El poema Primero sueño de Sor Juana Inés de la Cruz ha sido objeto de una frondosa literatura derivada (ver Bibliografía). Por decirlo barrocamente, ya que estamos en ello: una auténtica selva de glosas. En las páginas siguientes no ensayaré el comentario exhaustivo ni resumiré el estado de la cuestión. Simplemente, haré algunas apostillas sugeridas por la lectura del texto y ciertas apoyaturas eruditas, con el fin de proponer algún punto de vista alternativo a los conocidos.
Primero sueño significa, en principio, primer sueño, sueño primero. Es difícil imaginar que Sor Juana no hubiese soñado nada antes que esta alegoría tan bien articulada y frondosamente culterana. Alterando estas funciones gramaticales (adjetivo y sustantivo concordantes), primero (adverbio de tiempo) sueño (primera persona del singular del presente del indicativo del verbo soñar), cabe concluir que significa: ante todo, yo sueño. Y luego de soñar ¿qué?
Primero sueño, luego pienso. He aquí un posible desciframiento. El sueño es un tipo de saber compatible con la elocución poética y viceversa. Por ello antecede al pensamiento. Pero esto sucede porque el sueño tiene su lógica. De lo contrario, sería incompatible con el pensamiento, impertinente al mismo. Es una lógica anterior al pensar, que se produce poéticamente en forma de una alegoría compuesta por hipérbaton y metáforas.
Esta capacidad sapiencial (que no, todavía, cognoscitiva) del sueño es una vieja inquietud filosófica, moral, religiosa. Para lo que ahora nos interesa, señalo tres incisos de lo que podríamos llamar “disputa del sueño”.
Uno: ¿es el sueño un evento mágico o natural? En el primer caso intervienen seres de otro mundo que se presentan ante el soñador aprovechando la confianza que el sueño proporciona. En efecto, cuando soñamos cesa en nosotros la censura de verosimilitud que opera en la vigilia. Todo nos parece verosímil, tanto sea que nos produzca placer u horror. Nunca, aburrimiento. Es como la buena literatura. O, quizás, al revés: los sueños son las mejores páginas de nuestras obras completas. Además, nunca vemos nuestro rostro “real”, físico, biográfico en él. En el sueño no hay espejos puntuales, aunque todo él sea un espejo alegórico. Yo desaparezco en el sueño para convertirme en obediente espectador del acontecer onírico. Alguien toma mi lugar y dirige la puesta en escena del espectáculo soñado. El sueño tiene siempre algo de teatral, de barroco teatro del mundo, de función histriónica que se cancela al despertar.
De esta mágica credulidad que nos domina en el sueño derivan sus poderes de revelación, curación prodigiosa, profecía. Dicho en clave más moderna y sin acudir a magias externas al sujeto: el sueño tiene los poderes del deseo, que nos hace conocer con inmediatez, nos apacigua al cumplirse, nos diseña el porvenir, donde habitan las criaturas que anhelamos tener con nosotros.
Quizás en esta traducción de la vieja magia onírica se pueda hallar su conciliación con un enfoque naturalista del fenómeno. Desde Aristóteles se intenta despojar al sueño de cualquier adherencia sobrenatural o, al menos, preternatural. Si admitimos que la magia capaz de animar objetos con la apetencia de la posesión es lo que llamamos deseo, caben en él las dos vertientes del sueño. Si, además, somos capaces de darle forma verbal, aparece el poema, que siempre es como si fuera el primer poema, el primer sueño, porque tiene ese cuanto de primordial que simula recuperar la invención poética.
Dos: el sueño es un mero accidente, la cantidad desdeñable de nuestra vida anímica, algo que proviene de un desarreglo orgánico y carece de sentido, o sea que resulta opaco al entendimiento. O, por el contrario, es significante, ya que da lugar a los relatos de la vigilia que lo evocan y a la multitud de interpretaciones que buenamente soportan tales relatos. Tan sólidamente significante es para Sor Juana que resulta factible exponente como una alegoría.
Con ello se vuelve al tema ya enunciado del saber onírico. Más fácil que en español resulta concebirlo en francés, donde songe es sueño y verdad (lo contrario, la mentira, es le mensonge) y songer es pensar. En nuestra lengua, por el contrario, las connotaciones disparan en otro sentido: soñar no cuesta nada porque los sueños no son más que sueños, y un soñador es alguien a quien le gusta imaginar quimeras pero que raramente piensa a partir de ellas.
