Babel es palabra que en hebreo significa confusión y en babilonio (bab–ili), casa de Dios.
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Al llegar a Mesoamérica, los españoles se encontraron con unas pirámides que parecían egipcias y con una leyenda maya en la que Votan, el primer hombre, volvía de un viaje a tierras extrañas con el plan de construir una casa tan alta que llegara hasta el cielo para, desde allí, enseñar a cada tribu su lengua. Las lenguas legendarias resultaron incomprensibles entre sí.
Pero en América se registraron 170 lenguas reales y el contacto del español con ellas no fue insensible. El habla americana actual, de cadencias más amplias, frente a la monotonía (insistencia en una nota) peninsular, es buena prueba de ello, por no abundar en el tema del léxico. Los españoles que llegaron a las entonces denominadas Indias hablaban, más o menos, como los ladinos de hoy. Las diferencias provienen de una historia que el ladino no tuvo, que el español sí tuvo y en la cual América es un mediador decisivo.
La torre es un símbolo que aparece en casi todas las culturas como elemento legendario que delimita un lugar de salvación, defensa contra las catástrofes o atalaya guerrera. A veces ejemplifica la respetable nobleza y otras, la punible soberbia de los humanos ante las adorables y tremendas fuerzas sobrehumanas. De modo que ni la pirámide ni Babel eran exclusivas de la Ecumene europea. Pero la constatación –física, digamos– de esta dispersa pluralidad, fue América.
La época del Descubrimiento es, en dicha Ecumene, un tiempo de remoción, especulación y discusión en torno al fenómeno del lenguaje. Las seguridades del orden medieval se quiebran ante la cultura moderna del individuo autónomo, amenazada desde dentro por la Reforma protestante y, desde fuera, por el imperialismo turco. A esta triple desazón se suma la emergencia de ese espacio extraño y externo que es el Nuevo Mundo. El mismo Lutero llega a poner en duda que las 72 lenguas bíblicas sean las únicas que existan. Son las que conocemos, pero puede haber otras. Y sus hablantes ¿qué son, si no resultan meros monstruos? ¿Acaso ha habido otra Creación, que la Biblia no cuenta? La explicación de la Escritura no se sostiene como evidencia histórica y se desliza hacia el mundo del mito, cediendo el paso a una rudimentaria ciencia antropológica, basada en la comparación de los datos: hay que estudiar a quiénes se parecen los indios.
Erasmo quita cualquier realidad histórica a la torre de Babel, convertida en mera analogía alegórica, puesto que si Babel hubiera existido, no se habrían creado después de ella unas nuevas lenguas: las palabras tienen historia. Un poco antes, a comienzos del siglo XV, Lorenzo Valla encuentra que el lenguaje no es el mero reflejo del pensamiento, sino que produce unos dominios universales donde el hombre despliega su saber y su belleza. Sapientia est potentia, el saber es poder, asegura enseguida Roger Bacon. El conquistador renacentista es también un nombrador, para el cual el poder es saber. Todo hombre, aun fuera de la Revelación, tiene acceso a la verdad. El Inca Garcilaso, buen lector de los neoplatónicos florentinos, hallará que sus paisanos intuyen la existencia de un solo Dios verdadero antes de la predicación española, porque el mundo es uno y la ley natural, también. Y así en cuanto a la inmortalidad del alma y la resurrección universal.
No obstante, esta unidad no se da en el lenguaje. Si hubo una lengua ecuménica, se ha perdido para siempre, y no es ésta la menor perplejidad del racionalismo renacentista. En efecto ¿por qué hay variedad de lenguas si la razón y la humanidad son únicas? Moro, en isla de Utopía, propone una lengua universal artificial, mezcla de hebreo, griego y persa, intento destinado a fracasar varias veces en el barroco, porque una lengua universal sería intraducible, o sea que no sería una lengua. Lo que importa, en el Renacimiento, es entonces, la traducción: llegar a saber lo que saben los otros.
