Immanuel Kant (1724-1804), uno de los mayores filósofos de la historia –excúsenme ustedes la obviedad– está cumpliendo tres siglos. Su vida transcurrió mayormente en el XVIII, el Siglo de las Luces –otra obviedad, nuevo perdón– del cual es líder.
En efecto, hay unas cuantas premisas de la Ilustración que se le deben. Una es que la Razón, una cualidad que nos identifica y nos iguala, siempre tiene razón, aunque más no sea con razones meramente prácticas. Otra: que la vida humana está prevista en una escala de etapas que llevan hacia la madurez. Y otra: que el saber es audaz, que saber es atreverse a saber.
Todo esto parece sencillo y nítido, pero la verdad es que la escritura kantiana suele tener la densidad de una selva y la aridez de un desierto. No obstante, jamás deja de tratar problemas ancha y sencillamente humanos: la luz en medio de la tiniebla, la guerra y la paz, los juicios dentro y fuera de la experiencia, Dios y los dioses, el bien y el mal, lo bello y lo sublime, y tal vez me quede corto.
Imagen superior: La residencia del filósofo Immanuel Kant en Königsberg, 1842. «No hay duda alguna -escribe el autor de ‘Crítica de la razón pura’- de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. Pues, ¿cómo podría ser despertada nuestra facultad de conocer, sino mediante objetos que afectan a nuestros sentidos, y que ora producen por sí mismos representaciones, ora ponen en movimiento la capacidad del entendimiento para comparar estas representaciones, para enlazarlas o separarlas, y para elaborar de este modo la materia bruta de las impresiones sensibles, con vistas a un conocimiento de los objetos denominado experiencia? Por consiguiente, en el orden temporal, ningún conocimiento precede a la experiencia, y todo conocimiento comienza con ella».
La condición de nuestra libertad
Con todo y más, me atrevo a proponer una idea, un hecho y una facultad específicamente humana como lo es la razón. Enfatizo: la Razón. Para Kant es la condición de nuestra libertad, que empieza por nuestra autonomía y tiene, por misión, desnudarnos de toda necesidad.
Traduzco: de las constricciones que nos fijan los dioses y la naturaleza. Así, en consecuencia, tenemos pura, es decir limpia, es decir descubierta, a nuestra Razón.
Bien pero ¿no la estamos descarnando, dado que la pureza racional desdeña todo lo que es interés, deseo, afecto, en definitiva: voluntad? ¿Dónde está tal razón, quién la ejerce?
El Año Cero de la Humanidad
La respuesta kantiana no es explícita, aunque se puede explicitar: en la isla de Utopía, en el Lugar de los No-Lugares. Es una tierra señera que los humanos no hemos habitado jamás, ni parece que, de momento, nos vayamos a mudar a ella.
Efectivamente, si todos actuáramos sólo y conforme a la Razón Pura e incorpórea, nunca haríamos daño al prójimo, nunca entablaríamos una batalla, nunca disentiríamos acerca de las normas de nuestra conducta pues haríamos todos lo mismo. Sería el Año Cero de la Humanidad, que dejaría en la prehistoria todo lo vivido en la historia.
Una pequeña luz en medio de la oscuridad
Es bella la propuesta y Kant nos dice que bello es todo lo que hacemos sin interés ninguno. Entonces: no perdamos de vista las costas de la isla utópica. Tal vez nos ayude a mejorar la convivencia de tantos humanos en el planeta de los humanos.
La Razón es una pequeña luz en medio de la oscuridad universal. Más aún: necesita de la oscuridad para brillar.
Esta hermandad de lo claro y lo confuso inquietó a unos cuantos filósofos que, partiendo de Kant, labraron sus propios senderos. El mismo don Immanuel había previsto nuestras limitaciones: sólo podemos conocer los fenómenos que perciben nuestros sentidos. Lo demás, las cosas en sí mismas, es probable que nuca sepamos lo que son, con lo cual nuestra vida es sólo existencia, nada menos que existencia. Hoy no toca el tema.
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