Siempre ha provocado una especial fascinación el conocimiento de los personajes famosos en la corta distancia. Pareciera que la grandeza exige la lejanía y que la proximidad la destruye, de modo que vale evocar el tópico de que cualquiera es pequeño para su ayuda de cámara.
Un secretario de Anatole France inventó la figura del escritor en pantuflas. Tom Antongini, secretario a su vez de Gabriele D’Annunzio, acreditó el género en el XX. Más atrás contamos con el ejemplo de Goethe, cuyos libros de conversaciones con diversos interlocutores ocupan cinco tomos en la edición Biedermann.
En el otro extremo cuentan los grandes nombres de las literaturas occidentales de los que poco o nada conocemos. Homero ¿habrá existido alguna vez? ¿Qué sabemos de Virgilio, de Shakespeare, de Cervantes?
Ninguna de estas ignorancias impide que nos encontremos con el sujeto Shakespeare o el sujeto Cervantes, imaginariamente presentes en cada uno de sus textos. No obstante, la curiosidad sigue en pie.
Pocos escritores han hecho nada por su notoriedad y acabaron siendo la comida de las fieras del periodismo, como Borges, autor de una obra hiperletrada y superescrita que conocerán uno de cada mil impertinentes que le pidieron autógrafos, declaraciones o fotos. Libros de conversaciones y biografías objetivas o personalísimas sugeridas por Borges, son ya abundantes. De las últimas rescato, por su dignidad y el evidente cariño personal que trasunta, Borges a contraluz de Estela Canto.
El señor Borges resulta de entrevistas que el biógrafo Alejandro Vaccaro hizo a Fanny, la asistenta que convivió con Borges los largos treinta años finales. Fanny jamás leyó lo que «el señor» escribía. Tanto le daba que su empleador fuera letrado o dentista. Por eso, su retrato, hecho de rasgos fugaces y observaciones sinceras, cobra un interés oblicuo.
No abundan las novedades. Un Borges sometido a la dictadura de las mujeres es archiconocido. Su madre, su hermana, luego las novias que le cultivaban su vocación por el infierno femenino, el efímero casamiento con Elsa Astete, todo ello es consabidamente borgeano. Menos lo es, quizá, su relación con María Kodama, que sale muy mal parada.
Kodama se apoderaba de cosas de Borges, le hizo cortar sus amistades, acabó liquidando sus bienes tangibles y despidiendo a Fanny para seguir cobrando los derechos de autor. No quito ni pongo al testimonio de Fanny pero me pregunto si no fue el propio Borges quien instrumentó a Kodama para cortar con un pasado que lo agobiaba, ya con las cervantinas ansias de la muerte que lo empujan a terminar en la ciudad de su adolescencia, Ginebra, reducido a cenizas en un cementerio ecléctico, donde caben cristianos de diverso matiz y agnósticos como el autor de El Aleph.
No faltan trapos sucios a punto de colada en este libro. Sobre todo, no falta una suerte de cultura ascética de la crueldad que cae desde la altura de unos ancestros militares sobre el inerme letrado que cuenta las sílabas en la vana noche.
Otro caso es el de Céleste Albaret junto a Proust. No digo que la buena y celestial señora (valga el significante) fuese una colega de Proust pero sí que lo ayudó a escribir al dictado ese texto que no alcanza principio ni final determinados y que el autor corregía despiadadamente.
Poco y nada tienen que ver, por otra parte, Proust y Borges como escritores. El uno, responsable de un largo libro axial que Borges jamás leyó; el otro, devoto de la brevedad y de las notas marginales. Sin embargo, una suerte de vocación por el malestar, proveniente de la Via Crucis del cuerpo, y hasta una cierta moral de la angustia los asemeja. El uno, encerrado por la ceguera en la porteña calle Maipú; el otro, encerrado por el asma en el parisino Boulevard Haussmann.
La ecología de la escritura es la misma: una celda monástica donde la palabra se depura y el mundo calla. Desde ese silencio, la palabra vuelve al mundo hecha literatura.
Con Céleste, aunque ayudada por los añadidos del editor, sí podemos aproximarnos al proceso de escritura de Proust. Mal alimentado por un café con leche y un croissant, dopado con los humazos de los polvos antiasmáticos, su voz salía hasta las manos de Céleste. Recibía a escasos amigos pero a ella la veía a diario. Fue una suerte de madre sustituta, sin el carácter fatal que toda madre tiene, pero entremezcló su escritura con la de esa mujer como había hecho con su mamá traduciendo a Ruskin. Ese cuerpo exhausto y febril tenía una memoria sobreexcitada, la que iba construyendo el pasado, recobrando el tiempo perdido.
A veces le pedía a Céleste que le trajera determinadas comidas del Hotel Ritz para recordar mundos disueltos en el tiempo. Pero había más: en esa soledad laboriosa, Proust se cobraba el precio que ese mundo efímero de la preguerra le debía.
Él también fue despiadado en la corta distancia y vaya que no molestó a sujetos titulados como Robert de Montesquiou y la condesa de Chévigné.
Al revés que Fanny, Céleste no sufrió entrando en la casa de su señor. Enseguida se hizo partícipe de sus necesidades y sus manías, como si fuera un auténtico hijo suyo, hecho a su imagen. Hasta cuando el marido de Céleste lo sacaba a pasear en coche para recuperar lugares de su memoria, ella estaba a su lado, ajustándole una bufanda, abotonándole el abrigo que llevaba en invierno y verano.
A cuarenta años de su muerte, Roger Stéphane filmó un documental de televisión donde testimonian sobre Proust, entre otros, Mauriac, Cocteau, Morand, Lacretelle y su mujer, la princesa rumana Soutzo.
Al final, Céleste cuenta los últimos momentos de Proust. El tiempo no consigue alejar la presencia de esa muerte. Céleste llora. Mucho de ese llanto contenido tienen las páginas de Monsieur Proust, aunque no todas se deban a Céleste. No importa. El documento se sostiene y retrata una de las empresas más estrictas y potentes de la literatura contemporánea.
Imagen superior: Jorge Luis Borges en la Biblioteca Nacional. Autor: Eduardo Comesaña, 1971 (Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires).
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