Como buena barroca, Sor Juana acepta que el sueño es el saber poético anterior al pensamiento. Y, al situar este saber en el campo de la poesía (terreno a cultivar, de límites imprecisos: terrain vague) lo sustrae a la ciencia. Un obstáculo, insalvable de momento, se opone a la consideración científica del sueño, y es su imposible objetivación. Todavía no se ha inventado el aparato que sirva para filmar o grabar los sueños. El único elemento objetivable de ellos es el relato de quien ha soñado, cuando está despierto, un objeto puramente verbal (de verbo deseante, excuso decir) que se somete a cierta hermenéutica. Sobre tal base trabaja, por ejemplo, la construcción matriz del psicoanálisis, la interpretación de los sueños a partir de Freud, sin olvidar a su indispensable antepasado, Artemidoro de Daldis (o de Éfeso, si se prefiere), autor de la Oneirocrítica.
Tres: ¿cuál es la calidad del sueño, la instantaneidad o la permanencia? En el primer caso, el sueño es una realidad intermitente. Empieza y termina, y entre un sueño y otro, no hay nada que subsista, aun cuando se trate de sueños en episodios o con repeticiones. Se los puede sintetizar y, una vez operada la síntesis, cerrarlos sin dejar huellas.
En el otro extremo, se puede pensar que el lugar del sueño es permanente y que hacemos a él unas excursiones fugaces que nos proporcionan recortadas noticias de su existencia. Son viajes al País del Sueño, lugar sin fechas ni caducidad temporal, acontecer sin antes ni después, paisaje indestructible donde hay muchas historias pero no una auténtica Historia. El sueño se historiza en el relato de la vigilia, porque el lenguaje es siempre sucesivo, temporal. Pero ese es otro cantar, otro contar.
Este Lugar Otro ha dado mucho que hablar a lo largo de los siglos, constituyendo una parte de la historia humana, que es la historia de los sueños que tenemos los miembros de esta curiosa especie llamada humanidad. Para los antiguos –y Sor Juana se vale de esta tradición– en el sueño se nos aparecen las criaturas mitológicas. Para Jung, los inconmovibles arquetipos que constituyen nuestra verdadera y eterna realidad. Muchos románticos creyeron que al soñar vivimos, retaceadamente, nuestra auténtica identidad, ya que la vida vigil es apenas un epifenómeno de aquélla. Los surrealistas forjaron la clave o llave de los sueños (en francés se designan ambas con la misma palabra: clef) que les permitía acceder al soñado país.
Si prescindimos de mitologías y arquetipos, la permanencia del país soñado se aquerencia en la invención poética y la llave surrealista nos abre la puerta de la otredad. Somos el sueño y somos la vigilia, lo uno y lo otro. En esa dialéctica se despliega el devenir de nuestra identidad. El vínculo que relaciona ambos mundos –el vaso comunicante, si se prefiere– es el poema.
Sor Juana nos describe las condiciones del que podríamos llamar acto del sueño. Llega la noche, la barroca noche, los contornos de las cosas y los seres se borran, la Ciudad duerme, las censuras se aflojan. Ocurre una suerte de éxtasis: el alma se escinde del cuerpo, es decir de sus constricciones conscientes (de nuevo: de sus censuras), se desviste, quizá sólo abrigada por un tenue camisón que no se anuda por ninguna parte. Y así, envuelta en una suave nube, flota en los espacios de la otredad. Pero no es la otredad de los otros, que están dormidos y no nos miran, sino la otredad de ese personaje innominado, al que podemos llamar el Otro, que nos va a soñar. Groddeck, seguidor de Freud que investigó especialmente el sueño, y Thomas Mann en su novela del soñador José (José y sus hermanos) conceden al sueño la subjetividad otra del Es, Eso–que–nos–sueña. No hay ya Ich träume (yo sueño) sino Es träume mich (Eso o Ello me sueña). El yo vigil deja de ser sujeto en el sueño y se torna objeto del Otro que lo sueña.