Para Leonardo, el lenguaje humano es proliferante y potencialmente infinito. Vuelve legible el mundo natural, pero no es una fuerza de la naturaleza, como tampoco del mero espíritu, porque arraiga en el cuerpo. Más que algo hecho por el hombre, es un factor o hacedor del hombre, uno de esos elementos que los griegos llamaban syndesmos, seres eróticos que unían la inabarcable diversidad de las cosas, al considerarlas como signos.
El siglo XVI es asimismo el siglo de lo que hoy denominamos lingüística comparada. El contacto de los europeos con lenguas ajenas a su Ecumene plantea una cantidad de problemas: teológicos, antropológicos, de historia sacra y profana, de cronografía universal. Se impone, pues, una lingüística del cambio, descriptiva, opuesta a la lingüística de la estabilidad, prescriptiva, propia del humanismo latinizante, ahora (entonces) también jaqueado, para colmo, por la recuperación y reincorporación del griego, que había sido soslayado a fines del medievo a favor del latín. De nuevo: ¿ dónde queda la originaria lengua de la humanidad, que podría recobrar cualquier niño criado fuera de la sociedad, suerte de buen salvaje antes de tiempo?
La pregunta correcta es la que se formula Hernán Cortés, admirado y a la vez apabullado por el esplendor de la civilización azteca: ¿de dónde provienen los indios? Han de ser descendientes de Noé, porque todos los hombres lo son, pero no pueden ser semitas. Acaso las Indias sean el Ophir bíblico. José de Acosta se inclina por la hipótesis de una emigración euroasiática, aunque ajena a las tribus de Israel. Por las dudas, el concilio de Trento castiga con anatema a quien celebre misas en lenguas vernáculas, porque nadie puede tocar sin permiso la Palabra. La Iglesia es una sola y su lengua también lo es. Los frailes y misioneros, por su parte, hacen de las suyas: estudian las lenguas aborígenes y catequizan en ellas. El número 72 cae por su (falta de) peso.
Enseguida viene el barroco, encantado por el exotismo, la divergencia y la proliferación, y se inicia formalmente la filología científica y comparada con Del origen y principio de la lengua castellana de Bernardo de Aldrete (1606). Los escritores del barroco, tanto españoles como americanos (sobre todo, mexicanos) desarrollan la moderna consciencia lingüística del castellano, porque entienden pertenecer a una historia que vuelve a expresiones prístinas como el refranero, mezcladas con la tradición italianizante introducida por Boscán, la novela de caballerías, la mística, etc. Lo que se dio en forma dispersa se convierte en confluencia y, en cierto modo, de ella vivimos.
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La lengua española del siglo XVI, aunque más nítida y segura que la medieval, está en constante evolución y no tiene criterios correctivos tan estrictos como habrá de tenerlos. Los límites entre lo culto y lo vulgar son menos precisos que serán. Por zonas, hay notables alteraciones fonéticas y no coinciden, por ejemplo, Castilla la Vieja con Toledo o Sevilla. Lo mismo ocurre con la sintaxis y la gramática. En general, el castellano se ha impuesto en el centro de la península, dejando la periferia a unas formas que empiezan a considerarse dialectales y arcaicas, como el leonés y el aragonés. Por ello, seguramente, alcanzan cierta intensidad los estudios científicos del idioma: Juan de Valdés, Cristóbal de Villalón, el citado Aldrete. Gonzalo Correas se ocupa del refranero y Sebastián de Covarrubias, en 1611, del primer vocabulario.
La baja Edad Media fue castellanista, por llamarla de alguna manera. Alfonso el Sabio recomendaba en el siglo XIII alejarse del latín, castellanizarse. Dante, por su parte, define a los españoles como los catalanes capaces de escribir poesía en lengua vulgar: Yspanos qui poetati sunt in vulgari oc (De vulgari eloquentia, XII, 3).
En el siglo XV, por el contrario, se propende a corregir el castellano desde el latín, evitando los barbarismos. Nebrijaescribe la primera gramática en lengua romance (1492). Luego lo harán Trissino en Italia, Meigret en Francia y Oliveira en Portugal. Contra Valdés, Nebrija propone la gramática como lugar de exploración de la lengua. El español es, para él, la restauración del romano, sin nada de gótico ni de árabe. En 1496, además, ya se cuenta con un Arte poética castellana, la de Juan del Encina.
