “normal”, alejada de todo extremo y la muerte, en ellos, está censurada, puesta entre paréntesis. Pero su Eros está seducido por el Tánatos de sus biografiados.

– Cortázar y Mann se han valido de anécdotas tomadas de músicos históricos: Charlie Parker y Hugo Wolf. Sería erróneo, no obstante, tomar sus textos como novelas en clave porque lo ficcional hace ficticio el conjunto. Mann, además, pone en Adrian algo de Nietzsche y algo de Schönberg, lo cual cabreó a este último y obligó a poner notas aclaratorias.

Lo mismo cabe decir con respecto a las músicas que se mencionan en ambos relatos. La música de Carter no es la de Parker, ni la de Leverkuhn es la de Britten, aunque Mann encontró que la Serenata del compositor inglés usaba textos parecidos y podría haber sido compuesta por su personaje. Las músicas inventadas por los escritores no se pueden escuchar por los lectores sino que hemos de imaginarlas escuchadas por los personajes.

– Johnny y Adrian reflexionan sobre la música, que se convierte en una vía del saber y deja de ser sonido insignificante.

– En los dos relatos hay triángulos amorosos, con sutiles fijaciones homoeróticas. La música es el elemento celestinesco que une metafóricamente a los amantes y remite al mundo prenatal, cuando no hay lenguaje ni nombres propios que escindan al sujeto, haciéndolo, en parte, objeto de propiedad social, ya que la lengua y el nombre son vínculos de pertenencia a un conjunto y, en especial, a una familia. La música borra la figura paterna y devuelve al sujeto a su prehistoria.

2

La música no vale sólo para estructurar el relato, como se vio en el capítulo anterior, sino que actúa como modalidad del saber. Existe un pensamiento musical y es susceptible de encontrar equivalentes verbales o suscitar la palabra. Es la baba que Johnny advierte en las palabras y que sirve para disolverlas pero también para pegotearlas.

Inventar música es, para Johnny, como tomar un metro sin rumbo fijo, esperando que “algo ocurra”, algo que se puede narrar pero no explicar. “Estoy parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo”, dice Johnny. Inventar es confiarse a un orden exterior, que parece azaroso pero no lo es, como el tren subterráneo, que circula por lo oscuro y entrañable de la ciudad. La música descubre combinaciones ocultas, vasos comunicantes, analogías, correspondencias armónicas, valores simbólicos. El mundo de la connotación es muy típico de Cortázar y puede explorarse también en sus textos teóricos.

El saber musical es, en otro sentido, similar al erótico: “…ayer me parecía que estaba haciendo el amor mientras tocaba…” Haciendo el amor ¿con quién? La música es corpórea aunque es el cuerpo de nadie, un fantasma, pero ¿no es fantasmal nuestra identidad, firme y presente, pasajera y leve como la música, insistente y leve como la música?

Tan organizador es el poder fantasmático de la música que hasta le vale a Johnny para constituir a Dios, algo que está junto a él, no un sujeto sino una presencia, una divinidad que no se comparte, ajena a toda teología. Es capaz de abrir la puerta que da al otro lado de la vida, el goce de lo absoluto que se prohíbe al constituirse el sujeto. Abre la puerta y la cierra en la cara. Johnny lo invoca como el maldito, o sea el Demonio, el aspecto demoníaco de Dios, el que divide, confina y dispersa. La música intenta unir, eróticamente, lo escindido, abrir la puerta nuevamente, restaurar el pacto diabólico, acceso a los “malos espíritus de Jehová”.

Hay, desde luego, la contrafaz de esta música, el Kitsch musical, el placer de oír música y sentirse a gusto con el mundo. Es una de las peores misiones de la música, según Bruno, que lo define como “ponernos un buen biombo delante del espejo, borrarnos del mapa un buen par de horas”. No es la música que interesa a nuestro relato, la cual, por el contrario, nos enfrenta con el espejo bruniano, o sea la inconcluyente persecución de lo absoluto.

