Una semanita en París. Aprovecho para revisitar los lugares proustianos. El pueblo de Illiers (hoy también, Combray, como en la novela) me recuerda a un modesto barrio de Buenos Aires, Villa del Parque, Proust iba allí, de niño, a visitar a su tía Amiot (la tía Léonie del libro, más o menos). Volvió una vez sola, siendo mayor.
En París, su vida casi no sale del octavo arrondissement. Hizo una escapada a Venecia, visitó algunas catedrales góticas francesas. Estuvo veinte años encerrado en un polvoriento piso, viviendo de noche, vestido con la moda de cuando empezó su retiro, agonizando, asmático y cardíaco, construyendo su gran epopeya de la memoria y la interioridad.
Renovado asombro ante este artista que anduvo tantísimo y tan poco. De la puerta modestisima de tante Léonie salió, hacia 1880, un camino imaginario que llegó hacia 1960, al porteño barrio de Almagro, en cuya biblioteca leí el primer tomo de la Recherche, traducida por Pedro Salinas.
Ahora, tanto tiempo después, me devuelve al punto de partida que, proustianamente, no existe. No hay un equivalente español de esta obra. Se dirá que hay pocos libros comparables a esta “ópera única”, pero si pensamos en el italiano Svevo o en el apátrida irlandés Joyce se vuelven a aparecer ante nuestros ojos los espacios interiores de la memoria inconsciente, donde Proust levanta sus arquitecturas, sus catedrales intocables, y traza sus intocables caminos: Swann, Méséglise.
Los relatos que la literatura española ha construido y en los que puede aprisionarse una época, apelan más al afuera que al adentro, son más imitación pictórica que arquitectura o música. España es país de mejores pintores que novelistas o músicos. Reléanse, en orden o desorden, El laberinto mágico de Max Aub, Vísperas de Manuel Andújar, La forja de un rebelde de Arturo Barea, Crónica del alba de Ramón J. Sender, Cuatro en la piel del toro de Clemente Cimorra, hasta la misma Antagonía de Luis Goytisolo: son peores o mejores variaciones de los episodios galdosianos: lo visible de un tiempo y unos personajes sólidos y prototípicos, que sólo existen para acreditar la acción.
Proust no retrata una época, sino que la radiografía y la fantasmatiza. Cuando volvemos a sus lugares y a sus “modelos”, los hallamos irreconocibles, como ellos mismos.
Laure de Sade, marquesa consorte Adhéaume de Chévigné, se quejaba a Jean Cocteau de lo “mal” que la había retratado Proust en su libro. Y así nos sorprendemos de que ninguna sonata sea la de Vinteuil, ningún cuadro los de Elstir y que Bergotte no se parezca a Anatole France.
La escalera por la que el niño espera a su madre que viene / no viene a besarlo para que se duerma es, en Illiers, igual a cualquier escalera del mundo. En el libro, un fantasma único. Quizás, en el último espejo de Francia y España, la diferencia esté en cierta capacidad para quedarse a solas consigo mismo, con ese otro desconocido y entrañable en cuya recherche partimos.
Imagen superior: vista de Illiers, con la iglesia de Saint-Jacques al fondo (Autor: Oxxo, CC)
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.