Al caer las censuras, caen los lazos de la cultura dominante, la ortodoxia católica que ciñe la vida vigil, social, histórica, de Sor Juana. El espacio alegórico de Primero sueño es pagano. Más aún: en él dominan unas figuras de transgresores. Si hay un Dios, no es el de la revelación ni el de las Escrituras, sino el motor inmóvil que todo lo mueve, el Dios de Aristóteles. Un Dios que no aparece ni, por naturaleza, puede aparecer. Un Dios oculto, el de San Pablo o el Dieu caché de Pascal, tan próximo a nuestra monja mexicana. Es, pero no está en ninguna parte, porque no puede ser parte. Tal es el truco, desasosegante y angustioso, de su ubicuidad, o sea, precisamente, su divinidad. Tremendo y terrorífico, produce el vértigo de los espacios infinitos. Digámoslo mejor, con palabras de la poeta: la sombra de mi bien esquivo, el fantasma del hechizo que más quiero. Alguien que quisiéramos detener pero que no podemos ni puede detener (se).
Repasemos la población del poema. Nictimene, doncella de Lesbos, amante de su padre, convertida en lechuza, el ave que alegoriza el crepuscular saber humano de los filósofos, el pajarraco de Minerva que prefiere volar en las sombras, que intenta penetrar en los templos y beber los óleos sagrados, o sea profanar la santa materia del culto. Incestuosa y lésbica, cabe adjetivar. Quizá no corresponda ir tan lejos, a Lesbos quiero decir, aunque Sor Juana ha escrito poemas de amor a una mujer. no sabemos si en plan de licencia poética o de confesión personal.
Las tres doncellas tebanas que negaron la divinidad de Baco y fueron transformadas en murciélagos, otros voladores nocturnos. De nuevo, la profanación.
Alciones, vuelta martín pescador en castigo por sus crueldades juveniles: convertir a sus amantes en peces, alterar el orden natural de las especies animales.
Acteón, hecho venado por ver desnuda a la casta Diana mientras tomaba un baño, perseguido por los cazadores como bestia de presa.
Proserpina, tercera encarnación de Hécate, que violó la ley infernal de comer granadas y fue privada de ver a su madre Ceres, aparte de ser tomada como esposa por Plutón, Señor de los Infiernos, lo cual la obligaba a vivir en ambos mundos, como cualquiera de nosotros en éste y en el otro, el del Otro.
Un solo personaje cristiano se menciona en el poema, San Juan el Evangelista, pero sabemos que es una cuña órfica y platónica metida en las Escrituras. Su Cristo es alegórico. El Logos encarnado que habita entre los humanos es crucificado y resucita para seguir en el mundo, inmortal como el aliento que nombra las cosas dándoles realidad. De vuelta, San Juan revisitado en el siglo barroco, es también el neoplatonismo cristiano del Renacimiento, que traduce Eros por Caridad. Podemos ver en él a una máscara de Orfeo, que también es un transgresor pagano, porque violó la obligación de no mirar a su amada. De vuelta en Tracia, viudo definitivo e inconsolable, se dio al amor de los efebos y fue descuartizado por las mujeres del lugar. Su cabeza, unida a su lira, siguió cantando sobre las aguas, en un ejercicio de resurrección del Logos que se parece al Cristo resucitado de San Juan.
El sueño, como la poesía, trabaja cuando se derogan las prohibiciones, y borra la frontera entre lo sagrado y lo profano, porque el lenguaje poético transgrede la comunicación cotidiana e instaura ese tercer mundo de la palabra que es la poesía: tocar lo intangible con los vocablos de todos los días, convertido en evento extraordinario del Logos. Este es el eterno resucitado, el que hace de su soplo el primero sueño donde se cumple el poema.
La estructura narrativa de Primero sueño es un viaje. Este tópico no merece mayor comentario, es casi tautológico: no ha de haber ninguna narración que no sea un viaje. Pero no se trata del viaje triunfal y finalmente armonioso del sujeto que busca su identidad en su propia historia, desafiando con su astucia a los dioses y las fuerzas naturales. El viaje de Ulises, sin ir más lejos. El viaje del humanismo, ordenado en etapas de maduración, que culmina en el saber y el poder que de él emana. El viaje de Dante, si se quiere, el de Polifilo en la Hipneronomaquia atribuida a Colonna, el de los Argonautas, los caballeros andantes, el Telémaco de Fénélon y un largo etcétera.