En todo caso, esta música “ocurre” fuera del tiempo. Johnny nunca sabe en qué día ni a qué hora vive. La música es esa “elasticidad retardada” que permite decir: “Esto lo estoy tocando mañana. Esto ya lo toqué mañana”. Tocar es alcanzar, poder hacer sensible ese contratiempo –otro término musical– donde no existe la sucesión. Un presente absoluto, sin antes ni después, que puede jugar como mención de la eternidad o como la otra fórmula de la eternidad: la historia interminable.

“La música me sacaba del tiempo. La música me metía en el tiempo.” El tiempo del cual nos extrae la música es el tiempo de la historia. Cada vez que escuchamos una música volvemos al mismo coágulo del tiempo que, mágicamente, no acaba nunca de pasar. O, al revés que la historia, pasa pero vuelve. Si en la historia perseguimos lo real sin alcanzarlo, en la música somos lo real y nos confundimos, nos compactamos con él. Nos vamos al mundo hiperreal del alucinado, ese extremo de la vida de Johnny donde todo es real, nada está ausente, nada falta, mientras en el otro extremo acecha la psicosis, cuando Johnny no logra dar con la realidad de nada ni con alguna significación.

Sabemos poco de la historia de Johnny, unos escasos datos recogidos (¿censurados?) por Bruno. Su infancia fue pobre, sus padres peleaban, su madre rezaba y pedía perdón por la insolvencia del padre, un padre fuera de la ley cuyo nombre se ignora. Johnny, en su saxo que es su sexo, evoca la oración de la madre. Goce absoluto y redención, la música, empero, no puede dar con el nombre del padre.

Bruno es el personaje al cual acude Johnny, creyéndolo poseedor del nombre del padre –el que la madre le ha ocultado y denegado– porque es el hombre de palabra, el escritor. Poco antes de morir, el músico pide al literato: “Oh, hazme una máscara”, porque la máscara es la persona, la identidad. Dime tu nombre, padre, porque si no, nada ni nadie soy. Enmascárame para que los demás me reconozcan. Hazme personaje de tu cuento.

Esta falta de elemento paterno descalabra el mundo de Johnny en la psicosis, que es la muerte del mundo. Hasta un pedazo de pan puede perder su ínfima realidad. Cuando Johnny lee el libro que Bruno ha escrito sobre él, no se halla en sus páginas. “Te has olvidado de mí” comenta. Advierte que Bruno es su parodia paterna. La relación amorosa que los une desagua en decepción. Bruno carece de lo que Johnny le demanda, lo que creyó que tenía en el instante del enamoramiento. Gráficamente se pone en escena cuando Johnny se desnuda ante Bruno y éste ve su sexo fláccido y una cicatriz a la altura de las costillas: el retrato de un castrado.

Tampoco las mujeres de Johnny, aunque lo protejan y alimenten, con comida y droga, son su madre porque ellas no saben el nombre del padre. Como siempre en Cortázar, el amor es triangular, es la búsqueda del padre a través de la mujer. Pero no se halla lo que no se tiene, de modo que la perfección triangular también es ilusoria.

Quizás el elemento que vertebra el relato y lo hace posible es la fidelidad admirada que Bruno tiene por Johnny. Fiel como “un mal aliento”, según dice el músico. Admiración que es codicia y envidia, la que la palabra siente por la música. El verbo siempre llega a una conclusión, bien que provisoria. Puede ser hermoso. La música es la ascensión infinita de lo sublime. Es más, siempre más. Por eso Bruno fantasea la muerte de Johnny, porque le permitirá dar fin al cuento, cuando sea capaz de narrarla. Cuando sea capaz de admitir que es sólo la música del músico.

Hay un trasfondo religioso en esta relación de dos partes que intentan llegar a la unidad, a veces corporal, sabiendo que es imposible y que la repugnancia sucede a la atracción, el odio al amor. Bruno es católico, un ser placentero que busca la salvación. Johnny es protestante: romanticismo, goce, disolución y condena. El relato empieza cuando Johnny pierde su saxo, su sexo. Lo encontrará cuando muera, cuando todo se haya perdido y nada pueda ya perderse.

