El 14 de enero de 1895 Marcel Proust publicó en el periódico Le Gaulois un artículo titulado «Un domingo en el Conservatorio».
Proust no era todavía Proust, es decir que no había compuesto su gran obra En busca del tiempo perdido, que empezó a ocuparlo hacia 1908. Sin embargo, la viñeta que contiene aquella página bien podría estar en su novela, donde la música aparece en abundancia y hasta ayuda al escritor a componer la vasta sinfonía que es el conjunto.
La anécdota es sencilla: el cronista llega a la sala del Conservatorio de París donde se ofrece un concierto orquestal. En el programa figura la quinta sinfonía de Beethoven.
Dos amigos acompañan a Proust. Los tres se ensimisman en recuerdos y problemas personales. Una señora conversa en un palco con los cuatro invitados de la cena que seguirá al concierto. De pronto, el narrador se levanta de su asiento, sale al pasillo y se encuentra con un conocido.
La charla los distrae y no advierten que ha comenzado la música. No puede el narrador entrar en la sala y se contenta con percibir confusas armonías y mirar por una rendija del cortinado, en un ejercicio muy proustiano de espionaje novelesco: el mundo cabe en el ojo de una cerradura.
Rapto místico o efecto de una droga súbita y eficaz, la música había transfigurado a la multitud en una suerte de ejército que contemplaba el mundo desde la cresta de una suprema muralla. A lo lejos, todo podía estar ocurriendo: los preparativos de un combate, un baile cortesano, una serenata de amor, unos funerales, la cotidiana y extraordinaria salida del sol. Militancia inmóvil es la fórmula de esta pacífica tropa.
La componen unos soldados alegres o abatidos, pero que viven su sentimiento en el encierro íntimo de cada cual. «Todos estaban más bellos que antes, despojados -por decirlo así- de sus circunstancias particulares y tan lejos de sí mismos como para aparentar la lejanía del pasado.»
Aquí está lo cardinal de Proust: el temblor del pasado que se percibe en la hondura del sujeto y que no es el pasado que recordamos sino el que ignoramos, como si fuera el pasado de otro. La música es la vía regia de acceso a esa otra realidad que es, quizá, la auténtica, la que percibimos a rachas, de vez en cuando, en los momentos áureos y privilegiados de la vida.
Los griegos inventaron una decisiva palabra para designar ese ejercicio que consiste en salir de sí mismo, alterarse y perderse para encontrarse: entusiasmo. Sustancias químicas, raptos eróticos y éxtasis místicos nos fuerzan a conseguir ese acceso a la vida quizá verdaderamente verdadera que lo cotidiano nos impide, vivir.
La música, sin alterar nuestros metabolismos, sin intoxicarnos ni exigirnos la concentración excepcional del amor o la visión mística, la generosa música nos lo ofrece cada vez que nos encontramos con ella.
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