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Ciencia y seudociencia

Durante la adolescencia fui muy aficionado a las lecturas paranormales, a todo lo que tuviera que ver con la telepatía, la telequinesis, el contacto con el otro mundo, la astroarqueología o búsqueda de huellas de los extraterrestres en la historia, las curaciones mágicas, el satanismo, la brujería o la precognición…

Conservo todavía varias decenas de libros relacionados con esos temas, de autores como Erich von DanikenPeter Kolosimo o Louis Pawells y Jacques Bergier. También completé, junto a mi hermana Natalia, la Enciclopedia Planetade Ciencias Ocultas y Parapsicología, en la que leímos las historias, abundantemente ilustradas, de los monjes flagelantes, los misteriosos templarios, la Bestia 666 (Aleister Crowley), el triángulo de las Bermudas o los misterios de la Isla de Pascua. Comprábamos asimismo cada semana revistas como Mundo Desconocido o Karma 7, que trataban de todos los temas mencionados y muchos más: todo lo que se saliera de lo habitual, de lo aceptado por la ciencia: pirámides en la luna, los viajes de Jesucristo a Cachemira, los avistamientos extraterrestres, la tierra hueca, los canales de Marte…

Algunos de mis primeros cuentos, como Iliad, jugaban con la idea de esas visitas extraterrestres.

Aquellas lecturas me proporcionaron horas y horas de placer y entretenimiento. Era como leer novelas de aventuras parecidas a los cuentos de fantasía y ciencia ficción que leía entonces: Lord DunsanyArthur MachenEdgar Allan Poe, Philip José FarmerAlfred Elton van Vogt. Esas lecturas fueron un estímulo para mi inteligencia y para mi juicio crítico, y lo fueron doblemente. En primer lugar, porque me hicieron cuestionar las verdades aceptadas y atreverme a dudar de cualquier cosa. En segundo lugar porque me ayudaron a afinar mi juicio crítico cuando decidí aplicar esas facultades de observación y reflexión precisamente a todas esas lecturas que tanto me gustaban.

Llegó un momento, en efecto, en el que empecé a distinguir entre lo fascinante y lo convincente, entre lo posible y lo probable, entre lo plausible y lo imposible. Aunque todas esas revistas y libros estaban llenos de elaborados argumentos, poco a poco fui distinguiendo las opiniones de las certezas y entendí la diferencia entre buscar argumentos para demostrar algo en lo que ya se cree frente a creer algo cuando se tienen buenas razones para ello; a ver desde lejos las falacias lógicas y a entender la lógica demente de los iluminados. A mi primeriza manera de adolescente, comencé a aplicar los métodos que la lógica, la filosofía y la ciencia han perfeccionado a lo largo de siglos de reflexión e investigación.

Con el tiempo, las visitas extraterrestres en el pasado o en el presente, los poderes de la telequinesis, la telepatía o la precognición se situaron en el estante correcto de mi biblioteca: cerca de las novelas y la fantasía. Puedo seguir leyendo todo aquello como quien lee una novela, y algunos de esos libros me pueden resultar entretenidos, del mismo modo que me entretengo a veces con la teología o la religión, a pesar de que tienen también protagonistas imaginarios, aunque debo confesar que ahora esos libros y artículos me parecen bastante repetitivos y previsibles, no porque conozca sus argumentos, sino porque conozco demasiado la forma de argumentar de los defensores de los fenómenos paranormales.

En mi opinión, cuando de lo que se trata es de demostrar que algo es verdad, si se ve el truco se pierde el encanto, cosa que no sucede si aceptas jugar a un juego de fantasía, como leer un cuento de Philip K. Dick o una fábula filosófica de Platón, o incluso cuando ves una película de aventuras basada en cualquier fantasía parnormal. Otro de mis descubrimientos durante la juventud fue que descubrir la verdad casi siempre es más interesante que elaborar fantasías. Si juegas a descubrir qué ha sucedido, el interés decae si notas que algo es pura invención.

