Poco después de que Claudio Magris publicase Microcosmos (Microcosmi), mantuvo una larga conversación con Blas Matamoro. A través de este diálogo, descubrimos las nostalgias, motivaciones e inquietudes de Magris, maestro de la literatura italiana contemporánea y autor de obras fundamentales, como Ítaca y más allá (Huerga y Fierro, 1989), El Danubio (Anagrama, 1990), El anillo de Clarisse: tradición y nihilismo en la literatura moderna (Edicions 62, 1993), Microcosmos (Anagrama, 1999), Lejos de dónde: Joseph Roth y la tradición hebraico-oriental (Eunsa, 2002), Utopía y desencanto. Historias, esperanzas e ilusiones de la modernidad (Anagrama, 2004), A ciegas (Anagrama, 2006), La historia no ha terminado (Anagrama, 2008) y Alfabetos (Anagrama, 2010).
Tu libro Microcosmi guarda ciertas similitudes con Danubio y produce la impresión de ser una serie de fragmentos que alcanzan una curiosa unidad.
Casi siempre mis libros tienen un comienzo casual y me revelan una razón profunda, íntima. Es como si necesitara una causa externa para surgir a la superficie. Danubio, por ejemplo, se me ocurrió en 1982, en la frontera eslovaca, donde estaba de viaje con Marisa, mi mujer. Al visitar el Museo Danubiano se me presentó la idea de hacer un libro sobre el río, literalmente.
Microcosmi se origina en el verano de 1991, cuando Il Corriere della Sera nos pidió a algunos escritores unos artículos de viaje. Propuse hacerlo sobre Grado, pero no la ciudad histórica, ni el balneario, sino sobre las lagunas. Me salieron dos modestas páginas que son el núcleo del libro: una masa de agua quieta, estancada. Uno o dos meses más tarde publiqué en el mismo periódico un artículo sobre el Nevoso. Volví a la sugestión anterior.
Creo que fue Marisa, quien siempre conseguía perfilar las ideas antes que yo, la que me impulsó a emprender una suerte de libro sobre el continente sumergido: la memoria.
La estructura estaba dada: un viaje que fuera, al tiempo, un ensayo autobiográfico. Me puse manos a la obra y escribí Microcosmi del principio al fin. Mejor dicho: escribí y reescribí cada capítulo, según mi costumbre. Hubo interrupciones, porque entonces Marisa estaba enferma y se fue agravando hasta morir, de modo que yo no podía concentrarme fácilmente en la tarea.
Durante un año padecí una suerte de parálisis creativa y no escribí ni una palabra. Microcosmi, como todos mis libros, es una mezcla de casualidad y de proyecto, con la figura protagónica de Marisa, antes y después de su muerte.
En cuanto al procedimiento, consiste en una reescritura doble o triple. Aparte de rehacer cada capítulo, cuando el libro está terminado, observo su progresión y lo vuelvo a escribir teniendo en cuenta esta parábola de conjunto que se fue construyendo. Los parecidos entre Danubio y Microcosmi son evidentes, ambos resultan una mezcla de reflexión y narración, de cultura e inmediatez.
El segundo es más inmediato y narrativo, si cabe. Danubio era un mundo mucho más grande y se me impuso por lo que podríamos llamar objetividad de la cultura, el inmenso mundo danubiano. Microcosmi está más determinado por lo eventual, por los hechos. En las cosas que se ven y en el modo de verlas, hay una tarea de reconocimiento.
Hay también una diferencia esencial de estructura: Danubio era un viaje lineal, un recorrido con principio y fin; Microcosmi es un continuo retorno. Es como si la escritura diera vueltas dentro de una burbuja de tiempo.
Hay, desde luego, un trayecto: el protagonista sale del café San Marcos, atraviesa el Jardín Público, llega a la iglesia y muere, dando lugar a un último capítulo de carácter delirante y visionario. Pero no hay un designio de llegar a ninguna parte ni de acabar el viaje. Éste termina contra su voluntad, por un hecho externo.