El viaje de Sor Juana es un viaje barroco, cuyo término no es la meta sino un naufragio. El viaje de Robinson, el de Andrenio y Critilo en Gracián, el de La tempestad shakespeariana. El viajero se extravía en el mar, espacio sin caminos, y va a dar a una playa, la misma de la cual partió. El viaje es fragmentario, circular, inconcluyente, como las salidas de Don Quijote. Quizás en esta escena resida el núcleo alegórico de Primero sueño: sin revelación ni trascendencia, el saber que se busca como absoluto carece de plenitud.
Algunas figuras visuales parecen reforzar lo anterior: la pirámide y los obeliscos cuyos vértices intentan llegar al cielo y apenas son unas sombras que apuntan hacia las inalcanzables estrellas. Pero, sobre todo, la inconclusa Torre de Babel, esa construcción hecha por una humanidad dispersa en lenguas que se buscan y se traducen, en camino a la inhallable Lengua Perfecta Universal. La torre inacabada que es, a su vez, la gran alegoría de la historia humana: asentada en la tierra, apuntando hacia una meta ilusoria y sublime –el cielo, una ilusión óptica– que se va erigiendo a lo largo del tiempo sin tocar nunca su fin, porque está infinitamente lejos, imponente en su intangible realidad.
Respecto a la babélica arquitectura, cabe apostillar algo que hace al barroquismo de Sor Juana. Como buena barroca, la atrae la pluralidad de los mundos que articulan esa gran hipótesis, la “gallarda máquina del Universo”, en fórmula de Calderón. En tal pluralidad está la herencia cultural indígena. Y en ella figura una leyenda mesoamericana, similar a la de Babel, la del arquitecto Votan o Vodan.
Cada quien, su sueño. El espectáculo de lo soñado queda para siempre ocluso en la memoria del soñador, no puede mostrarse a los otros. Pero hay un código que hace universales los sueños de los individuos: la alegoría aportada por el poema. Gracias a ella –suma de elementos concretos que ponen en escena a unos contenidos abstractos– el sueño es uno y universal, y la poesía ocupa el lugar imaginario del sueño de la humanidad.
El sueño tiene su sintaxis: es la inversión del orden lógico, el hipérbaton. Y tiene su retórica: se produce en verso y se vale de la metáfora. Con ella adquiere su carácter de primero en tanto primigenio. Desde el barroco sabemos que la metáfora no es un mero adorno del lenguaje que vuelve placentera la docencia de los discursos. Cumplidamente lo ha explicado Vico. Por el contrario, la metáfora es el origen mismo del lenguaje, un origen poético que luego se racionalizará en semántica. La poesía, imaginariamente, recupera ese momento primero de la palabra, el pasaje del sonido inarticulado a lenguaje organizado. Sueño primero, verbo primero. Es decir: primero el sueño, primero la metáfora, primero el poema. A la vuelta de los siglos, Freud se valdrá de dos figuras retóricas para atrapar las apariciones del inconsciente en el discurso: la condensación que es la metáfora y el desplazamiento que es la metonimia.
Barroquismo es disimulación, ocultamiento por medio de unos envoltorios retóricos que dificultan la interpretación y se escabullen del control de la censura. Barroquismo, por esta vía, no sólo es viaje al país del sueño primero sino, a la vez, viaje al mundo de las heterodoxias, de la libertad de pensamiento. Y ocultación es asimismo la exaltación de lo que la palabra oculta o dice de tapadillo, mientras muestra lo que dice, lo que aparenta decir. Ocultismo, si se prefiere. Sor Juana se interesó por ese trabajo simbolizador del lenguaje y por algunos esoteristas de la época, como Atanasius Kircher. Asimismo, por el fundador de la tradición racionalista moderna, Descartes. Creo que los concilia poéticamente gracias a una inopinada apelación platónica.
La historia filosófica de Descartes empieza por su famoso sueño, que es una alegoría como el poema de nuestra mexicana. Y el conocimiento, en Platón, es reminiscencia, como la que intentamos al contar un sueño. En los tres autores invocados hay la búsqueda de lo que el símbolo señala a la vez que oculta. Tal es la tarea de la razón, siempre encarnada en la palabra, deseante y poética.