Cuando muchos años después escribí La verdadera historia de las sociedades secretas, le puse un título que contiene una ironía casi indescifrable, pues imita los rimbombantes enunciados de aquellas revistas y libros de tema paranormal, pero, esta vez, para cumplir de manera modesta lo que afirma: contar la verdadera historia, o al menos una historia verdadera, de las sociedades secretas. Lo que se sabe y lo que no se sabe. No lo que se cree y lo que se quiere creer.

Pero aquí no voy a escribir acerca de los defensores de los fenómenos paranormales o de todo tipo de cosas seudocientíficas, como la homeopatía, el reiki y otros temas de moda, asuntos acerca de los que ya he hablado y escrito muy a menudo. Es obvio que la mayoría de quienes defienden estos mundos alternativos aplican de manera obsesiva el juicio instantáneo: una vez que han decidido creer en algo, están dispuestos a fabricar, aceptar o defender cualquier argumento que apoye sus ideas, y a rechazar, minimizar o sencillamente no escuchar cualquier otro que las ponga en cuestión.

A pesar de que suelen presumir de apertura de mente, su capacidad de razonar y pensar más allá de lo obvio es muy limitada y casi nunca se desvían de su camino: rechazan lo que llaman el dogmatismo de la ciencia, no porque hayan descubierto los errores de lo establecido, sino porque se han convertido en dogmáticos de lo raro.

La sinrazón de la razón

En el asunto de la pseudociencia, la ciencia de salón y la afición a lo paranormal, la llegada del mundo digital ha provocado varios cambios importantes.

Uno de ellos es que lo que antes estaba en una sección de la librería, a menudo en un segundo término y claramente clasificado, ahora suele ocupar los primeros lugares en cualquier búsqueda en Internet.

Si uno quiere averiguar si es cierto que la tierra está hueca y si existe un Sol interior bajo el que se tuestan nuestros vecinos subterráneos, lo más probable es que al buscar en Google “tierra hueca” obtenga una respuesta afirmativa: efectivamente, la Tierra esta hueca y los subterráneos son albinos de ojos rojos y hocico ratonil.

Aunque siga buscando, tendrá que pasar diez o veinte pantallas, es decir, decenas o cientos de enlaces a diversas páginas, hasta encontrar una respuesta sensata al asunto. De este modo, en la red mundial lo razonable queda oculto bajo capas y capas de falacias y fábulas más o menos ingeniosas, por lo que no es extraño que la credulidad acrítica aumente entre los adolescentes (pero no solo entre ellos): en realidad sí se informan a fondo, pero mal.

La segunda consecuencia de la extensión de internet en este terreno es más preocupante, porque consiste en que quienes intentan refutar todas esas supercherías que inundan la red acaban por convertirse en sus víctimas, no porque se las acaben creyendo, sino porque acaban empleando la misma manera de argumentar que las legiones de crédulos. Se produce, en defnitiva, lo que he llamado en alguna ocasión “Ser vencido por los enemigos al vencerlos” (una variante inversa de aquello de “La Grecia conquistada conquistó Roma”).

En mi opinión se debería evitar y no hay ninguna necesidad de emplear descalificaciones ofensivas para quienes no piensan como nosotros, ni siquiera para aquellos que manifiestamente son incapaces de razonar de manera coherente. Se puede y probablemete se debe denunciar a quienes ponen en peligro la vida de otras personas, como quienes no vacunan a sus hijos, que ponen en peligro no solo a sus hijos, sino a los demás, pero no hay necesidad de descalificar de manera maleducada, soberbia, brutal o grosera a personas que han adoptado esas opiniones por ignorancia o porque les han convencido con esos argumentos de elocuencia engañosa que emplean los diversos farsantes de la pseudociencia.

Todo eso se puede hacer sin recurrir a motes ofensivos, más propios de una charla de café que de un intercambio intelectual publico (y recientes casos nos han mostrado que todo lo que sucede en internet es público). No porque estas o aquellas personas no merezcan esos calificativos u otros peores, sino porque no lo merece una discusión razonable, y con menos motivo en asuntos en los que no se pone en peligro la vida de nadie, sino que tan solo se opina acerca de un asunto más o menos extravagante o curioso.