Hasta el siglo XVII se sostendrá la tesis de Nebrija: el castellano es una corrupción del latín: cuanto menos corrupto y más latino, mejor. Juan de Valdés, en cambio (Diálogo de la lengua, 1535) dice que el castellano sólo es latino en parte porque las raíces griegas son anteriores. Su paradigma es una síntesis entre la elegancia de los escritores italianos y la concisión de los refraneros.
Como se ve, el castellano o español del siglo XVI es un espacio fluido, plástico, polémico. No se plantea, sin embargo, el problema de la lengua nacional, aunque se la proclame imperial. O por ello mismo: imperio es universo. Se supone, erróneamente, que todos los habitantes de España la hablan y se entienden con ella.
Sí, y fuertemente, se diseña otro problema, vinculado a la leyenda de Túbal el supuesto fundador de España: ¿qué lengua hablaba? ¿Latín, castellano, caldeo transformado en vasco? La invasión romana impuso el latín, pero éste no era hablado por el pueblo, que se expresaba en su lengua original, bien que impregnada por el latín de los funcionarios y los soldados.
El Quinientos ve, en España y Francia, el desarrollo de un movimiento racionalista y filosófico respecto a la lengua, quedando Italia relegada a un lugar atrasado y marginal. Nebrija (según la opinión de Francisco Rico) ocupa un sitio protagónico en la tendencia, pero no como castellanista, sino como gramático latino, y otro tanto ocurre con el Brocense. Si la época alfonsina fue plurilingüe, con el castellano como lengua de la corte y la prosa histórica, científica y jurídica, y vehículo de comunicación entre árabes y judíos (que rehusaban hablar el latín por razones religiosas), el Renacimiento imagina el dominio de la “lengua correcta”, o sea la única. Las Indias añaden un elemento de crisis a este esquema, porque incorporan nuevas y extensas zonas de habla castellana, muy alejadas del control metropolitano. El mismo Nebrija ha de aceptar en sus Reglas de ortographia (1517) que debe escribirse como se pronuncia, o sea sin excesiva homogeneidad. Disputan, entonces, los latinizantes como Alonso Venegas y Cristóbal de Villalón, con los fonetistas, como Fernando de Herrera, en tanto Valdés intenta eclectizar.
El español del tiempo es movedizo e inasible, a pesar de los intentos de encuadrarlo. En rigor, la codificación moderna será tardía, y ocurrirá a partir de la Real Academia, fundada en 1713, con sus textos reguladores: el Diccionario de autoridades (1726/1739), la Ortografía (1741), la Gramática (1771), la historia de Capmany Del origen y formación de la lengua castellana (1786) y la Poética de Luzán (1737).
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La época de la conquista, como respondiendo a un inopinado impulso poliglósico, es la de un rico movimiento de traducción que viene de la baja Edad Media. El canciller Ayala (traductor de Boecio, Tito Livio y Boccaccio), Villena, Mena, Fernández de Heredia, ofrecen versiones castellanas de Tucídides, Virgilio, Homero, Séneca, Platón, algunas directas y otras indirectas. Hallando tosco y pobre el romance, estos escritores especialmente letrados admiran la agudeza italiana, introducen latinismos, galicismos y construcciones culteranas.
Otro movimiento paralelo es el de los estudios clásicos en la corte de los Reyes Católicos: se aprende latín y se inicia la frecuentación del griego. A su vez, la lengua y la literatura españolas se difundían, con los Austrias, por una Europa en gran parte sometida al dominio español. Así ocurrirá con las novelas de caballerías, la comedia clásica, la picaresca, etc. Máximo ejemplo es la literatura bilingüe de Portugal: Camoens, Gil Vicente, Sá de Miranda, Rodrigues Lobo, etc. Habrá castellanismos en el inglés, el francés, el alemán. Sólo le disputa terreno, en obras de erudición o doctrina, el latín. Pero, una vez más, es Valdés quien reclama para el español el dominio en todo tipo de temas, superando el tajante dualismo entre lengua de literatura y lengua de pensamiento, romance/latín. Carlos V, con sus ambiciones de emperador europeo, dará el ejemplo de poliglosía imperial, a partir del francés aprendido en la etiqueta de Borgoña, el latín del derecho, el alemán como idioma paterno y el ecuménico español. La lengua de Castilla se expande por el mundo, se toca con incontables otras lenguas que, además, la penetran y modifica. Es un ejemplo moderno y vivo de experiencia babélica.