El tiempo del viaje resulta, así, mucho más lento y más persuasivo. No hay impulso, no hay pasión ni menos aún, furia por avanzar en el espacio ni en la sucesión de los instantes. En Danubio es tan importante el peso de la cultura y, en consecuencia, de la muerte, que los personajes aparecen y desaparecen continuamente, mientras que en Microcosmilas figuras, en general personas mínimas, tienen, por ello, más presencia, más vida. El yo de Microcosmi está más individualizado y, a la vez, quizá por esa misma identificación, más disperso: es un niño, alguien que juega en la arena y mira a su alrededor, tratando de entender los sentimientos que le despiertan las gentes y las cosas, pero es y no es, como pasa en los mitos, de modo que el niño alcanza una dimensión mitológica. Está jugando en una zona fronteriza: entre el agua y la tierra, entre una nación y otra, entre la vida y la muerte, entre la ciudad y el campo.
Las historias que recojo son pequeñas y de carácter sentimental. En ellas todo se repite. Lo único que no se repite es la muerte, ese hecho fractal que acaba con la historia de las historias. Un hecho mínimo también, pero definitivo, y que tiene lugar en un espacio sagrado y cerrado, la iglesia.
El jardín tiene una connotación obvia: la infancia, Y el camino sin meta, que vuelve sobre sí mismo, parece un laberinto.
En efecto, la infancia puede verse como un jardín de significación mítica variada: el Hades, el Paraíso, el Limbo.
¿Hay en esta figura una síntesis de dos modelos de viaje? Pienso en el viaje clásico, ilustrado, diecieciochesco, el viaje instructivo que consiste en salir al mundo con el propósito de conocerlo y alcanzar el saber; y en el vagabundaje romántico, ese dejarse ir por el mundo, sin rumbo fijo, esperando dar con la sorpresa, con la alteridad. El itinerario y la Wanderung.
Microcosmi es una mezcla de ambos modelos. No se trata de un grand tour, como Danubio. En este libro, el narrador sale al mundo, va en busca de espacios que no son los habituales y que, en consecuencia, podría evitar. En cambio, en Microcosmi, los espacios son los inevitables, los que no puede eludir porque pertenecen a su vida cotidiana.
Si tú estás en Madrid, como habitante de la ciudad, no puedes dejar de cruzar algunos espacios madrileños, generalmente los mismos cada día: es un viaje, pero impuesto y desatento. Aparentemente, un viaje sin viajero, sin explorador.
Los lugares son los lugares de tu vida, no puedes cambiarlos como un turista que elige sus recorridos y los altera, si llega el caso. Los lugares de tu vida son, además, los colores de tu vida, tus tonalidades personales, en tanto en los viajes al «exterior», los colores y las tonalidades son los propios de los demás. Es un vagabundaje pero cotidiano, en el cual encuentras siempre el mundo.
El gran mundo, el macrocosmos, es el de Danubio. El otro, justamente, es el microcosmos. Son dos dimensiones del mismo mundo pero dos vivencias muy distintas. Los eventos, por el contrario, son los mismos: guerras, revoluciones, éxodos, destierros, el campesino de Grado que estuvo peleando en Siberia, el cliente del café San Marcos cuya biografía conozco o ignoro, etc.
En todo caso, gente que cae en sus acontecimientos, que ha de quedar atrapada en ellos, como se cae y se queda atrapado cualquiera en la enfermedad, en el amor o en la muerte. Acontecimientos no queridos pero que constituyen la vida de cada cual, su destino personal.
¿Hay algún elemento que une esta dispersión de destinos que son la cotidianeidad del mundo, del grande y el pequeño mundo?
Sí, es el agua. Por primera vez aparece en mi escritura no ya el agua noble de los grandes viajes, el mar, sino la laguna, el estanque del Jardín Público, el pantano, el marasmo, el agua estancada y pútrida, el agua con que los niños mojan la arena para construir sus castillos y deshacerlos orinando sobre ellos.