Tampoco creo que se deba usar la ciencia como arma arrojadiza y me parece que muchas veces deberíamos ser más prudentes cuando recurrimos a ella. La ciencia avanza muy poco a poco y no puede ser sometida a esos vaivenes y a ese juicio instantáneo que parecen exigir las redes sociales, porque los científicos también se equivocan a menudo y porque el descubrimiento científico a veces da inesperados rodeos.

La respuesta inmediata y automática no es recomendable si realmente queremos adoptar las mejores virtudes de la investigación rigurosa. Hay que tener en cuenta también que muchas cosas aparentemente inocuas se han revelado peligrosas con el tiempo, así que conviene no meter la mano en el fuego por compuestos, elementos, inventos o descubrimientos que todavía no han podido ser puestos a prueba con todas las garantías. Para obtener conclusiones más o menos fiables desde el punto de vista científico acerca de cualquier cosa relacionada con la salud, la nutrición, la medicina o un nuevo compuesto o mecanismo deben transcurrir al menos dos generaciones.

Fantaciencia y ciencia fantasiosa

Por otra parte, también quiero reivindicar el derecho a la fantasía y al error, a fabular acerca de cualquier cosa, a lanzar hipótesis más o menos extravagantes. Algunas fábulas seguirán siendo siempre fábulas y otras poco a poco entrarán por el camino seguro de la ciencia. Pondré un ejemplo: es muy improbable que la telepatía exista o haya existido, pero es casi seguro que existirá en el futuro. Si no me equivoco, ya se han logrado enviar mensajes telepáticos sencillos entre dos cerebros conectados por algo así como un wifi o bluetooth neuronal.

En mi opinión, casi todo lo que los diversos fabuladores han imaginado a lo largo de la historia, como LucianoCyrano de Bergerac, los escritores de ciencia ficción o los aficionados al mundo paranormal, acabará no por ser descubierto, sino inventado. Casi cualquier cosa imaginable, o al menos cualquier cosa que se pueda convertir en un algoritmo, será tarde o temprano posible.

Es casi seguro que las teorías acerca de la presencia extraterrestre en nuestro planeta son todas pura fantasía, pero eso no hace imposible que no haya existido esa presencia extraterrestre. También es casi seguro que todas las religiones son pura fábula, pero eso no impide que exista eso que llamamos Dios.

De hecho, la probabilidad de que nos hayan venido a visitar los marcianos o cualquier otro vecino galáctico es muchísimo más alta que la de que exista una entidad similar a eso que llaman Dios. Como es obvio, quien quiera demostrar una u otra cosa deberá hacer un gran esfuerzo para encontrar las pruebas, pero cualquiera es libre de fabular, siempre y cuando no presente sus hipótesis como certezas indiscutibles.

En definitiva, al alejarnos de los farsantes a menudo nos alejamos también o negamos uno de los procedimientos básicos del descubrimiento científico: la formulación de hipótesis extravagantes. Los estudiosos del método científico distinguen entre el contexto del descubrimiento y el contexto de verificación o justificación. Una cosa es cómo se elabora una teoría y otra muy diferente cómo se comprueba que es cierta, o al menos que es probable, o al menos que no es falsa.

En la discusión de hipótesis y probabilidades podemos ser muy locos e incluso debemos serlo. En la verificación, sin embargo, debemos ser conscientes de que no es tan fácil creer en algo como demostrarlo. Para creer solo hace falta un pequeño esfuerzo de la voluntad. Para demostrarlo hay que trabajra mucho más: hay que ser capaz, en primer lugar, de ponerlo a prueba, de investigarlo, de vigilarlo, hasta que contamos con los suficientes datos, observaciones dirigidas y experimentos verificados como para darle una pequeña o gran probabilidad.

