Basada en el épico manga del mismo nombre, esta obra maestra del cine de animación se convirtió instantáneamente en un clásico del ciberpunk. Sin duda la obra más influyente del anime japonés, Akira atrajo la atención de muchos fans europeos y norteamericanos de ciencia ficción hacia una larga tradición estética japonesa representada por obras de gran imaginación, repletas de acción furiosa, batallas espectaculares, e historias de convincente especulación científica.
Una de las alegrías que puede proporcionar Akira es el mostrársela a alguien cuyo único contacto con la animación hayan sido las películas de Disney y los dibujos de los sábados por la mañana, porque ese alguien se hallará totalmente desprevenido para lo que se le viene encima: un anime (dibujo animado japonés) algo desorganizado, muy violento y deslumbrante, una película que fue al género lo que 2001: Una odisea del espacio supuso para la ciencia ficción en general. Cuando fue estrenada, el film puso de manifiesto que el anime era capaz de algo más que entretener: era arte de verdad. Esto es, si puedes soportar la violencia.
Ya hablamos en otro artículo sobre la importancia del cómic Akira. Cuando se inició el proyecto cinematográfico, a Katsuhiro Otomo aún le faltaban varios años para finalizar la historia en la versión dibujada y, además, hubiera sido imposible traspasar todos aquellos miles de páginas a una película de duración razonable. Así que, respetando las líneas generales del manga y sus personajes centrales, reescribió el guión con un resultado que se presta a controversia.
La película comienza con dos bandas de motociclistas atizándose de lo lindo en las autopistas de Neo-Tokio en 2019 (el Tokio original había sido pulverizado en lo que parece ser una explosión nuclear que precipitó la III Guerra Mundial). Esas escenas están desarrolladas con una espectacular atención al detalle, más incluso que si se hubiera tratado de imágenes reales. Es durante esa persecución en moto cuando uno de los pandilleros, Tetsuo, se encuentra con un extraño niño albino de aspecto avejentado con poderes telequinéticos, cuyas habilidades despertarán a su vez los poderes latentes de Tetsuo.
A medida que el joven fortalece sus poderes, se convierte en un peón de la guerra que libran las autoridades militares de Neo-Tokio, los revolucionarios anarquistas y los corruptos políticos. Todas estas fuerzas se van enfrentando unas con otras intentando hacerse con Tetsuo quien, tras años de ser un segundón en la banda de motoristas y enloquecido por los nuevos poderes que han despertado en su interior, tiene sus propios planes.
Su amigo y líder de la banda, Kaneda, lo busca para salvarlo, viéndose por el camino involucrado en las actividades de un grupo de terroristas. El tema clave de la película es el alzamiento de los oprimidos y su torpe comportamiento al tratar de compensar años de opresión, la fragilidad del mundo material y, sobre todo, la batalla de voluntades entre Kaneda y Tetsuo, cuya amistad ponen a prueba los celos.
El problema es que, como en muchos films clásicos de la ciencia ficción, de Metrópolis a Star Wars pasando por Blade Runner, la historia no es el punto fuerte de Akira, especialmente los enloquecidos últimos veinte minutos, cuando el infierno se desata en el Estadio Olímpico de Neo Tokio. Exige del espectador que no haya leído el manga una atención extraordinaria y, aun así, el argumento puede resultar incoherente y poco claro.
Y es que, como sucede con casi todas las películas importantes de ciencia-ficción de aquellos años, su grandeza reside en el aspecto visual, en la descripción del entorno sobre el que discurre la acción. Y, desde luego, en eso consiguió plenamente su objetivo, porque, como hizo en el cómic, Otomo creó para la pantalla un montón de escenas visualmente impactantes que permanecen en la retina de todo el que haya visto la película; desde el apocalipsis desatado por Tetsuo hasta el combate en las alcantarillas a bordo de motos voladoras o el oso de peluche gigante del que mana leche como si fuera sangre.
Con un presupuesto record de 10 millones de dólares, Akira fue la película de animación más cara de la historia. Y el dinero fue bien invertido: su técnica igualaba y superaba todo lo que había salido de la factoría Disney y otros productores de animación occidentales, y su sofisticada historia, llena de personajes complejos y escenas de violencia explícita, atrajeron a un público tanto adolescente como adulto. La película constaba de más de dos mil planos distintos (triplicando lo normal en un largometraje), en los que se volcó una amplísima paleta de 327 colores que llenaba de texturas el paisaje urbano de Neo Tokio, texturas que completaba la inquietante y poderosa banda sonora apoyada en la percusión y los sintetizadores.
Tras su estreno en Tokio, Akira reventó los records de taquillaje para una película de dibujos y animados. Su posterior éxito en Norteamérica hizo que comenzaran a circular rumores sobre un proyecto de película de acción real, pero el presupuesto necesario, superior a los 300 millones de dólares, aconsejó a los magnates de Sony archivar el asunto. Tanto si es cierto como si no –y parece que en los últimos tiempos, gracias al desarrollo de los efectos digitales, se vuelve a barajar tal posibilidad‒ esta película no debería ser adaptada de ninguna forma.
El anime había sido, hasta la llegada de Akira, mercancía barata de importación para las televisiones occidentales de los años sesenta y setenta. Pero con esta película y su Neo Tokio futurista, todo cambiaría: serviría como molde y referencia estilística para una nueva generación de cineastas norteamericanos, incluyendo a las hermanas Wachowski, que devolvieron parte de la deuda contraída con Akira en The Animatrix, pequeños cortes de animación al estilo japonés situados en el universo Matrix. Akira fue –y en gran medida sigue siendo- el culmen del anime.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.