Este agua modesta hace de Microcosmi un libro mucho más carnal que otros míos, mucho más humilde, en el sentido etimológico de la palabra, que proviene de humus, tierra. Un libro con los pies en la tierra, en la húmeda tierra. Un libro carnal, también, en el sentido bíblico. El hebreo no tiene una palabra equivalente a cuerpo, utiliza carne.
Estamos rondando el tema autobiográfico. ¿Nunca has pensado en escribir una autobiografía o unas memorias, en el sentido formal de estos géneros literarios?
No. Lo autobiográfico, obviamente, me interesa, pero en la medida en que las cosas que me atañen no son sólo mías. Y en esa medida, me escapo de lo autobiográfico. Un libro de memorias o una autobiografía me limitarían mucho, serían un inconveniente por sus limitaciones formales y porque lo mío como tal me resulta muy poco interesante.
Es cierto que si hablo de mí, personalizo todo. Este amigo es mi amigo, esta ciudad es mi ciudad, esta infancia es mi infancia. Pero, a la vez, intento despersonalizar el relato, no decir nunca yo ni nosotros, al menos mientras la gramática me lo permita, y en esto la gramática italiana es muy permisiva.
Lo que me interesa es la épica, lo objetivo, por más lirismo, sentimiento y estados subjetivos que entren en juego. Me río porque algo me hace gracia y enseguida digo qué significa la risa para mí, de modo que la risa deja de ser mía y se transforma en algo objetivo, algo común.
Tu obra parece deslizarse del ensayismo hacia la ficción.
Sí, con algunos matices. Empecé siendo un ensayista, aunque no monográfico. Pienso en El mito habsbúrgico y en el ensayo sobre Joseph Roth, Lejos de dónde, en el cual Roth era un pretexto para hablar de la literatura judía como literatura de la extrañeza, de la otredad.
En verdad quería hablar de Singer pero no me atrevía y lo sustituí por Roth, que era un escritor ya muerto, con una obra acabada. Luego apareció la novela, muy tarde. Y no he dejado de pensar en ella.
Tengo un proyecto amplio, que voy posponiendo siempre en favor de los textos breves. Pero no me siento en condiciones de escribir una novela ahora mismo, porque mi situación personal es confusa y el mundo ha cambiado notablemente en los últimos tiempos, todo lo cual conspira contra la estabilidad que exige una novela.
Creo que debo esperar y metabolizar estas alteraciones para ponerme manos a la obra con una ambiciosa novela. Estoy rumiando el mundo, si cabe la figura. Sólo trabajaré en la novela cuando encuentre el tono apropiado.
Mientras tanto, el periodismo y su peculiar manera de vincularse con el tiempo…
La redacción de artículos es bastante fatigosa para mí. Le dedico mucho tiempo y mucha atención. Aprendo mucho de este tipo de trabajo. La crónica, especialmente, porque lleva la mirada a un hecho pequeño en el cual, de manera imprevista, aparece el mundo. Por ejemplo: en un artículo he tratado un asunto estadístico: las personas que viven solas consumen más jabón y perfumes que las parejas.
Me puse a razonar sobre el culto moderno al cuerpo y se me aparecieron las mujeres de Trieste, sus rostros bellos pero duros, que transmiten el sentimiento de un hábito de mando a través de sus bocas rígidas y rechazantes.
La conclusión fue que esa mezcla de culto corporal y dureza de alma definían un aspecto grotesco de nuestro mundo, una mezcla incoherente de atracción y repulsión. Otro ejemplo: hace poco un avión norteamericano embistió un edificio en Italia. Durante tres días, los expertos y periodistas discutieron sobre si volaba más bajo de lo aconsejable o no.
Nadie se planteó el problema de la responsabilidad por el accidente. También razoné sobre otro lado grotesco de nuestro mundo: convertir un problema moral en un asunto técnico.
Otro caso, ahora muy distinto. Hace poco, visitando la pequeña colección Thyssen de Barcelona, observé que un viejo señor explicaba minuciosamente a su hijo cada cuadro, hasta que llegó a un Velázquez y se quitó el sombrero.
