No resulta fácil contar en pocos párrafos la actividad de un intelectual como Andrés Amorós. Experto en literatura, cine, música y teatro, fue director cultural de la Fundación Juan March, director de la Compañía Nacional de Teatro Clásico y director general del Instituto de Artes Escénicas y de la Música. Su obra abarca más de ciento cincuenta títulos, y por su calidad, le ha hecho merecedor de los premios Nacional de Ensayo, Nacional de Crítica Literaria, Fastenrath de la Real Academia Española, José María de Cossío y Letras Valencianas.
Hay, por consiguiente, muchas razones para admirar a este profesor e investigador, cuya modestia no debe hacernos olvidar que es, además de otras muchas cosas, Catedrático de Literatura Española en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid y Académico de Honor de la Real Academia de Cultura Valenciana.
Esta entrevista que le propuse en 1999 tenía un enfoque un tanto particular, porque estaba destinada al especial que la revista Cuadernos Hispanoamericanos le dedicó a la relación entre los toros y la literatura.
¿A qué edad empieza a considerase usted un aficionado a los toros?
Apenas había cumplido cinco años cuando mi padre, un gran aficionado, me llevó a ver una corrida. Claro que esa precocidad mía se debe a una tradición familiar sin la cual hubiera descubierto los toros más tarde, quizás en la adolescencia.
Estaba predestinado.
Supongo que, de todos modos, me hubieran gustado. La realidad es que en muchas ocasiones, cuando hablo con gente del mundo taurino, se asombran de que tenga recuerdos tan antiguos, pero yo insisto: no es mérito mío, pues quien me llevó a la plaza fue mi padre, un hombre muy conocedor del mundo del toro, amigo de toreros y taurófilo como mi abuelo, que era veterinario de la plaza de toros de Alicante.
Conservo recuerdos del mundo taurino desde el año 1947, poco antes de morir Manolete. Ahora hay muchos intelectuales que van a las plazas de toros, pero acuden con la idea preconcebida de escribir, o porque han leído a Federico García Lorca.
Soy un aficionado de a pie que he ido a los toros durante muchísimos años, sin haber leído a Lorca y sin ánimo de escribir nada. Luego resulta que al final, años después, he acabado escribiendo, pero no con esa idea preconcebida. Yo me considero un aficionado normal y corriente. En todo caso, un buen aficionado, pues llevo muchos años en ello.
Si hablamos de toros y literatura, parece obligado comenzar por el verano de 1959, cuando Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez mostraron su rivalidad del modo en que nos lo describe Hemingway en El verano sangriento.
Yo viví de cerca aquel “verano sangriento”, que luego fue inmortalizado por Hemingway en la serie de artículos que escribió para la revista Life. Y lo viví por una razón muy sencilla, y es que mi padre era íntimo amigo de Luis Miguel, a quien he conocido en casa desde chico.
¿Estuvo con él durante esa temporada?
Sí, aquel año 1959 acompañamos a Dominguín todo el verano, de julio a agosto. A lo largo de aquella temporada, se alojó a veces en casa. La verdad es que fue muy interesante en el doble sentido, taurino y cultural, porque yo era un joven de menos de veinte años, pero ya tenía muy arraigada la afición por la literatura.
Debió de ser un privilegio conocer a personajes como Dominguín y Ordóñez.
Gracias a los toros, pude conocer a gente muy especial. Por ejemplo, al propio Ernest Hemingway, que viajaba con Ordóñez, mientras yo iba con mi padre y Luis Miguel. Fue por entonces cuando conocí a Orson Welles, quien me impresionó mucho, pues era un genio extraordinario; y también a la actriz Lauren Bacall.
¿Cómo experimentaba un joven como era usted la relación con esas celebridades?
Bueno, suelo contar que uno de los días durante los cuales Luis Miguel estaba viviendo en nuestra casa de Fuenterrabía, llamaron a la puerta. Avisado por mi madre, fui a abrir y, para mi sorpresa, comprobé que se trataba de Deborah Kerr, quien venía a ver a Dominguín… También me acuerdo de otra ocasión, antes de empezar la corrida, en que yo estaba jugando al ping-pong con Paco Camino… En fin, ya ves lo especial de aquel mundo que tuve la suerte de disfrutar.
¿Tenía ya una idea de lo que significa intelectualmente la lidia?
Yo creo que mi concepto de la tauromaquia –y no quiero parecer pedante– es entonces cuando cuaja, al lado de mi padre viendo corridas, y viendo sobre todo a dos maestros extraordinarios, Luis Miguel y Ordóñez. Por desgracia, pienso que la suya fue la última gran competencia taurina. Los aficionados echamos de menos que haya dos grandes matadores, distintos pero de primera categoría, con una rivalidad muy fuerte como aquella.