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La tradición en materia de traducciones es tan antigua, al menos, como la escritura. Se mitifica en la figura del dios egipcio Thot, un intérprete (traductor simultáneo diríamos hoy) entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Siempre se ha actuado, en este campo, conforme a una informulada creencia sobre el hueco virtual de una Lengua de las lenguas, el cual obliga a la existencia mutua y relativa de toda lengua, que lo es por referencia a la lengua del otro. Al bárbaro, finalmente, lo puedo traducir aunque desprecie lo que habla, y él me puede traducir. Sólo el idiotés habla una lengua de la cual es el único hablante y señor del código.
Ya en Babilonia hubo traducciones interiores al imperio. Las célebres tablillas babilónicas están escritas en acádico, arameo y fenicio. Algo similar ocurre con la piedra de Rosetta, que permitió a Champollion descifrar los jeroglíficos egipcios. Asurbanipal sabía las diversas lenguas que se hablaban en sus dominios y encargó algunas traducciones. Los textos budistas hubieron de traducirse al pasar de la India a la China y al Japón. En la China de Kublai Khan (siglo XIII, tiempo de la España poliglota de Alfonso el Sabio, Raimon Llull y Arnau de Vilanova) funcionó un instituto de traductores. San Francisco Javier, en el siglo XVI, hizo traducciones del japonés al latín y al portugués.
En Roma se disputó en torno a la autonomía del latín, considerando los castizos que el griego era una lengua bárbara, pero acabó imponiéndose el criterio ciceroniano de que todo hombre culto debía saber griego y tenerlo en cuenta como modelo de corrección para el latín. La extensión del imperio obligó a la poliglosía a los romanos, que inventariaron y localizaron las distintas lenguas habladas en sus dominios. Un siglo antes de Cristo, Mitrídates, rey del Ponto, llegó a expresarse en veintidós idiomas. Al final del imperio, en Roma ya no se estudiaba el griego y proliferaron las traducciones latinas, destacando en el siglo IV Rufino de Aquilea y luego San Jerónimo con su Vulgata.
Las Escrituras y su difusión fueron otro espacio privilegiado de traducciones. El Antiguo Testamento conoció versiones griegas precristianas. En el siglo II se empiezan a pasar los textos sagrados del griego al arameo oriental, en Siria. En el VII, los nestotrianos llegan a la China con sus textos siríacos.
Esta labor de traslado lingüístico modifica la concepción cristiana de Babel. No hay ya confusión sino división de lenguas, sostiene Rodrigo Jiménez de Rada en el siglo XIII y algo similar rubrica el Papa Inocencio III. La diversidad empieza a verse como un don divino y no como un castigo de Dios a la soberbia humana. En la citada época, los viajeros europeos llegan al Extremo Oriente (a partir de la expedición a la China de Giovanni di Piano di Cárpine) y traducen del mongol al latín y de éste al ruso y al persa. El impulso no es misional sino comercial y diplomático. En el siglo XV empiezan a publicarse vocabularios en dos o tres lenguas, tomando como paradigmas el griego y el latín, para normalizar y racionalizar las “lenguas bárbaras”. Ejemplos precoces: el checo Sigmund Gelenius y el español Alonso de Palencia.
Como se ve, la conquista americana se da en plena efervescencia del traduccionismo y hay un buen suelo para emprender el estudio de las lenguas aborígenes. Éstas, en general, carecían de escritura y, aunque había lenguaraces, no consta que se conociera la traducción escrita. Los españoles llevan a América la torre de Babel. Y allí, también, la encuentran.
