Suicidado profesionalmente John Milius y literalmente Tony Scott, el heredero genuino de las macho movies hollywodienses es ahora mismo el director Peter Berg. Sólo él sabe ofrecer ese cóctel de brío narrativo, testosterona desatada y homosexualidad latente que caracteriza el subgénero (con permiso, claro, del Ayer, que veremos cómo se reinventa hoy tras el Patacazo Suicide; y de la Bigelow, cuando se olvide del caramelizado oscarizable). Formalmente, no conozco nombre actual que por tono y actitud beba tanto de la estirpe de realizadores salvajes de los 70: Don Siegel, Tom Gries, Richard C. Sarafian, Burt Reynolds…
Hasta hace un lustro, Berg le había regalado a The Rock su mejor peli (The Rundown), imitado a Kathryn con resultados estimables (The Kingdom) y creado un espectáculo épico con la premisa más ridícula del último Hollywood (Battleship), por mencionar las que he visto. Pero en su reciente alianza con Mark Wahlberg como símbolo del ciudadano yanqui medio y sus valores conservadores ha encontrado el aliado perfecto para soltar tres sopapos contundentes de cine comercial con la coartada de sendas, ejem, «historias reales»: Lone Survivor (2012) es una combinación esplendorosa del primer Rambo con la Pasión de Cristo; Deepwater Horizon (2016) supone un formidable homenaje al cine catastrofista, el mejor filme que he visto con estas coordenadas desde La tormenta perfecta, confirmando además al libertario crepuscular Kurt Russell como héroe rural de nuestro tiempo; y Patriots Day (2016) resulta una lección de cine propagandístico que Mel Gibson debería estudiar seriamente.
El cine de Berg apunta con honestidad y temple al espectador básico y visceral que casi todos, si somos humanos y no pecamos de clasismo o hipocresía, llevamos dentro aunque sea convenientemente amarrado: esa bestia carnívora que mantenemos a raya precisamente con chuletones como éstos, bestia que muchos críticos y esnobs intentan acallar denostándola con una hiperracionalización impracticable o justificando las debilidades puntuales de sus papilas gustativas con disfraces ideológicos más confortables para su conciencia (como han hecho con el tradicionalista/fascista John Ford o trataron de hacer con Eastwood hasta que se declaró el republicano oficial del imperio en tiempos de Trump).
Berg, por suerte, apela a instintos primarios pero no descarada e insultantemente colonialistas (el sesgo colonialista siempre está muy por detrás de su intención de espectáculo y al fin hace mucho menos daño que los superhéroes), y se puede gozar como debe ser: en la superficie. Son las películas («peliculones», les decimos la gente de pueblo) que ahora veo solo y que me encantaría poder degustar con mi padre al costado, reviviendo los mejores momentos de nuestra relación: cuando veíamos juntos pelis de tíos duros en un silencio cómplice.
Estos peliculones no son lo mismo sin papá a mi lado, sin oírle soltar sus retahílas de insultos contra la arrogancia yanqui, mientras huelo sus vaharadas de Ducados y le siento disfrutar.
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