Hernán Migoya
En Tatuaje (Norma Editorial, 2017), Bartolomé Seguí y yo hacemos un modesto homenaje a la cantautora Cecilia: durante una escena, la novia de Pepe Carvalho, Charo, prende su pitillo con un fósforo mientras conversa, así que me lancé a explorar y encontré que el mismo año en que se desarrolla la narración, 1974, se expidió una serie de cajas de cerillas con retratos de cantantes españoles.
Escogí el de Cecilia por la admiración que le tengo y porque personificaba la modernidad que trataba de abrirse paso en el país: una artista que envolvía sátira y veneno en el inofensivo disfraz de la música melódica y que a su modo antecede en dos décadas el pop independiente. Su voz me acompañó toda la niñez, yo tarareaba «dama, dama, de alta cuna, de baja cama» mientras mi madre se hacía la despistada, en nuestras lejanas tardes de deberes del cole, vapores de plancha, Elena Francis y tele en blanco y negro.
Ya por entonces sabía que Cecilia estaba muerta: como Nino Bravo, era otro fantasma surgido de un fatal accidente de tráfico. De niño siempre me preguntaba por qué no prohibían los coches, si mataban tanto. Ahora ya me acostumbré a la estupidez adulta.
La imagen de Cecilia encendiendo un fósforo la he tomado precisamente de su gracioso videoclip para «Dama, dama», un tema que siempre me fascinó:
La ironía perversa de «Me quedaré soltera» también me parece un buen aperitivo para recordarla:
Cecilia tendría hoy 69 años. Su madre murió en 2013 a los 97 y su pareja de entonces es otro compositor, recluido pero omnipresente, de música pop en español: Luis Gómez Escolar, el Fantasma de la Ópera de nuestra cultura.
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