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Traduccionismo y comparatismo ponen de relieve un viejo tema, el de la lengua originaria y la primacía de una lengua sobre otras. Los antiguos griegos ya separaron el habla, de origen divino, de la escritura, obra humana. Lo recibido, inalterable y mítico, por un lado; por el otro, lo inventado, modificado e histórico. Por el contrario, en el judaísmo primitivo se forja una tendencia que desaconseja aprender griego, porque el hebreo es la lengua hablada por Dios a los hombres. El hebreo resulta ser prebabélico y los judíos, ajenos a la famosa torre, en cuya construcción no han intervenido, ya que es obra del satánico Nimrod. Hasta hubo jugosas discusiones teológicas sobre las palabras que usaron los ángeles o Adán.
Orígenes, fundador en el siglo III de la etimología cristiana, sostiene que Dios no lo es de ninguna lengua en particular, sino de todas y cada una de ellas, pues es el creador de la diversidad. Eusebio de Cesarea y Atanasio de Alejandría(siglo IV) creen en la expansión universal del cristianismo a partir de la variedad humana. Babel deviene una alegoría de esa humanidad que, hablando diversas lenguas, llega al Cielo y se reconcilia con el Padre a través del Hijo, que es la encarnación histórica del Logos. En el mismo siglo, algunos teólogos como Gregorio Nacianceno se inclinan a pensar que Dios no habla ninguna lengua en particular, sino que es la ratio universal que anida en todas las lenguas.
Queda en pie, no obstante, la discusión sobre si hubo una lengua original (arameo, hebreo). En cualquier caso, si la hubo, se perdió en Babel. Pero el mito del origen sirve a las concepciones nacionalistas que empiezan a forjarse a fines de la Edad Media: cada pueblo se arroga la calidad de heredero de la lengua original, restaurador del origen. Al–Farabí, en el siglo XI, reivindica para el árabe la condición de lengua paradisíaca. Al tiempo, Firdusi lo hace con el persa.
En contra y de a poco, por influencia del helenismo, se va pensando que el lenguaje no es un evento de naturaleza religiosa y que la Creación no se hizo por la Palabra, que no podía existir antes de la Creación. Dios es unidad y la palabra es escisión. Si acaso, la Creación es obra del Logos, que no tiene traducción a ninguna lengua, sino que es el conjunto de las lenguas. Babel resulta ser su alegoría. Beda el Venerable (siglo VII) ya había llegado más lejos: el hebreo es un invento de Noé y antes del Diluvio los hombres carecían de lenguaje (apostillo: eran escasamente humanos, entonces).
En la alta Edad Media es indiscutible la división entre los que hablan latín y los bárbaros, ajenos a la Ecumene que hereda al Imperio Romano, con el añadido de ser el latín la lengua de la Iglesia. Pero ya Gottschalk de Orbaiscuestiona estos principios en el siglo IX, opinando que no hay una lengua sagrada y que las lenguas son equivalentes, por lo que inicia su estudio comparado (hebreo, griego, latín y caldeo). Cirilo y Metodio, en el mismo siglo, predican el cristianismo en lenguas eslavas. La gramática es la misma en todas las lenguas y la traducción, obra humana, mejora el original, lo desarrolla y moderniza. Más o menos lo que había asegurado San Jerónimo y, a la vuelta de los siglos, reiteran Borges y Valéry.
Teológicamente, entonces, las lenguas son indiferentes. Pedro Abelardo (siglo XII) acepta que Dios otorgó a Adán el don de lenguas, pero que las lenguas particulares son obra humana y tienen una historia comparable, pues el intelecto es parte de la dignidad correspondiente a todos los hombres. ¿Para qué quiere Dios una lengua con la cual entenderse entre los ángeles, si le basta la pura inspiración? La verdad de Dios no está en el lenguaje sino en el conjunto de todo lo creado. Por tanto, el lenguaje es humana demanda, humano desafío.