3

Si El perseguidor se construye como una suerte de fuga, Doktor Faustus admite ser leído como una sinfonía. Al revés, toda sinfonía clásica puede imaginarse como el relato de una vida en clave de novela educativa. Una etapa deja atrás a la otra, en sucesión necesaria. No es casual que la crisis de la novela contemporánea se dé al tiempo que la reformulación de la forma sonata y la sinfonía en Liszt y César Franck. La estructura lineal y evolutiva se torna rememorativa y cíclica. La novela de Mann tiene un armazón de narración formativa pero cuenta cómo el héroe, en vez de encaminarse hacia su madurez, va hacia la niñez, la regresión y la disolución en la locura. No acaba de reducir sus elementos primarios y éstos vuelven, obsesivos, como motivos conductores, a la manera de la memoria inconsciente.

El narrador de Mann, Serenus, es “su” Bruno: un literato moderado, sano, humanamente templado, de naturaleza dirigida a lo armonioso y lo racional, un sabio del “ejército latino”, que cuenta la historia de un amigo íntimo, músico, genial o sea vocado a la desmesura, trastornado y endemoniado. Cree que su amigo lucha contra el Demonio pero acaba descubriendo que Satanás y  Adrian se han seducido mutuamente, el uno con la teología demonológica, el otro con la música, y que la vida del narrador ha recibido de la otra “amor, tensión, horror y orgullo, su contenido esencial”. Son, como en Cortázar, dos mitades de una misma entidad: el cristianismo – luterano o católico – religión del Dios que es sacrificado como hombre en este mundo, obra del Demonio. Concluye Serenus: “Hay hombres con los cuales no es fácil convivir pero que resultan imposibles de abandonar.”

Doktor Faustus es una obra compleja, que dispara en varias direcciones y de la que sólo apunto dos temas, paralelos a los examinados en El perseguidor: la historia familiar y la concepción del dualismo letra/música.

Adrian es oriundo de una supuesta, vieja y arcaica ciudad de la “Alemania profunda”. Su padre es un naturalista que, en lugar de estudiar las leyes de la vida, se interesa por lo monstruoso y lo deforme. Lo natural le importa como misterio, lo mismo que a un hechicero. Hay en el mundo algo venenoso e inútil: la belleza. Lo viviente y lo inorgánico se confunden en la profundidad y es misión del artista habitar el tercer mundo que va de Eros a Tánatos. El artista es un demiurgo cuyo ignoto modelo es el Demonio, autor de la diversidad y la contradicción mundanas. El artista tiene, pues, dos caminos: la conciliación por la armonía (clasicismo) y la reunificación por la confusión (romanticismo).

La madre adopta dos personificaciones: la mamá biológica, que es cantante, que ha estudiado los artificios de la voz impostada, y la muchacha del establo, que canta espontáneamente, con los pies desnudos y hundidos en el estiércol tibio, enseñando a los niños una intuitiva polifonía.

Adrian, chico precoz que parece disponer de una sabiduría infusa, heredada de vidas anteriores –lo genético del genio popular, tan alemán– no quiere ser considerado un artista – Künstler, el que domina un Kunst, una destreza, un oficio – rechaza toda idea de inspiración, aspiración del hálito del mundo, y la sustituye por la casualidad.

La música que se categoriza en Doktor Faustus es la que enseña el maestro Kretzchmar, siguiendo las sugestiones del filósofo y musicólogo Theodor W. Adorno, amigo y consejero de Mann en los años del exilio californiano durante los cuales compone la novela. Hay la subjetividad que es armónica, íntima e ilimitada, y hay la polifonía que reúne los atributos de la objetividad y la coseidad, es decir: la racionalización de la subjetividad que permite crear un objeto reconocible por los demás, la música hecha lenguaje universal. El artista, entonces, media entre lo inmanente y lo convencional, base de la objetividad. Ha de hacer una obra nueva que, al tiempo, sea racional y no una mera repetición de los tópicos y el canon.

