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«Caballero sin espada» («Mr. Smith Goes to Washington», Frank Capra, 1939)

¿Cómo entenderán los jóvenes de hoy esta película? ¿Les sonará su defensa de las causas perdidas y del honor en la política? ¿Habrán oído alguna vez ese conmovedor discurso final que pronuncia James Stewart?

Supongo que hay cosas en las que hemos salido ganando ‒cuando se estrenó Caballero sin espada, el mundo oscilaba entre dos totalitarismos‒, pero algo me dice que hemos perdido la capacidad de apreciar, con la emoción correspondiente, cuentos de hadas tan poderosos como este.

La vida política ya dejó atrás las ilusiones compartidas y el respeto por la verdad. Los discursos de hoy adquieren un tinte grisáceo, y el argumentario es cada vez menos brillante, acaso porque se dirige a un electorado que se identifica ‒de toda la vida y hasta la muerte‒ con unos determinados colores, despreciando todo aquello que venga del bando contrario.

La clientela política actual está tan polarizada que niega por sistema las premisas ajenas, saca a pasear los demonios familiares e incluso acepta las viejas pulsiones fratricidas. Habrá quien piense que esa es su naturaleza ‒la del electorado y la de los políticos que hoy nos pastorean‒ y justamente por ello, no puede evitar este fanatismo. Quizá no hay escapatoria posible, y ya solo queda ponerse a la defensiva.

Sea como fuere, me parece significativo que la lección de esta película siga vigente al cabo de tantos años. ¿Y cuál es esa lección? Para empezar, el protagonista, Jefferson Smith (James Stewart), elige ser una buena persona, y lo lleva hasta las últimas consecuencias. A la hora de defender sus argumentos, no piensa en quién le dará o no la razón en los periódicos. Incluso en los momentos de mayor impotencia, sigue pensando que la verdad es superior a la propaganda, y que la honradez y el altruismo son infinitamente más importantes que los intereses de su propio partido.

Lewis R. Foster, el autor del relato original en el que se basó la cinta, «The Gentleman from Montana», era un veterano de la industria, curtido en todo tipo de géneros. Foster, que acabó trabajando en los estudios Disney, imaginó aquí una lucha entre David y Goliat. Para ello se inspiró en un político real, Burton Kendall Wheeler, que denunció un caso de sobornos durante la administración del presidente Warren G. Harding, entre 1921 y 1923.

En Caballero sin espada, nuestro héroe es Jefferson Smith, joven idealista, amante de la naturaleza, idolatrado por los boy-scouts de su pueblo. A la vista está: un nuevo don Quijote, o al menos eso es lo que dicen de él.

Aunque Smith desconoce el abecé de la política, es reclutado para sustituir a un senador que acaba de fallecer. Los mandamases del partido, controlados por el villano de la película, Jim Taylor (Edward Arnold), quieren que Smith sea un peón manejable, que les permita aprobar la construcción de una presa. En realidad, se trata de un caso de corrupción a gran escala, que el ingenuo protagonista ignora por completo.

Smith confía a ciegas en el senador Joseph Paine (Claude Rains), buen amigo de su padre, creyendo de forma equivocada que Paine es un político insobornable. Poco a poco, gracias a la ayuda providencial de su secretaria, Clarissa Saunders (Jean Arthur), irá descubriendo la realidad de Washington: la prensa está manipulada, los intereses particulares priman sobre los ideales y la lealtad es un lujo que nadie se permite.

Cuando Smith planea un proyecto de ley con el fin de crear un campamento nacional para niños pobres, choca con la parte más ruín de su propio partido. ¿El motivo? Como se imaginan, la presa que antes mencioné va a construirse justo en el lugar donde se ubicará el campamento.

El protagonista denuncia la trama de corrupción que hay detrás de ese proyecto, y para evitarlo, Jim Taylor se propone aplastar a Smith. Pero antes de eso, le amenaza: «En este oficio al que no sabe comportarse lo hacen pedazos y se lo comen. Y luego no encuentran de él ni los huesos».

Sin embargo, Smith tiene claro que vale la pena librar esa batalla hasta el último aliento, aunque sabe que su contrincante lo tiene todo a su favor: «La libertad ‒le dice a Clarissa‒ es demasiado valiosa como para enterrarla en los libros».

¿Vamos a reducir Caballero sin espada a este mensaje tan inspirador? No olvidemos su gran acabado. Y no sólo por parte del realizador, Frank Capra, del director de fotografía, Joseph Walker, del director artístico, Lionel Banks, o de los montadores, Gene Havlick y Al Clark. Esta es, además, una película con inmensas interpretaciones. Para empezar, es imposible no enamorarse de la pareja protagonista, Jean Arthur y James Stewart. La intervención de Claude Rains también es un auténtico recital. Y qué decir de los secundarios, empezando por Thomas Mitchell como el periodista «Diz» Moore, o un entrañable Harry Carey, en la piel del presidente del Senado.

Capra tenía intención de convertir este film en una secuela de El secreto de vivir (Mr. Deeds Goes to Town, 1936), bajo el título Mr. Deeds Goes to Washington. Como el protagonista, Gary Cooper, estaba comprometido en otros rodajes, James Stewart, por entonces contratado por la MGM, se hizo con el papel.

Uno de los temas secundarios del film ‒la corrupción política‒ inquietó a los censores que vigilaban el cumplimiento del Código Hays. Estos advirtieron a la productora, Columbia, pero la compañía siguió adelante, demostrando su total confianza en Capra.

Está claro que, más allá de sus críticas de fondo, la cinta ensalza el sistema democrático y nos transmite sus valores con inteligencia y sensibilidad. Sin embargo, cuando se estrenó, hubo más de un político y más de un periodista que acusaron a la película de ser antiamericana. Por suerte, ya nadie se acuerda de esos mentecatos.

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Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.