Exclamó, simplemente: «¡Velázquez!» y se quedó callado, como si ciertas obras de arte sólo pudieran ser consideradas en silencio.
Cuando, en un liceo italiano, los alumnos hicieron un pacto y declararon su propósito de no copiarse en los exámenes, escribí un artículo censurando la decisión y alentando a los muchachos a que se copiaran, para promover la atención y la actuación del profesor. De otra manera, el papel de cada uno se desdibujaría. Podría dar más ejemplos, pero creo que bastan. Burlona o seriamente, nada de esto podría hacerse sin la crónica, que va del pequeño acontecimiento hasta las grandes decisiones políticas. En ambos extremos aparece siempre el mundo, el mismo y variado mundo
Volviendo al decurso de tu obra, es ineludible pensar en una gran referencia: el Imperio Austrohúngaro.
Es una referencia para cierta época, no para siempre. Te explicaré algunas circunstancias que quizás sitúen la mencionada referencia. Mi educación intelectual no fue, en sus comienzos, alemana ni austrohúngara.
Pertenezco a una familia cuya cultura era, desde luego, italiana y, en otros campos, inglesa y francesa, de tradición democrática y jacobina.
Leí la gran novela francesa del XIX –Balzac, Maupassant, Flaubert–, los rusos como Dostoievski y Tolstoi, más Melville, Sterne, Cervantes, y suma y sigue. Las mayores influencias, salvo Kafka y Svevo, son ajenas al mundo germánico.
En lengua alemana, estrictamente, rescato a Kafka y a Musil, dos ciudadanos austrohúngaros. Lo que me interesaba de ese mundo era su duplicidad. Por un lado, era la imagen de la unidad y la armonía, un sistema donde cada persona y cada cosa tenían sus lugares precisos.
La vida como totalidad unificada era una propuesta de vida en común, una propuesta ética. Por otro lado, ese mundo había elaborado una extraordinaria cultura de la crisis moderna: la acción paralela de Musil, el castillo en el aire, la realidad ausente, la decadencia, el vacío, el nihilismo y, a la vez, la resistencia al nihilismo.
El vínculo entre la unidad, lo único, y una infinita variedad. En lo personal, mi relación con el Imperio tiene su pequeña historia.
De joven fui estudiante en Turín. Era un lector precoz y voraz. Leía todos los géneros, la enciclopedia de los autores, pero ni una línea de literatura triestina, porque tenía, como todo muchacho, una gran desconfianza hacia la épica grandiosa de la ciudad natal.
Entonces empecé a reimaginar a Trieste, quizá por nostalgia o quizá por la necesidad de tener otra imagen de la ciudad. Fui en busca de los antecedentes, del Trieste prenatal, si cabe, y allí me encontré con Austria-Hungría. A través de ella me encaminé a la literatura triestina y a sus fronteras, sobre todo con el mundo germánico y eslavo, Austria y Eslovenia.
Fue muy importante para mí la amistad de ciertos escritores triestinos como Marin y Tedesco que habían luchado por el irredentismo en la primera Guerra Mundial. Experimenté una nostalgia pasada por la crítica y el rechazo, una nostalgia mucho más fecunda que la nostalgia pura y simple, la que sólo se lamenta. Roth decía: «Tengo el derecho de nostalgiar al emperador Francisco José sólo porque de joven me rebelé contra él».
He sido un apasionado del Imperio pero no en plan monogámico. Luego cambié de pareja varias veces.
En tiempos de la monarquía habsbúrgica, Trieste fue la primera ciudad, fuera de Viena, donde prosperó el psicoanálisis, en la persona de un seguidor muy importante de Freud, Edoardo Weiss. No se si el freudismo, triestino o menos, te interesa especialmente.
Me interesó Freud en el contexto del Imperio. De sus hallazgos, creo que hay uno grandioso que es el mecanismo de las emociones. El resto me parece ya caduco. Está muy marcado por su siglo, por la obsesión sexual de la época. Las emociones, en tiempos de Freud, eran sobre todo las emociones sexuales.
