Un gusto especial propone la lectura de Pietro Citati: el arte de pensar, el pensamiento como arte, la calidad esencial del ensayista. La ha revalidado en la reciente traducción hecha por Teresa Clavel del libro sobre Zelda y Scott Fitzgerald La muerte de la mariposa (Gatopardo, Barcelona, 2017).
En ella retornan algunos temas recurrentes –léase: obsesivos– en la obra de Citati, fueren Proust, Goethe o Leopardi los asuntos abordados: las necesarias y conflictivas relaciones del artista con la clase dominante. La pregunta es, sobre todo, romántica: ¿es el artista una clase social distinta de la burguesía o, como retrata Thomas Mann, un hijo improductivo y defectuoso de la misma burguesía?
En efecto, en el Fitzgerald de Citati hay mucho de romántico, de ese persistente romanticismo que, para Rubén Darío, era –nada menos– una inherencia del mismo ser. El artista es quien, zambullido en los destellos y las luces de lo evidente, lo visible, se pone a escuchar una música de fondo que producen las cosas perdidas. En ese cruce entre lo inmediato y lo remoto, se inscribe su diferencia con la burguesía. Exaltar lo perdido como verdadero y bello es lo contrario que exaltar lo poseído, la propiedad, lo inmediato y adquirido.
Pero, además, en Fitzgerald hay una necesidad de éxito, de lujo, de figuración y riqueza que lo empuja hacia la clase poderosa. Citati opina que en esta actitud yace el error esencial del escritor, el que lo condujo a la autodestrucción. El artista es hermoso pero es maldito. Crea pero no produce sino que gasta, despilfarra, echa a perder su tiempo y quema su patrimonio. Es celebrado por su obra, su apostura y su talento seductor, a la vez que se porta mal: arma escándalos, se emborracha, disputa por nimiedades. Es similar a sus personajes: hermoso y maldito.
Citati lo describe como protagonista de un conflicto social que se duplica en embrollo personal. Fitzgerald se lleva mal con la clase a la que demanda atención y dinero, y lo mismo le ocurre con las mujeres: pasión y locura, atracción y mal trato, adoración y desprecio. Al final, echando las cuentas, se encuentra sumido en la ruina, el olvido y la inmovilidad creativa.
Es sabido que el escritor se había entrenado para pelear en la primera guerra mundial, acaso bajo las órdenes de un joven capitán llamado Dwight Eisenhower. Nunca fue al frente. Su batalla ocurrió en el armisticio que separa las dos mitades de aquella guerra, iniciada en 1914 y acabada en 1945. No casualmente, unos años adjetivados de locos y vagabundos, sobre todo para esa población de errantes norteamericanos que deambulan por París y Niza. Es posible que Fitzgerald, joven soldado, hubiese perecido en los zanjones fangosos y sanguinolentos de Francia. No tendríamos a uno de los grandes narradores del siglo XX. Acaso se lo debamos al capitán Eisenhower, lo mismo que el desembarco de Normandía en 1944.
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