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«Condenados a vivir» (1971), de Joaquín Luis Romero Marchent

Nunca, antes, habrán visto un western como Condenados a vivir (Cut-Throats Nine), ni creo que puedan encontrar otro igual. Esta es una película única, extraña, hecha en la cuerda floja y sin red.

Para empezar, se trata de una tragedia que casi parece un via crucis, sin el más mínimo consuelo. No solo eso, también es una cinta de horror, despiadada y nihilista. Inaudita en la historia del género. ¿Y todo esto por qué? Pues por que Joaquín Luis Romero Marchent maneja como nadie esa sustancia altamente volátil que es la desesperación.

A través de unos personajes de extraordinaria vileza, dando zarpazos con la cámara, el cineasta español logra sumergirnos en un mundo irrespirable, casi apocalíptico. Ominoso y también sangriento.

Como ahora veremos, eso requiere mucha capacidad de transgresión. Y talento. Y una confianza ganada a pulso.

Lo dicho: vamos con ello, y tenga presente el lector que, antes de ver esta película, uno tiene que cargarse de buen humor, porque se le viene encima un auténtico infierno.

El guión, escrito por Romero Marchent junto al dramaturgo Santiago Moncada, transcurre en un paisaje invernal. A través de un desfiladero nevado, marcha un carromato en el que viaja, junto a una cuerda de presos, el sargento Brown (Robert Hundar, o por citar su nombre auténtico, Claudio Undari, aquí doblado por el gran José Guardiola).

Los malhechores a quienes vigila Brown son el sofisticado Thomas «Dandy» Loren (Alberto Dalbés), el pirómano Ray «Antorcha» Brewster (Antonio Iranzo), el psicópata Joe «El Comanchero» Ferrell (Ricardo Díaz), el violador John «Rayo» McFarland (José Manuel Martín), «Slim» (Carlos Romero Marchent), Dick Patterson (Rafael Hernández) y el apuesto Dean Marlowe (Manuel Tejada). Este grupo tan pintoresco de patibularios contrasta con otra pasajera del carromato, la joven Cathy Brown (Emma Cohen), hija del sargento.

Rumbo a Fort Green, los militares que custodian a estos condenados son detenidos por un viejo bandido, Buddy (Xan das Bolas), líder de una familia de salteadores. Por su culpa, se desencadena un tiroteo que provoca la estampida de los caballos. Sin dirección, la caravana cae por una ladera. Para completar el drama, los hombres de Buddy liquidan a los soldados.

Aislados en mitad de la nieve, con escasos víveres, Brown, su hija y los presos han de emprender una ruta endemoniada hacia el fuerte. Solo tienen dos certezas: el sargento sabe que uno de los prisioneros ‒aunque no cuál de ellos‒ mató tiempo atrás a su mujer (Mabel Karr), y ellos saben que, en cuanto le arrebaten su machete o su revólver, podrán acabar con él y huir en otra dirección.

En esta terrible aventura, rodada en el Pirineo de Huesca, Romero Marchent demuestra su descomunal personalidad. No olvidemos que fue uno de los padres del western europeo, antes de que Sergio Leone se apropiara del género. Tomen nota, porque, además de ser un adelantado, el cineasta madrileño quiso escapar del tópico, y logró producir películas del Oeste tan originales como Antes llega la muerte (1964) o como esta que hoy les recomiendo.

Fordiano y clásico en sus orígenes, el realizador también sabía lo que se apreciaba en los setenta, y por eso, afrontó la puesta en escena de Condenados a vivir con un estilo muy contemporáneo. Tan abrupto, turbio y nervioso que a algún espectador le recordara el fondo y forma de los clásicos del primer slasher, como La última casa a la izquierda (Wes Craven, 1972) o La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974). En esto, como en tantas otras cosas, Romero Marchent fue un pionero, y supo anticiparse al nuevo cine de terror con un tremendismo sorprendente.

Es más: el director de fotografía Luis Cuadrado, el operador Teo Escamilla y la montadora Mercedes Alonso ‒todo aquí se retroalimenta‒ logran que la película no solo sea feroz por su premisa, sino por el modo en que la mirada del director se plasma sobre ella.

Para reforzar esa faceta primaria, casi instintiva, la banda sonora de Carmelo Bernaola adopta en algunos tramos un tono vanguardista, propio del grupo de compositores al que perteneció este músico, la Generación del 51.

Cuando el cine es un arte verdadero, siempre transmite una filosofía. La de Condenados a vivir es puro existencialismo. Hablar de pesimismo sería otra forma de formularlo, como si el guión hiciera suya la idea más amarga de Schopenhauer: «el ser humano es el único animal que causa dolor a otros sin más propósito que querer hacerlo».

Con todo y con eso, Condenados a vivir es, a fin de cuentas, un producto para cines se barrio. Además, Romero Marchent empaqueta ese mensaje de una forma tan sensacionalista que cuesta un poco fijarse en su discurso. No voy a entrar en pormenores, porque no quiero contar los giros del argumento, pero si aceptan esta invitación, prepárense para ver escenas bestiales, con planos en los que el realizador se regodea en todo tipo de hemorragias. Poco más o menos, como si anticipase, décadas antes, el western de horror con el que nos topamos en Ravenous (Antonia Bird, 1999) o en Bone Tomahawk (S. Craig Zahler, 2015).

Por cierto, se antoja innecesario apuntar que esta es una película de culto, como queda bien claro en el homenaje que le rindió Quentin Tarantino en Los odiosos ocho (2015).

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Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.