Si el artista abandona las formas sólo existe un límite a su deambular creativo: la muerte. Los dos ejemplos se encuentran en Beethoven: la obra media y la obra tardía, con las últimas sonatas, como la opus 111, donde aparece el acorde tonal demoníaco, y los últimos cuartetos. Kretzchmar toma partido por un retorno a la sacralidad de la música, como en la Edad Media, borrando el intento profanizador de la Ilustración. Toda música laica se vuelve superficial, visible, trivial. Hay que admitir que la civilización y la barbarie sólo se diferencian en el pensamiento, que es distinción, oposición, escisión y que, en el fondo son unidad y mismidad, el hallazgo de la filosofía alemana: las cosas en sí mismas, el ensimismamiento germánico, el romántico apartamiento del mundo.

Lo que sujeta al sonido orgánico, magmático, caótico, no es el sonido mismo, sino su escritura, la melografía. Es un elemento visual, vinculado a la lucidez, a la luz, a la visión de “las cosas claras y distintas”: lo clásico. Número y notación musical, cálculo y escritura significante remiten al mundo del pitagorismo, al orden invisible del cosmos que se torna perceptible en la geometría y en el álgebra, otras de las fascinaciones de Adrian. El cuerpo resuena de modo profundo y amorfo: es el reino del deseo que todo lo quiere y no distingue objetos en su eterna e insaciable errancia. La voluntad de forma, el número y el signo, son organizadores del alma. El calor orgánico se somete a la frialdad de la norma, la medida, el canon. El arte es, en este sentido, ascetismo. La voz se convierte en notas templadas y éstas se combinan en acordes que no existen en la naturaleza. Por eso, la música es distanciamiento y extrañeza, escritura y crítica. Adrian, por el contrario, intentará devolver a la música su mismidad y su realidad, sonido que no sea sino sonido en sí mismo, de modo que pueda representar la totalidad de lo indistinto.

La música produce en Adrian un estado de conmoción interna que llena sus ojos de un brillo intenso y turbio, una luminosidad crepuscular. La melodía se extiende como un horizonte y la armonía la cruza verticalmente, constituyendo un cuerpo sonoro que evoca la fusión sexual como alquimia. Adrian precisa: “La música es la ambigüedad como sistema”, doble sentido, bivalencia. Es reunión y neutralización del signo y el significado. Un significante puro, que no puede reducirse nunca a su haz de significados porque son inefables y pertenecen al registro del afecto. La música no aquieta como la síntesis de los contrarios sino que inquieta en un movimiento hacia lo imponderable.

La empresa de Adrian consiste en liberar a la música de la forma, considerando la libertad como indiferencia. Se suprime la distinción entre lo uno y lo otro y se aspira a la totalidad. Se vindica, así, el carácter demoníaco de la existencia como lo espontáneo e inmediato, lo carente de teoría, o sea de orden y visión, lo junto, el impulso que se identifica consigo mismo y no tiene espacio exterior.

Es fácil de advertir la relación de la empresa con lo postulado por Wagner en su drama musical, la obra de arte total. Se trata de suprimir la diferencia entre música y lenguaje verbal por medio de una palabra musicalizada que es anunciada por una música propicia a articularse en palabras. Tengamos en cuenta que, tanto en inglés como en alemán, las notas no tienen nombre sustantivo sino que se designan con letras, de modo que la melografía resulta también una escritura verbal. Es la misión de Alemania, la reunión de la forma y la hondura, entre el mundo ruso, profundo y amorfo, y Occidente, que es la formalización sin abismo.

Al proponer una música sin tonalidad, Adrian sustituye la escala por la serie, sonidos en libertad, sin sujeción a recapitulaciones, retornos ni cadencias. La música del futuro, que preconizó Wagner, a la vez que un reclamo de arcaísmo, la música pretonal. Un tercer mundo, de nuevo, más allá y más acá de la tonalidad. La serie deroga la jerarquía entre los sonidos, entre notas señoriales y notas serviles, para volver a la igualdad primitiva, anárquica, anterior al orden.