Más que el psicoanálisis me interesa mucho la figura de Freud, este señor clásico, melancólico y paterno, cuyos descubrimientos responden también a una lógica ortodoxa: estudiar el orden patriarcal burgués y descubrir aquello que lo destruye. En el dominio triestino, el psicoanálisis tiene una gran riqueza en cuanto a aventuras personales, a historias de vida.
Weiss debió escaparse porque sus clientes se contaban sus historias unos a otros y la sociedad pensó que estas indagaciones eran inmorales.
Un aspecto más de la grandeza cultural triestina.
Hay que matizar esto. Trieste fue siempre pequeña, no sólo porque ha sido una ciudad de poca población y modesta extensión, sino porque mentalmente fue muy limitada. Esta pequenez no estuvo a la altura de sus geniales intuiciones, las de Svevo, Saba, Weiss, Kafka, Joyce y otros habitantes ilustres.
Es como si a un cuerpo vulgar le creciera un brazo de boxeador: no puede concurrir a un campeonato mundial porque le falta el resto de condiciones atléticas, y para las tareas delicadas como la escritura, el brazo es demasiado pesado y torpe. ¿Te imaginas en ti o en mí un brazo de Cassius Clay? Sería un ejemplo de inarmonía.
Me gustaría pasar al tema de las tradiciones culturales y los maestros italianos. ¿Cuáles rescatas, con cuáles te identificas?
Como tradición, en general, diría: la italiana democrática del Resurgimiento, que llega a Mazzini y De Sanctis, y tiene una gran importancia en la cultura turinesa dentro de la cual me formé como estudiante, las consecuencias del antifascismo piamontés, la línea de Piero Gobetti con la inflexión marxista de Antonio Gramsci, en su intento de pensar por lo que entonces era la clase obrera.
Si se quiere, la que confluye en el Partido de Acción, de breve historia en la posguerra, pero que intentó constituirse en una izquierda que conciliara socialismo, liberalismo y democracia, de manera independiente. Si se trata de nombres literarios, señalo a Leopardi.
Pero Leopardi es la contrafigura del Resurgimiento…
Sí, pero yo lo leo desde Baudelaire: la crítica no oscurantista, no reaccionaria, al progreso. La crítica a la modernidad desde una perspectiva ultramoderna, dejando de lado todo progresismo facilón, tan de moda en sus tiempos.
En Leopardi, además, hay un cimiento de cultura clásica muy sólido y, a la vez, muy italiano. Basta pensar en lo que es su lengua poética, la más decisiva en Italia desde los tiempos de Dante, y no me olvido de Tasso. Sin Leopardi no podemos imaginar a Saba, por ejemplo.
En cuanto a maestros citaré a Norberto Bobbio, aunque no he sido su alumno directo, a Franco Venturi, el gran historiador, al estético Pareyson, los germanistas Vincenti y Luppi. Reúno en la memoria dos fuertes tradiciones: la liberal jacobina piamontesa y la triestina, una síntesis muy curiosa de clasicismo cosmopolita y anarquismo.
De los maitres á penser puedo decir menos. Leí a Croce, pero no me influyó nada, porque lo que más me interesaba de él ya lo había encontrado en el idealismo alemán, en sentido amplio, o sea desde los fundadores hasta el joven Lukács, a comienzos del siglo XX.
A Gentile no lo he estudiado, pero me atrae lo que Del Nocce dice de él, en el sentido de haber sido el único pensador italiano que intentó el paso de la filosofía a la acción, aunque de modo catastrófico, por su adhesión al fascismo. Los crocianos pasados al comunismo nunca me interesaron.
En cuanto a Gramsci, lo leí con interés desde la perspectiva liberal (Gobetti). Es cierto que a veces se confundía y tomaba a Turín por Detroit o Leningrado.
Imagen de la cabecera: Rai – Radiotelevisione Italiana.
Copyright © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en la revista Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.