Leer a Rubén Amón siempre abre un abanico de expectativas. ¿Nos hablará de creaciones sublimes o de fechorías lamentables? ¿Exaltará a personajes deslumbrantes o coloreará la mala reputación de villanos novelescos?
En una época en la que muchos periodistas funcionan con la tarjeta de visita reglamentaria ‒en esto creo, a esto obedezco‒, Amón se salta las definiciones ideológicas o estilísticas, y formula un vínculo misterioso entre la erudición y las rutinas de la prensa. En su caso, la finura y el descaro trascienden en la misma frase.
Amón es un cronista ‒la palabra ha envejecido mal en los tiempos de internet‒. Más que eso, es un cronista culto, capaz de apreciar las fastuosas exquisiteces de la ópera o de la gran literatura, y asimismo, dispuesto a enamorarse de lo más popular, aunque a veces duela. En todo caso, no son dos frentes permanentes, y en la coctelera se mezclan sin problemas el fútbol, la política, la alta cultura y el toreo.
Al fin y al cabo, la vida fluye por todos estos meandros con el mismo brío, y no hay nada peor que observarla con vanidad o tomándosela demasiado en serio. En especial, cuando uno escribe.
Dos de las grandes virtudes de Amón como escritor ‒la precisión narrativa y una ligereza bien calculada‒ asoman ya en las primeras páginas de El tigre mordió a Cristo, una formidable galería de retratos que uno lee sin salir del asombro, absorto en esta taxonomía humana descrita en clave de tragicomedia.
Se trata de un bestiario, sí, pero también podemos leerlo como un ejercicio retrospectivo en el que la trayectoria del autor se traduce en estampas inolvidables. Así, sus interlocutores más conocidos ‒Placido Domingo, Silvio Berlusconi, Monica Bellucci, Gérard Depardieu, Mickey Rourke…‒ conviven con un puñado de figuras anónimas, a cual más pintoresca y singular, que también desempeñan su papel en la memoria de Amón.
¿Dije memoria? El autor la despliega, entre agudo y divertido, reflejando aquí las especialidades que le ha deparado la profesión: vaticanista, corresponsal en los Balcanes, en Roma y en París, crítico taurino, especialista en música clásica… Semejante trayectoria ‒sobra añadirlo‒ incide en la singularidad periodística de Amón, cuyo horizonte intelectual desborda las expectativas de quienes ven en el periodismo un oficio basado en la inmediatez noticiosa y en la opinión convertida en espectáculo.
Después de todo esto, pueden imaginarse que este desfile de personajes extremos da lugar a una lectura feliz, que nos deja con ganas de otros retratos y caricaturas con la misma firma. Así pues, esperemos que, tras El tigre mordió a Cristo, Rubén Amón siga enriqueciendo con nuevos títulos el catálogo de Léeme.
La edición, primorosa por cierto, cuenta con magníficas ilustraciones de Carlos Rascón.
Sinopsis
Antropomorfia. He aquí la aliteración y el sustantivo con el que Rubén Amón ha concebido esta galería de monstruos humanos (algunos muy humanos), inspirándose en los bestiarios medievales, exagerando y caricaturizando los rasgos de los personajes que ha encontrado o entrevistado durante su vida y su carrera. Los hay muy conocidos –Monica Bellucci, Mickey Rourke, Gérard Depardieu, Rafael de Paula– y muy desconocidos –familiares encubiertos, amistades, encuentros accidentales y accidentados–, pero el inventario se atiene al contexto común del extremo o del extremismo: por la bondad y por la maldad, por la locura y por la genialidad, por la negligencia y por el virtuosismo. Y porque los humanos, populares o no, tienden a reflejarse en sus instintos, como ocurre con los animales, como sucede con los tigres.
Uno de ellos, en particular, mordió a Cristo. De ahí proviene el título de este tratado alfabético, antropomórfico y prosopopéyico, aunque no se trata de reflejar una blasfemia, sino de aludir a un episodio berlanguiano que no contaremos en estas líneas, como tampoco aclararemos por qué el autor de este bestiario, donde desfilan –con tacones– Alí Agca, Randy Jones, Karol Wojtyla y Jane Birkin, pudo haberse convertido en cantaor o en banderillero con el sobrenombre de El niño del canasto. Tienen delante ustedes una tragicomedia, un caleidoscopio que les dará la oportunidad de identificarse, de rechazarse, de llorar, de emocionarse y de reírse. Un tratado de desmitificación. Un antídoto al egocentrismo. Una biografía coral entre cuyos extremos figura la dedicatoria a Groucho Marx y la memoria de Simone Veil en el Holocausto.
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