Es posible y hasta cabe que sea habitual el hecho de que una ciudad turística se vea poblada no por una población sino por una trashumancia. Estar despobladamente poblada. Ocupada por los que no siendo de aquí, dejan de ser temporariamente de allá.
Todas estas paradojas y otras mejores o peores caben en un pantallazo de lo cotidiano madrileño. Dada la cortedad de esta columna, me ciño a un solo ejemplo. Cualquier puente de días feriados convoca en la Gran Vía madrileña a un millón cuatrocientos mil visitantes. Si aceptamos que el casco estrictamente ciudadano de Madrid tiene tres millones de habitantes estables, tenemos a una mitad comparable de ellos en los viandantes de la Gran Vía. Dicho en plan fantasioso: si todos los transeúntes del puente citado fuesen madrileño, la ciudad quedaría a medias deshabitada. Esto no tiene ninguna realidad social ni política pero me permite pensar magnitudes. Si los viandantes no eran del todo pobladores gatos ¿quiénes eran, maullasen o no?
Un matritense que habite en la mancha histórica de la ciudad, sale a la calle a reconocerse parte de esa memoria privilegiada de la urbe. Si es de cualquier barrio o de una localidad periférica, va hacia lo que considera el emblema urbano y arquitectónico de esta Villa y Corte; considera que de alguna manera, si bien no son sus barrios, son su ciudad. Pero entonces ¿quiénes son el millón, etcétera de aquel dichoso puente?
Aquí la pregunta se puede invertir. Digamos, por ejemplo, dando la voz a los viandantes: ¿quiénes son los que viven aquí, aquí trabajan, se casan y se jubilan? Personalmente, en mi calidad de gato forastero, madrileño de vida cotidiana pero no nativo de la capital, debo admitir que cuando un turista mira los monumentos y yo paso entre ambos – el sujeto y el objeto – siento que me integro en el segundo, que el turista me está viendo como si yo fuera un aborigen pintoresco o una obra maestra del arquitecto Palacios. Es el momento visionario, tal vez alucinatorio, en que advierto la diferencia apuntada al comienzo, entre el poblador y el transeúnte. Éste se muestra más atento que yo a la ciudad donde yo vivo, y yo me adhiero a ella, a la que apenas miro por considerarla consabida, tal si yo fuera un ladrillo más de sus muros, un cristal más de sus ventanas.
Es ciertamente en ese momento cuando echo cálculos. Madrid se convierte en un pasadizo de extraños que aman convivir con nosotros una intensa fugacidad. Y nosotros hemos de habituarnos a que nuestra convivencia es una escena en que una multitud nos mira y se despide; repito: se despide. Bueno, dejemos de lado cualquier patetismo. A cada momento nos estamos despidiendo del instante que acabamos de vivir. Por ejemplo, tú te despides del tiempo que han dedicado a leer estas líneas. Haz de cuenta que soy el poblador y tú, el viajero.
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