Corrochano dice que había una especie de acuerdo, porque, en su lecho de muerte, el padre de los Dominguín pidió que lo hicieran. Pero si yo no recuerdo mal, aquel verano sufrió cada uno de ellos tres cornadas graves, lo cual significa que había un pique muy evidente, porque además eran totalmente distintos como toreros y como personas. Sin lugar a dudas, esa competencia existía.
¿Cuál ha sido su trato con la familia Bienvenida?
Soy muy amigo de los Bienvenida, que han sido todos buenos toreros. Está claro que respondían a una escuela y, al margen del arte de cada uno, sabían cómo hay que vestirse, cómo hay que pisar la plaza, cómo hay que comportarse, dónde hay que estar colocado y cómo hay que entrar al quite. Entre otras cosas, todo eso se ha perdido en gran medida. No pretendo ofender, pero muchos de los apoderados actuales son negociantes, sólo preocupados por cuestiones como el dinero y los contratos. A Marcial Lalanda le gustaba decir que él había sido durante un tiempo no apoderado, sino asesor artístico. Si Jesulín de Ubrique, Enrique Ponce y cualquier matador de hoy hubiesen estado acompañados por un gran veterano que les explicara esas cosas de la profesión, hubieran llegado mucho más lejos.
Acaba de citar a Marcial Lalanda, otro personaje sobre el que usted sabe mucho…
Marcial Lalanda es uno de los hombres más inteligentes que he conocido en mi vida. Varios periodistas le habían propuesto hacer un libro, pero él, que conocía un poco mi trayectoria, vino a verme y me dijo que deseaba hacer ese libro conmigo, pues pretendía un texto serio y no una hagiografía. Estuve encantado de colaborar con él en esa obra que se llamó La tauromaquia de Marcial Lalanda.
¿Cómo definiría a Luis Miguel Dominguín?
La inteligencia de Dominguín era extraordinaria. La suya era una personalidad arrolladora; le gustaba hacer mil cosas, escandalizar a la gente y ser amigo de personajes como Picasso, pero luego, como era consciente de su talento taurino, regresaba a los ruedos.
¿Cuál es su concepto de la tauromaquia?
El que aprendí junto a mi padre y personas como Lalanda o Luis Miguel. Todo se fundamenta en la lidia, esto es, en hacer una faena de acuerdo con las condiciones del toro. Hace años el toro era un animal fiero, difícil y que transmitía emoción, y el torero lo primero que tenía que hacer era dominar las dificultades de ese toro y, a partir de ahí, crear una faena estética. Pero se ha buscado un nuevo tipo de animal que permita un nuevo tipo de faena y que le guste a un nuevo tipo de público.
Cuando se dice que ahora se torea mejor que nunca, a mí me hace sonreír… Sin duda, no se habrá toreado nunca más bonito que ahora, porque el arte se perfecciona y porque eso es posible con un toro mucho más suave que se deja hacer.
Y eso, ¿qué consecuencias tiene?
Hay muchas corridas que están bien, donde cortan orejas y la gente sale contenta, pero no transmiten esa emoción que para mí es un elemento fundamental de la fiesta. No quiero tampoco el circo romano ni ser un bárbaro salvaje, pero el toreo no es un ballet. Es crear belleza pero sobre la base de un toro fiero, complicado, difícil, poderoso… Cuando un espectador de hoy juzga que un toro puede torearlo incluso él, ahí vemos el final de la fiesta.
¿Le produce nostalgia?
Hay un esteticismo creciente, un manierismo que ya observó Ortega y Gasset hace muchos años. Echo de menos ese sentido de la lidia de antes, donde todo respondía a un sentido, a una unidad, a una torería… Por ejemplo, antes era normal ver los tres quites, la competencia en quites, la rivalidad… Yo veo ahora una corrida esplendorosa y no ha habido ni un quite. Pues bien, eso no corresponde con mi idea de la lidia. Como el toreo se ha convertido en un espectáculo de masas, el efectismo predomina muchas veces.
Tampoco quiero parecer un viejo nostálgico. Me alegro de que los jóvenes vayan a la plaza y de que la fiesta sea un espectáculo con una enorme implantación social; pero echo de menos la lidia entendida como un conjunto más completo. Si los toreros ven que cualquier efectismo fácil tiene más éxito que la pureza y el clasicismo, se apuntarán a eso.
Cambiemos de tema: usted ha estudiado con gran profundidad la conexión existente entre los toros y la literatura en estudios críticos como Toros y cultura, Escritores ante la fiesta (De Antonio Machado a Antonio Gala) y Los toros en la literatura, incluido en el séptimo volumen de la enciclopedia Los toros, de Cossío.