En la baja Edad Media, el mito de Babel empieza a declinar y el lenguaje pasa al dominio de una ciencia que despunta, llamada al principio dialéctica y que hoy denominamos lingüística. El mito sustitutivo es el Arca de Noé, pues el Arca contiene en potencia el conjunto de la humanidad moderna, con todas sus razas y todas sus lenguas. El Arca es una nave y se desplaza por las aguas diluviales como la historia, trazando un viaje hacia la refundación de la especie humana. Mientras las lenguas tienen historia, sus estructuras comunes son constantes e intemporales, por lo cual pueden estudiarse científicamente. Una cosa es el lenguaje, extrema abstracción, y otras son las lenguas, extrema singularización concreta. Asimismo se escinde la lengua materna como habla, del idioma como lengua literaria. A fines del siglo XIII ya aparecen los primeros estudios fonológicos.
Como síntesis quizá convenga recordar las reflexiones de Dante, si no muy novedosas, al menos de una brillante precisión. Hubo un lenguaje originario, de carácter sobrenatural, que se ha perdido para siempre, o sea que es como si no hubiera existido nunca. Las lenguas que conocemos vienen de Babel y no tienen origen sino deriva. Si el hombre produce lenguas diversas es para compartir su saber con los demás. Dios ha creado al hombre y la naturaleza. Y ésta, el lenguaje, que no es obra divina. Opera naturale è ch´uom favella.
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Dije antes que América puso en cuestión, entre otras cosas, el número cerrado de las lenguas que viene de la Biblia, el célebre 72. Su historia es larga y profusa. Me permito, apenas, rescatar unos pocos episodios de ella.
En el antiguo calendario chino, con semanas de cinco días, el ciclo anual tiene 72 semanas, de modo que este número simboliza la parábola del ciclo completo, la perfección. La tortuga sagrada que halló Chuang–Tse tenía 72 oráculos. También en la India de los vedas y los cultos budistas es sagrado el 72. Quizá sea una importación babilónica, como la que aparece en la Biblia. En Persia había 72 columnas que sostenían la sala introductoria del castillo real de Persépolis, y las oraciones se dividían en 72 partes. Un escrito hermético del siglo II pone en boca de Pitágoras un poema de 72 versos.
En el Antiguo Testamento el número sagrado parece ser más bien el 70 y no el 72, que se menciona pocas veces. No obstante, los pueblos y lenguas (en hebreo, literalmente, “labios”) que huyen de Babel son 72. Las tribus de Israel envían a Alejandría a 72 traductores, que cumplen su trabajo en 72 días. Abraham adoctrina a 72 conversos.
El número también aparece en los mitos astrales de Egipto. Claudio Ptolomeo sostiene que las partes originales del mundo son 72, y los gnósticos alejandrinos recuentan 72 nombres de Dios. Cada uno tiene 72 impronunciables letras, que contienen a todas las lenguas del mundo. Los primitivos cristianos, dando crédito al numerito babélico, creían que Cristo había enviado a 72 discípulos a predicar la Buena Nueva por el mundo.
Pero, claro, las lenguas de América descuajan la intocable cifra. El mundo cerrado del medievo se quiebra y se abre a las incertidumbres de la modernidad, la historia como un proceso igualmente abierto. Las cuentas no salen y hay que operar con nuevos códigos.
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La formación de una consciencia lingüística moderna no es pacífica. A la tendencia universalizadora, racionalista, comparatista, traduccionista, etc., opone el movimiento contrario, que es la formación del Estado Nación igualmente moderno, con su secuela cultural fuerte: la fundación de lenguas y literaturas nacionales. Lo nacional implica límites, que se van a buscar en un espacio supuestamente decisivo y fundante, con objetivos de exclusión y de exclusividad.
Ya desde Carlomagno existe un interés por el lenguaje y el arte verbal vernáculos. Se recopilan sagas y leyendas, y se intenta una gramática del habla de los francos y los germanos. En el siglo IX, reinando en Castilla Alfonso III, se escribe la Crónica profética, obra quizá de un mozárabe de nombre Dulcidio, donde se sostiene que Spania (sic) existía ya en la mítica Gog. Los franceses, más modestos, se remontan no más que a Troya, tal vez siguiendo el modelo virgiliano (cf. Ademar de Chabannes: Liber historia francorum, siglo XI). En el siglo XV, Rodrigo Sánchez de Arévalo rejuvenece un poco a España, atribuyendo su fundación a Túbal, anterior a los romanos y aun a los troyanos, pero sin ir mucho más allá.