Aquí encaramos el posible sesgo sexual de la música, que es femenina, si por mujer, en sentido simbólico –saltando las virguerías tudescas: das Weib es neutro y die Frau es femenino– entendemos que lo femenino es lo puramente corporal y, en este sentido, es común a varones y mujeres, algo, si se quiere, como mito, anterior a la sexuación del sujeto, por lo que cabe preguntarse si hay sujeto en la música así entendida. Hay, más bien, un presujeto, vinculado a lo demoníaco y a la unidad anterior al padre, es decir a lo femenino como totalidad y no como distinción dialéctica ante lo masculino. Siguiendo el razonamiento, podemos decir que el Demonio es también femenino, aunque no sea mujer ni varón.

La música como retorno a esa oculta unidad original, es fundadora. Lo femenino y lo demoníaco son anteriores a la divinidad si Dios es el principio paterno que crea distinguiendo la luz de las tinieblas y que introduce el verbo en el caos. Pero sin Demonio la distinción tampoco es posible porque sólo el retorno a la unidad puede plantear nuevas distinciones. Tal vez el mundo haya sido obrado por un demiurgo diabólico pero es, en último análisis, un instrumento divino para perfeccionar la Creación. Las cosas que se encaminan a la finitud, a la forma, a la muerte, tienen un lado mágico, seductor y embrujado que responde al registro femenino y demoníaco.

Cuando, en sus cuatro apariciones, el Demonio propone a Adrian un pacto –no sabemos si lo suscribe, aunque lo parezca, lo mismo que puede parecer que Adrian es sifilítico y acaba con parálisis general progresiva, inmovilizado por el tabes y la frigidez– lo que le propone es renunciar a la distinción y ganar la unidad, es decir: ensimismarse y prescindir del otro. Por eso le exige que renuncie al amor. Evidentemente, un mundo sin otros es un mundo sin amor. Sólo ama quien se sabe parte y no todo, sección (sexo) y no unidad. Por esto, también, se busca en el ser amado lo que falta en el amante.

Al volver al origen que nadie ha experimentado, porque para experimentar hace falta un sujeto, Adrian se vuelve asocial. Tiene el aspecto frío y lejano de un monje. En las reuniones parece ignorar el nombre de los demás, que están de más. Sus relaciones amorosas, que no son tales, llevan a la destrucción. Su círculo de amistades es una suerte de monasterio de varones solos, cuyo modelo militante son las asociaciones estudiantiles alemanas, de las cuales está excluida la mujer y en las que se practica la castidad, no como ética de la pureza sino como patetismo de la impureza. Es un círculo mágico que se asemeja, en otro sentido, a una cárcel, un hospital o un manicomio. Un círculo reservado a los genios, que son la distinción pura y creativa. En este círculo, al introducirse la atonalidad, se aniquila la historia de la música, que consiste, precisamente, en las variantes de los sistemas modales y tonales. Es un recomienzo desde cero. De nuevo, si se quiere: el origen.

Tan radical separación remite a los mitos románticos del artista asocial, loco, enfermo, endemoniado y distinto. El mito que alimenta las juveniles “noveletas de artista” de Mann, con sus elegantes figuras de artistas encerrados en un estéril mundo de cosas bellas, artistas excluidos de la sociedad burguesa, a la cual consideran con aniquiladora y demoníaca ironía. Los vemos bastante cercanos al Johnny de Cortázar, al cual se parecen, en su relación con el narrador, Bruno o Serenus, porque pueden oponer catolicismo y protestantismo. El catolicismo es el mundo latino de la racionalización, la forma, la teología y el lenguaje, en el cual la transgresión es el abandono al placer, que siempre es puntual y perdonable. El protestantismo es el mundo germánico del goce imperdonable, cuyo modelo de transgresión no es individual sino cosmológico: el pacto con el Demonio, con el contrincante de Dios.

Adrian, hundido en la amorfa hondura materna de la música atonal, va perdiendo su relación con los demás, el uso del lenguaje y la realidad del mundo, que se torna psicótico mundo muerto. El perseguidor, entonces, deja de perseguir porque no tiene qué perseguir. Apoyado en su madre y en la dueña de la pensión donde vive, apenas puede caminar, como un niño indefenso.

Imagen superior: Thomas Mann, 20 de abril de 1937.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")