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Ascenso y caída de Barbarroja, el pirata más temido del Mediterráneo

Barbarroja, uno de los corsarios más célebres de la historia, sembró el terror en las costas cristianas

Barbarroja, en realidad, fue primero Aruch Barbarroja (1474-1518) y, más tarde, Jeireddin Barbarroja (1475- 1546).

Aruch se hizo famoso por su astucia y atrevimiento cuando en 1504, patroneando una pequeña balandra, supo disfrazarse, engañar, abordar y reducir dos galeras papales. Nacido en Mitilene, era hijo de un alfarero (que antes había servido como feroz jenízaro) y de una viuda cristiana, pero renegó de esta religión a los veinte años para poder embarcarse en una nave corsaria turca —cuya vida previsiblemente le atraía más—.

El nacimiento de una leyenda

Durante un combate en la mar, fue hecho prisionero por los caballeros de Rodas y encadenado a un remo como galeote, pero fue entonces cuando comenzó a forjar su leyenda: tuvo el coraje de seccionarse el talón con el borde herrumbroso del grillete que le aherrojaba el pie a fin de poder soltárselo, lo que le permitió lanzarse al mar y huir —la historia oficial, sin embargo, se empecina en desvelar el dato de que, en realidad, fue comprado al gran maestre de los Caballeros, Pierre d’Aubusson, por uno de los hijos del sultán de Egipto—.

Aruch Barbarroja y los piratas berberiscos

Años después ya comandaba una galeota corsaria tripulada por fornidos esbirros que con la misma embriaguez con la que fumaban hachís y bebían maslach degollaban a sus enemigos: por su brutalidad lenta y sus bajos instintos obedientes eran llamados «los bueyes de Anatolia».

En lo sucesivo, fijando su base de operaciones en el puerto tunecino de La Goleta, Aruch Barbarroja se convertiría en la pesadilla mediterránea del rey Fernando el Católico. Era la época en que los reyes de España aspiraban a serlo también de África, la época en que conquistaron Mazalquivir, Orán, Bugía, hicieron tributarios a los reinos de Tremecén, Argel, Tenes.

Pero Aruch Barbarroja, que en 1510 ya era capitán de una flota corsaria de más de una docena de naves, aspiró a hacerse con un reino en Berbería, y ambicionó hacerlo a costa de los dominios cristianos: intentó recuperar Bugía en varias ocasiones.

La última de ellas, para proclamar su determinación, una vez desembarcó e inició el asedio, ordenó hundir sus naves a fin de que a sus hombres les fuera imposible desistir. No pudo, sin embargo, rendir Bugía —cuyos combates, además, le costaron un brazo, arrancado por una bala de cañón—, pero a cambio obtuvo Argel por el procedimiento de traicionar a su nuevo jeque, que le había pedido socorro tras negarse a seguir pagando el tributo anual a España.

Espadas contra cimitarras

Después sí vendría la conquista de Tenes y Tremecén, con lo que Aruch Barbarroja arrebató a la Corona española dos de sus reinos sojuzgados del Magreb.

El rey Carlos I, sin embargo, no quiso sufrir más tiempo a ese pirata desalmado con pretensiones de monarca, y concluyó lo que no había podido conseguir su abuelo Fernando: mandó a Tremecén, donde se encontraba el corsario turco, a diez mil de sus soldados veteranos, forjados en las guerras que los reinos de España llevaban librando decenas de años dentro de su península y en el continente europeo, y esas tropas desarbolaron las defensas de la fortaleza, la tomaron al asalto y uno de sus capitanes, Fernández de la Plaza, enfrentado al feroz jefe turco de larga cabellera leonada y barbas espesas del color del fuego, no solo no se arredró ante él sino que lo atravesó con su espada (ganando así para su escudo de armas una cabeza y una cimitarra de corsario).

La muerte de Aruch y el ascenso de Jeireddin

Luego, el alférez García de Tineo, que mandaba las tropas, ensartó el cráneo en una pica y lo expuso en las puertas de Orán, al tiempo que ordenaba clavar el cuerpo en las de Tremecén, entre cuatro antorchas que ardieron muchas noches seguidas.

No hacían con ello sino retribuir al muerto, que en su execrable vida de pillaje gustaba de colgar de las murallas los cuerpos decapitados de sus víctimas antes de arrojarlos al vertedero.