Una cosa es cierta: el escritor ha de conocer ese mundo y vivirlo con naturalidad, porque si no se quedará en lo externo. Lo malo es que impresiona tanto lo externo que puede caer muy fácilmente en los tópicos… Hay otra complicación, y es que durante mucho tiempo se ha identificado tauromaquia con lo castizo, lo antieuropeo y lo reaccionario, y por eso muchos intelectuales volvían la espalda a la fiesta y no la conocían.
No pretendo hacer apologética ninguna, pero la lidia siempre ha sido un espectáculo popular español, que le ha gustado a unas gentes y a otras no. Suelo mencionar entre los aficionados a Ortega, a Pérez de Ayala, a Américo Castro, a Bergamín… ¿Representan ellos a una derecha cerril, castiza y antieuropea? Todo lo contrario.
Pero esos son los errores que produce una larga dictadura como la de Franco. Menospreciar muchas cosas nuestras no tiene sentido, y la tauromaquia no se puede identificar con una tendencia política reaccionaria de ninguna manera.
Muchos poetas se han identificado con los toros.
Para la poesía el tema taurino es adecuadísimo. Cualquier persona con sensibilidad poética que acuda a una plaza, descubrirá en la lidia momentos mágicos. Hay muchos y muy diversos rasgos poéticos en el toreo. Rafael Alberti lo ve como algo alegre, Lorca como algo trágico. Poniendo el acento en distintos matices, son numerosos los poetas que han expresado en su obra el tema de la fiesta.
¿Y qué me dice de los ensayistas?
Bien, los ensayistas han advertido el interés del arte de torear desde diversas perspectivas. Ritos y juegos del toro, de Ángel Álvarez de Miranda, es un ensayo fundamental para comprender las antiguas raíces de este espectáculo. El profesor Rodríguez Adrados también ha escrito unos artículos impresionantes sobre la tauromaquia en relación con los sacrificios rituales griegos… Por cierto, a propósito de esta prehistoria de la fiesta, me opongo a una cosa que sostiene mi querido amigo Fernando Sánchez Dragó, quien suele relacionar los toros con la España mágica.
¿Usted no cree en esa vertiente esotérica?
Tal como la conocemos, la tauromaquia es todo lo contrario. Es un fruto de la Ilustración y de la Razón. Surge en el siglo XVIII para codificar un espectáculo popular y crea, por tanto, la arquitectura más funcional con la cual regular una fiesta explosiva. Nos atrae ese elemento mágico e irracional, pero la lidia no es un puro caos. Antes al contrario, es un cosmos regido por unas leyes muy concretas y muy sabias.
¿Qué escritores modernos se han interesado por lo taurino?
Otro buen conocedor de los toros es mi amigo Antonio Gala, cuyo entendimiento de la tauromaquia no contradice su amor a los animales, su sensibilidad, su imagen exquita y refinada. Con él he ido a la plaza y alguna vez hemos participado juntos en coloquios taurinos. Gala hace una afirmación que es para mí un hecho, y es que por encima de diferencias políticas, ideológicas y económicas, dos cosas unen a los pueblos hispánicos, a un lado y otro del Atlántico: la lengua española y la cultura del toro.
Es algo que forma un arquetipo.
En Francia, donde la fiesta taurina vive un extraordinario avance, el toreo se identifica con el hispanismo. En una feria francesa hay banderas españolas e intentan imitar el ambiente de una feria andaluza. Lo mismo sucede con los escritores franceses seducidos por el arte taurino. Jean Cocteau se sintió atraído por el flamenco y los toros. En 1926 Montherlant publicó Los bestiarios. Y Jean Cau estuvo viajando con Jaime Ostos durante la temporada de 1960. Escribió Las orejas y el rabo y también otro libro, creo que aún por traducir al español, donde habla de Dominguín, Ordóñez y Hemingway, a quien critica con dureza.
¿Cree que este interés de los escritores franceses tiene un fundamento sólido o es más bien algo circunstancial?
El interés de artistas como Cocteau, Montherlant y Cau se debe a que los toros y el flamenco son asuntos muy serios, y no tenemos que avergonzarnos ni cuestionar en exceso el tópico, porque representan un arte típicamente español.
¿Qué le parece aquel best-seller de Dominique Lapierre y Larry Collins, O llevarás luto por mí?
Es una novela inspirada en la vida de Manuel Benítez “el Cordobés”. Es un libro que he leído detenidamente y me divierte mucho, pero como aficionado me molestan una serie de inexactitudes bastante grotescas, que ocurrirían igual si yo escribiese sobre un deporte típico francés sin conocerlo a fondo. “El Cordobés” es un caso muy interesante. Sin embargo, a pesar de sus méritos, no me gusta el tipo de toreo que practicaba, pues no responde a una línea clásica y cae en el tremendismo. También es cierto que todos los profesionales lo respetan mucho.