Si bien en la baja Edad Media los países son multilingües, se comienza a construir el vínculo entre lengua y territorio, que desembocará en la idea de la lengua nacional. Babel se transforma en la imagen de un conjunto humano asentado en un lugar donde se construye una ciudad, y el fundamento se halla más frecuentemente en la citada Troya, apartándose de los sitios bíblicos.
En lo que concierne a España, hasta que Aldrete fija el carácter neolatino del castellano y rechaza cualquier propuesta de lengua originaria, se discute si ésta es el vasco (cf. Lucio Marineo Sículo y Andrés de Posa, siglo XVI) o el mismo castellano (López Madera, basado en los pintorescos “plomos del Sacromonte”).
Aldrete, aceptando el carácter “corrupto” del castellano, peralta su sesgo histórico y metamórfico: como resultado de una alteración, está sujeto a más alteraciones. Y vaya si el barroco no se encargará de subrayarlas. Vico, a fines del período, sostendrá que, realmente, nunca hubo una lengua original, que se trata de una ideal. Nada más, nada menos. En un típico concetto de la época, el pensador napolitano pone el origen como una meta. Con ello, lo originario no está al principio, sino en un supuesto final, como acicate de la historia. Llegamos a tener origen porque no lo tenemos, y en ese juego pasa el tiempo trazando su diseño histórico. La lengua original, la lengua de las cosas mismas, está perdida para siempre y esa pérdida es, por paradoja, un tesoro del deseo que mueve a la palabra, el fantasma de toda traducción.
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La sustitución, en los albores de la modernidad, del mito de Babel por el del Arca de Noé, significa que el mundo admite más de una fundación y puede renovarse. América aporta el paisaje de la renovación primaveral de la modernidad: el Mundo Nuevo. Si la Creación está dada por Dios, la recreación es obra humana. En ese espacio sin historia que son las Indias, está para algunos el lugar de Utopía, la fundación de una sociedad a partir de su propio grado cero. De hecho, América se estructura por una abigarrada serie de fundaciones: 250 ciudades en los primeros 80 años de la conquista. Fundación es, también, nombramiento, designación del lugar, apoderamiento por el nombre y señorío imperial a partir de una lengua común. Esta lengua común, mechada de impregnaciones indígenas, inventa el continente, lo unifica, intercomunica sus regiones, lo mismo que la navegación y los caminos de tierra.
A la vuelta del tiempo, esta América que empieza siendo babélica, convertirá el español en la lengua de la independencia, ya que después de ella, se transforma en la lengua mayoritaria de los nuevos países. Más aún: si se considera el proceso de una lingüística iberorrománica, hay que darle comienzo en la primera mitad del siglo XIX y fuera de España. Los estudios comparativos entre el sánscrito, el latín vulgar, el castellano, el vascuence y el bereber provienen de la gran escuela romántica alemana: Diez, Meyer–Lübcke, Gröber, Schuchardt, Baist, Cornu, Gessnery, para el área portuguesa, Carolina Michaelis. En el mundo hispánico, en gramática y sintaxis, de América, con Andrés Bello y Rufino Cuervo. En dialectología, volvemos a los pioneros alemanes, como Lenz y Hausenn en Chile, y Munthe y Wulff en España. Sólo en el 98, con Menéndez Pidal y su nutrida y magnífica herencia, España se incorpora al trabajo, sin olvidar la tarea contemporánea, en Cataluña de Alcover y Pompeu Fabra.
Babélico es el destino histórico de América, desde que Blas Valera se pone a hacer pinitos de comparatismo en el siglo XVI, entre el quechua, el latín, el griego y el hebreo, y cuando en el barroco se dan escritores poliglotas que fijan en la escritura las lenguas indígenas, como el padre Anchieta en el Brasil. Babel es la historia, esa torre que, según Hegel, construimos entre todos para llegar, alguna vez, al inalcanzable Cielo.
Bibliografía
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Steiner, George: Después de Babel. Aspectos del lenguaje y de la traducción. Traducción de Adolfo Castañón. FCE, México, 1981.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.