Al escuchar o leer a personas que dicen o dan a entender que hablan en nombre de la ciencia, a veces me parece estar escuchando a los aristotélicos que decían que las cosas eran verdad porque las decía Aristóteles. Las cosas no son verdad porque las diga la ciencia, sino que la ciencia lo que dice, de manera diferente en cada caso particular, es que algo puede ser verdad o que, al menos, es muy probable. El hecho de que algo no tenga contraindicaciones observadas no quiere decir que no las tenga ni permite a la ciencia afirmar que no las tiene, en especial si es algo reciente, sino que quizá no ha sido todavía investigado a fondo.

La investigación en la ciencia nunca se detiene y siempre puede mejorarse, por lo que a veces puede resultar frustrante ver que lo que hace diez años aconsejaba la ciencia, por ejemplo la ciencia médica o la ciencia nutricional, ahora ya no se cree que sea bueno. Hay pocas teorías en ese tipo de terrenos que sobrevivan más de treinta años, como tampoco sobreviven demasiado tiempo las teorías de la antropología, la sociología o la psicología. En el futuro, sin duda descubriremos algunas contraindicaciones de cosas que ahora hemos empezado a usar, porque ya he dicho que tienen que pasar al menos treinta años en la mayoría de los casos para que lleguen resultados fiables en ciencia. Por eso, creo que hay que ser prudentes y no apostar de manera dogmática por cosas que todavía están bajo las investigaciones iniciales.

Umberto Eco dijo que las redes sociales han impulsado al tonto del pueblo a portador de la verdad, lo que es sin duda cierto, como hemos visto al hablar de la extensión de la seudociencia en internet, pero, como ya he dicho más arriba, creo que existe una consecuencia quizá más negativa que esa: internet y las redes sociales también han logrado que los que nunca han sido tontos del pueblo acaben por comportarse como ellos.

Como sucedía en la política (Animales políticos), la economía (El fenómeno fan en economía) y en cualquier otro terreno (¿Somos cebras o termostatos?), creo que lo más recomendable es evitar emitir juicios instantáneos y detenerse a pensar. Detenerse a pensar no solo para formarnos una opinión más compleja e interesante acerca del asunto que tenemos delante, sino también detenerse a pensar en cómo vamos a expresar esa opinión. Si empezamos a hablar como hablan los fanáticos y los lunáticos, usando la ciencia para golpear la cabeza de nuestros enemigos más que para convencerlos, ellos también tendrán todo el derecho a pensar que nosotros exigimos razonar pero que no sabemos hacerlo.

Imagen superior: Alex Schomburg.

Copyright del artículo © Daniel Tubau. Reservados todos los derechos.

Daniel Tubau

Daniel Tubau inició su carrera como escritor con el cuento de terror «Los últimos de Yiddi». Le siguieron otros cuentos de terror y libro-juegos hipertextuales, como 'La espada mágica', antes de convertirse en guionista y director, trabajando en decenas de programas y series. Tras estudiar Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, regresó a la literatura y el ensayo con libros como 'Elogio de la infidelidad' o la antología imaginaria de ciencia ficción 'Recuerdos de la era analógica'. También es autor de 'La verdadera historia de las sociedades secretas', el ensayo acerca de la identidad 'Nada es lo que es', y 'No tan elemental: como ser Sherlock Holmes'.
Sus últimos libros son 'El arte del engaño', sobre la estrategia china; 'Maldita Helena', dedicado a la mujer que lanzo mil barcos contra Troya; 'Cómo triunfar en cualquier discusión', un diccionario para polemistas selectos. Además, ha publicado cuatro libros acerca de narrativa audiovisual y creatividad: 'Las paradojas del guionista', 'El guión del siglo 21', 'El espectador es el protagonista' y 'La musa en el laboratorio'.
Su último libro es 'Sabios ignorantes y felices, lo que los antiguos escépticos nos enseñan', dedicado a una de las tendencias filosóficas más influyentes a lo largo de la historia, pero casi siempre ignorada o silenciada. A este libro ha dedicado una página que se ha convertido en referencia indispensable acerca del escepticismo: 'Sabios ignorantes y felices'.
En la actualidad sigue escribiendo libros y guiones, además de dar cursos de guión, literatura y creatividad en España y América.

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