Era valiente y original. De eso no hay duda.
Existe un libro muy llamativo sobre su trayectoria, Así fue… El Pipo, Manolete, El Cordobés, escrito por el apoderado que lo lanzó al éxito, Rafael Sánchez “el Pipo”. Como es un libro que publicó el propio autor, apenas ha circulado y poca gente lo ha leído. En sus páginas cuenta “el Pipo” cómo lograba montar todo un número publicitario en torno al torero, aplicando técnicas de propaganda muy peculiares, próximas a la picaresca.
De todos modos, parece difícil llevar el tema taurino a la novela y al teatro con categoría literaria.
En la narrativa el gran peligro es derivar hacia el folletín o el melodrama, como sucede en El Niño de las Monjas, de Juan López Núñez. Es lógico que la novela reciente reaccione contra eso. Por ejemplo, Fernando Quiñones hace unos cuentos de toros que no son nada costumbristas. La lidia le sirve como metáfora de la vida, reflejando un conflicto humano donde el héroe se enfrenta con la tragedia, la muerte y el fracaso. De hecho, los cuentos de Quiñones le gustaron a Borges, que no era nada castizo ni costumbrista.
Modestamente yo he hecho algunos cuentos de toros en esa línea. La gente taurina se queda un poco asombrada con ellos, porque son como una tragedia griega. Al margen de que los toreros lleven traje de luces, la suya es una situación trágica absolutamente fecunda para la literatura.
¿Y el teatro? Se lo pregunto porque esa es otra especialidad suya.
La dificultad del teatro de asunto taurino se debe a que resulta muy difícil representar la tauromaquia con las limitaciones de un pequeño escenario. No obstante, en la literatura teatral de nuestro siglo existen obras que abordan el tema de la fiesta, como Los semidioses, de Federico Oliver, El caso del señor vestido de violeta, de Miguel Mihura, La cornada, de Alfonso Sastre, Tauromaquia, de Juan Antonio Castro, Coronada y el toro, de Francisco Nieva, y Ramírez, de José Luis Miranda.
Existe otro personaje excepcional que además de dramaturgo fue un torero mítico. Me refiero, claro, a Ignacio Sánchez Mejías.
Fíjate que él es una figura que encarna maravillosamente esa unión de tauromaquia y cultura de la que estamos hablando. Tuve la oportunidad de conocer a su hija en Sevilla. A mí no me gusta molestar a las familias, así que había terminado la biografía de Sánchez Mejías sin recurrir a sus parientes. Pues bien, la imagen del diestro que me dio su hija no cambió nada de la que me habían proporcionado Alfredo Corrochano y Marcial Lalanda. Su muerte trágica en el ruedo dio lugar a un mito, pero era sobre todo una persona de enorme inquietud cultural y vital.
En las fotos familiares aparece a caballo, nadando, con el equipo de fútbol del “Betis”, subiéndose a una avioneta… Era ese tipo de personaje que sin haber estudiado tenía una inteligencia extraordinaria, y eso lo confirman Jorge Guillén y Rafael Alberti. Es curioso: él le decía a su padre que estudiaba Medicina, cuando en realidad no había terminado ni el bachillerato. Y es cierto… en la vida ser inteligente es bueno para todo, pero para torear lo es aún más. Ante una situación trágica, rozando en la faena la posibilidad de la muerte, los inteligentes salen adelante. Sánchez Mejías era inteligentísimo y entendió muy bien lo que era ese grupo del 27, la España nueva y la modernidad.
Le gustaba estar con los poetas, pero no por pedantería o por hacerse propaganda. Simplemente, eran sus amigos y se divertía con ellos. Con esa inquietud, llegó un momento en que la tauromaquia se le quedaba corta y sintió la necesidad de hacer nuevas cosas en la vida. Entonces escribió teatro e incluso una novela que, por cierto, aún estoy buscando para leerla.
Casi es una obviedad preguntarle qué le llevó a escribir sobre este personaje…
Soy profesor de literatura y me gustan los toros, así que era lógico que acabase preparando un libro sobre Sánchez Mejías y un ensayo sobre el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de Lorca. Durante el año 1998 fui con el actor Pepe Martín a varios lugares donde yo comentaba el Llanto y luego el actor lo recitaba; es algo que le llega muchísimo a la gente. Sin embargo, se trata de un poema muy complicado de entender y hay muchas cosas que desentrañar en él.
Imagen superior: Andrés Amorós en el documental «El río que suena, reflejo del tiempo: Joaquín Díaz» (2014), de Inés Toharia Terán, dedicado a la vida la obra de Joaquín Díaz, figura clave de la cultura popular y la música española © El Grifilm Productions. Reservados todos los derechos.
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