Soñar es una ocupación privilegiada del arte barroco y, según se va viendo, del pensamiento que lo anima. El sueño barroco, por su parte, se tensa entre dos polos, Calderón y Shakespeare. El sueño calderoniano es el sueño del que despertamos a la vigilia, que es otro sueño, del que despertamos a la muerte, cuando se nos revela la auténtica y verdadera realidad, la vigilia definitiva. La vida es sueño, no es más que sueño, espuma del tiempo que se disuelve al despertar. Próspero, por su parte, asegura que estamos hechos de la madera/materia de los sueños, que es esa nuestra realidad. Los sueños, sueños son, dicen ambos poetas, desde esquinas distantes. Los sueños son, el ser es algo onírico, valga la tautología.
¿En qué punto del recorrido se sitúa el sueño de Sor Juana? El sueño es mero sueño pero es, nada menos, también el lugar del saber alegórico, saber a partir de la metáfora, el único saber profano. La vida es mi sueño, el tuyo, el de cualquiera pero en él están los otros porque está la palabra, que es apelación a los demás. En el sueño de la vida estás tú, sombra de mi bien esquivo, sombra en la noche de la Ciudad, sombra que apunta al cielo sombrío del sueño primero, sombra que no se deja tocar pero que se puede nombrar.
Cuando el viaje vuelve a la playa, Sor Juana nos propone un erudito recorrido por la naturaleza, apoyado en Aristóteles. Al final del itinerario está el Hombre: “El Hombre, digo mayor portento/ que discurre el humano entendimiento;/ compendio que absoluto/ parece al Ángel, a la planta, al bruto/ cuya altiva bajeza/ toda participó Naturaleza.”
El Hombre es portentoso y microcósmico, compendio natural donde conviven el ángel, la planta y el bruto. Hasta aquí, el Hombre del humanismo clásico, armonioso resumen de la Creación. Pero también es una altiva bajeza, es decir un oxymoron, un concetto barroco: altanero y sobejano, contradictorio y procesal, en síntesis: una barroca metáfora.
El sueño acaba con la noche, cuando sale el sol. Acaba con la feliz fórmula: “El mundo iluminado y yo despierta”. Yo despierta: pronombre y adjetivo. Durante el sueño, la voz poética no tiene definición sexual. En cambio, en la vigilia sí: es una mujer, está claramente despierta. En la ambigüedad del sintagma hay algo más, no obstante: el yo despierta. Despierta el yo que ha estado dormido durante el sueño, cuando la voz poética se dejó escuchar y se escribió. No era la voz de la mujer vigil, era otra voz.
Alguna vez, San Agustín se preguntó por el valor moral de los sueños. ¿Somos responsables de los crímenes y demás pecados que, con sospechosa frecuencia, cometemos en sueños? Agustín concluye que no y, sin decirlo expresamente, apunta que es como si los hubiera cometido otro, ese Otro que somos o, por mejor decir nos es, mientras el yo duerme y el mundo está apagado. Ese Otro es la palabra en libertad, que nos habla con la otra voz. Primero sueño, voz primordial.
Bibliografía
Ediciones de Sor Juana Inés de la Cruz
Obras completas, edición de Alfonso Méndez Plancarte, FCE, México, 1988
Primero sueño, edición de Ada Donato, Universidad del Nordeste, Resistencia, 1973
Primero sueño, Facultad de Filosofía y Letras, Buenos Aires, 1953
Primero sueño, edición de Juan Natalicio González, Guarania, México, 1951
Literatura secundaria
Ermilo Abreu Gómez: Sor Juana Inés de la Cruz. Bibliografía y biblioteca, Secretaría de Relaciones Exteriores, México, 1934
Susana Arroyo Hidalgo: El “Primero sueño” de Sor Juana Inés de la Cruz. Estudio semántico y retórico, UNAM, México, 1993
Alejandra Luiselli: El sueño manierista de Sor Juana Inés de la Cruz, UNAM, México, 1993
Octavio Paz: Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, Seix Barral, Barcelona, 1982
Andrés Sánchez Robayna: Para leer “Primero sueño” de Sor Juana Inés de la Cruz, FCE, México, 1991
Ramón Xirau: Genio y figura de Sor Juana Inés de la Cruz, Eudeba, Buenos Aires, 1967
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.