Estas últimas semanas han estado pasando en Canal Desván una serie televisiva ejemplar que los más jovenzuelos entre ustedes, aquellos cuya infancia transcurrió en los años sesenta del pasado siglo, recuerdan sin duda con un eco de canguelo y de misterio, penúltimo avatar del folletín clásico -el último, Judex (1963), fue obra de Georges Franju– retransmitido en España hacia 1966, anteayer como quien dice. Belfegor, el fantasma del Louvre (Belphegor, or Phantom of the Louvre) es obra en lo literario de don Arturo Bernède, folletinista canónico creador de otros héroes del género como el olvidado y ya mencionado Judex.
Comienza la acción de este telefilme insólito, de más de cuatro horas de duración, en el marco de un París presentado como territorio feérico, donde una visita al Rastro conduce sin que se sepa muy bien cómo hasta el refugio de un anciano que atesora noticias insólitas de hechos inexplicables metiditos los recortes de prensa en latas de conserva precintadas: inmejorable prólogo para introducirnos en un mundo paralelo semejante al cotidiano, trascendido por el misterio y prodigio.
Y es que a estas alturas ya deberían saber que en el universo del folletín toda apariencia es engaño y toda realidad prosaica posee una cara oculta que la desmiente. Así, desfilan en El Fantasma del Louvre una serie de personajes extraños en torno a un espectro negro, vacío, hierático y sin rostro que aparece por las noches en la sala del museo que alberga la estatua del olvidado dios Belfegor.
Noche encantada y divinidades muertas
Como es de rigor, el fantasma surge y se desvanece sin dejar rastro, matando de paso a algún que otro guardia nocturno y recibiendo como si tal cosa impactos de bala que le dejan tan pancho.
Noche encantada, sombras huidizas que convierten al recinto en mausoleo encantado poblado por divinidades muertas y hombres aterrados frente a una ciudad que mostrada en sus aspectos más realistas y cotidianos, los sótanos del Louvre albergan espacios insospechados donde los descendientes de los Rosacruces ejercen oscuros rituales encaminados a obtener el secreto de la piedra filosofal. Y es que la escultura de Belfegor, descubrimos poco a poco, está hecha del Metal de Paracelso, materia mágica empapada de misterio y radioactividad que solo los ojos del Fantasma son capaces de descubrir.
Espectro que no es sino marioneta en manos de una secta sin escrúpulos gobernada por Lady Gramófono, vieja solitaria jefa de bandidos y criminales víctima con el tiempo de su propia maldad. Un enamorado que duda entre dos mujeres, una señora de esas que llaman fatal encarnada por la musa existencialista Juliette Greco, un espectro de figura tenebrosa y rostro de cuero que pone los pelos de punta en cada una de sus contadas apariciones, un comisario de policía y un romance imposible jalonan canónicamente la acción.
Aquella televisión europea….
Escenas gloriosas, como las de Belfegor incandescente lanzando rayos por los ojos, alternan con vulgares pérdidas de tiempo encaminadas a dilatar sin más la acción, recurso y vicio habitual del género. Ciudad cotidiana contrapuesta a la realidad nocturna de crimen y misterio sobrenatural, vulgares calles comerciales cuyo reflejo inverso es ese subsuelo donde se ventilan secretos alquímicos y magias oscuras, muchachas que sometidas a rituales malignos devienen radares humanos capaces de catalizar la energía descubierta por los antiguos babilonios: feliz cúmulo de disparates narrados con parsimonia y frialdad, como si de un filme casi de Antonioni se tratara.
Largos diálogos, muy literarios, entorpecen algo un ritmo por lo demás impecable. Con una acción loca disfrazada de cuerda, su devenir es lineal, sin ramificaciones: en este sentido son las series de hoy, con sus continuos cambios de escena, sus varios hilos argumentales simultáneos y sus distintas líneas de acción, mucho más folletinescas que Belfegor por paradójico que parezca. No en el tema, desde luego, pero sí en sus formas. Pequeño inconveniente, si se quiere, que no invalida la magia que hoy continúa trasmitiendo esta serie modélica, testimonio de lo que pudo ser una televisión europea hija gloriosa de sus más estrambóticas raíces, antes de que la cosa esta de la globalización lo echara todo a perder…
Copyright del artículo © Pedro Porcel. Tras publicarlo previamente en El Desván del Abuelito, lo edito ahora en este nuevo desván de la revista Cualia. Reservados todos los derechos.