La historia documental y la leyenda, obra de tradiciones orales y escritores pero sólo basada en la imaginación, parecen discurrir por caminos tan paralelos como divergentes.
Lo que realmente ocurrió es imposible de restaurar por completo y lo que nunca ocurrió, pero que actúa como cimiento de las creencias, hace historia porque los seres humanos vivimos en función de dichas confianzas imaginarias.
El Coliseo romano es un excelente espacio para trabajar en ese campo y así lo han entendido Keith Hopkins y Mary Beard en su libro El Coliseo (traducción de Silvia Furió, Crítica, Barcelona, 2024, 220 páginas). El texto es documentadísimo, tanto en averiguaciones directas como en fuentes indirectas, y puede leerse como una epopeya de esplendor y ruina hasta utilizarse de guía estricta y utilísima para los viajeros.
En efecto, este monumento que, según cálculos aproximados, pudo albergar hasta 87.000 espectadores, es un punto de obligada visita para quienes recorren Roma.
Su eminencia llena la percepción pero ¿qué es lo que realmente ven quienes lo recorren? Lo hecho por nuestros autores puede contestar a la mayor parte de las curiosidades. Construido bajo el imperio de Vespasiano y activo durante el de Tito, funcionó como tal entre los años 80 y 526. Luego, su deriva se hizo compleja y vacilante. No se sabe qué arquitecto lo planeó y la leyenda atribuye al poeta Virgilio, dato improbable, su proyecto.
Gladiadores, mártires y animales salvajes
Fue un Templo del Sol, nombre que ostentó originalmente, y se piensa en arcanos y nigromancias adictos a lo legendario.
Lo que se conoce por fuentes documentales es que sirvió al espectáculo en tiempos del paganismo. Sus mañanas daban lugar a cacerías en que luchaban humanos con animales salvajes. A mediodía se ejecutaba a los condenados y a la tarde se celebraban luchas entre gladiadores.
El público era variopinto y estaba dividido entre los sitiales reservados a las clases altas con un resto para la gente modesta. Los gladiadores eran jóvenes de origen humilde, con fama de temibles aunque gozaran de popularidad semejante a las estrellas del deporte y el pop de nuestros días.
No faltaron las historias en que se vinculasen con individuos del poder y acabaron por construir una suerte de paradigma del varón romano, ni tracio ni negro sino el portador del gladium, la espada, palabra que popularmente designaba asimismo al miembro viril, con todas las connotaciones que se quieran extraerse. En todo caso: cacería, ejecución y lidia a muerte, todo implicaba un gusto por el espectáculo de la violencia y la sangre.
Ritos y leyendas
En el siglo quinto, cuando el emperador Constantino había decretó que la religión cristiana lo era del Estado, tomó el nombre de Coliseo, luego diseminado por el mundo junto con el modelo del anfiteatro de masas que llega hasta nuestras canchas de fútbol.
También se alteró su connotación religiosa y se decidió considerarlo un lugar de recuerdo y veneración por el martirio de los primitivos cristianos, extremo nunca probado, como señalan las autoras.
La Iglesia lo utilizó para procesiones y demás ritos, especialmente desde que el Papa Benedicto XIV reglamentó su empleo en 1750.
Fue por entonces cuando unos viajeros eruditos empezaron a considerarlo interesante para la arqueología y la botánica, es decir a catalogar y remover sus piedras y sus plantas, abriendo el terreno para el turismo. El romanticismo, sobre todo anglosajón, disfrutó de sus noches lunares, sus historias y la población de seres poéticos y novelescos que hicieron del Coliseo, hasta nuestros días de Hollywood, un personaje obligado de la imaginación universal.
Invadido dulcemente por el turismo
Junto con esta existencia ritual y vistosa, el edificio se fue derrumbando y dio lugar a rapiñas, chabolas, depósitos, caballerizas, cuarteles, palacios, capillas y hasta estercoleros e hilanderías, o sea una confraternidad de bandidos, exquisitos, creyentes y profanadores, con las debidas connotaciones políticas.
La unidad italiana, de sesgo laico, quitó cuanto pudo, a partir de 1870, todo signo sacro. El fascismo lo sacralizó a su manera con su gusto por la celebración neoimperial.
Grandioso y deteriorado, imponente y desharrapado, memorioso de historias y leyendas, sigue siendo invadido dulcemente por el turismo. Hay proyectos empresariales de reconstruirlo y devolverlo a lo que, remotamente, fue: una cita de la multitud en torno al espectáculo.
No es descartable que, por ejemplo, Coca-Cola lo restituya a sus orígenes. Después de todo, los humanos no hemos perdido la costumbre de reunirnos y entusiasmarnos presenciando ceremonias y guerrillas, aunque solo sean simbólicas y placenteras. No habrá mártires sangrantes, gladiadores moribundos ni leones hambrientos, si acaso alguna reyerta entre futbolistas y futboleros. No habrá ya emperadores que oigan el “Ave César, quienes van a morir te saludan”palabras que Beard y Hopkins consideran nunca pronunciadas sobre sus arenas.
Imagen de la cabecera: ‘Pollice Verso’ (‘Pulgar abajo’) de Jean-Léon Gérôme, 1872.
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