Barbarroja, sin embargo, era una hidra, y murió la cabeza de Aruch, pero emergió la de su hermano Jeireddin, que fue al emperador Carlos lo que aquel había sido al rey Fernando.

Jeireddin Barbarroja no era pelirrojo, pero a cambio tenía más sentido político: heredó de su hermano el trono de Argel, pero tuvo el talento de rendir vasallaje a Solimán el Magnífico, el sultán que creó el imperio otomano, quien, a cambio de esa nueva provincia, concedió a quien se la entregaba el gobierno de la misma y el respaldo de su armada y sus ejércitos.

Oro y esclavos para el sultán

Jeireddin Barbarroja, que con los recursos del sultanato pudo construir una flota haciéndose traer madera de los bosques de Anatolia, hierro de Bulgaria, cáñamo de Grecia, estopa de Macedonia y sebo de Tracia, descorazonó a los reyes de España y Francia, al dux de Venecia y al papa de Roma: atacó el sur de Francia —Provenza, Tolón, Marsella lo sufrieron, aunque con el rey francés llegó más tarde a concertar una alianza, para sellar la cual le obsequió un cargamento de leones, tigres, monos, caballos árabes, joyas y sedas—, atacó las islas Baleares —Mallorca y Menorca fueron asoladas, hasta el punto de que todos los habitantes de Mahón fueron cargados de cadenas, sacados de la isla y vendidos como esclavos—, atacó las costas andaluzas, atacó Rodas y echó de ella a los caballeros de la Orden de San Juan, los siguió hasta Trípoli, asaltó esta plaza y también de allí expulsó a los desmerecidos sanjuanistas; atacó la Toscana, la Campania, la Apulia, la Calabria, Mesina —en Lípari, abrió vivos en canal a cientos de mujeres y niños para sacarles la hiel, no por crueldad, sino, según dijo, por las grandes virtudes farmacéuticas de esta sustancia—.

El pirata imparable

Fletó cuarenta galeras solo para atacar Fondi a fin de obtener para el harén del sultán a Giulia Gonzaga, la duquesa más bella de Occidente —que, sofocada, pudo huir de su palacio, en esa noche angustiosa de antorchas y gritos, cubierto apenas su espléndido cuerpo con una capa precipitadamente echada sobre sus hombros, montando un caballo desbocado—; venció en el mar a la flota de la Orden de Malta y a la flota del almirante veneciano Andrea Doria; llegó hasta el puerto de Ostia y el río Tíber llevó los ecos del alarmado toque de rebato de las campanas del puerto hasta el palacio del papa en Roma, capturó Túnez, rechazó a los españoles de Tremecén, y en 1538, en el combate naval de Preveza —el Lepanto de los turcos—, venció a la Liga Santa que los Estados Pontificios, España, la República de Venecia, el Sacro Imperio Romano Germánico y la Orden de Malta habían constituido para contrarrestarlo.

El secuestro de María la Gaitana

Jeireddin Barbarroja, que en 1533 fue nombrado por Solimán el Magnífico capitán general del mar y de todas sus flotas, vengó a su hermano Aruch rechazando en 1541 el ofrecimiento de Carlos I de España y V de Alemania, que le tentó con el almirantazgo de la flota imperial y la gobernaduría de los territorios españoles en África.

Más que nunca entonces, los turcos honraron a ese Barbarroja cuyo nombre, Jeireddin, se traducía como «el hermoso fruto del Islam».

A la postre, sin embargo, lo que no alcanzó aquel emperador cristiano lo obtuvo una de sus súbditas: a su paso por Reggio, en la Calabria, tras arruinar el puerto e incendiar la ciudad, Jeireddin Barbarroja secuestró a la familia del gobernador español, Diego de Gaitán, pero su severo corazón de viejo guerrero —es de suponer que también su lascivia— quedó prendado de la niña de la familia, María, a la que forzó tomándola como concubina y a la que mantuvo durante años a su lado.

María la Gaitana asistió al final de los días del último Barbarroja, se dice que como una fiel y tierna esposa, pero también se especula que fueron sus continuas y dedicadas exigencias amatorias las que infligieron al avejentado corsario las recias calenturas que terminaron consumiéndolo al cabo de varias semanas.

Un demonio parido por una loba

Algo de vitalidad debió de quedar, sin embargo, en su cadáver, o de añoranza de las artes eróticas de su amante, porque se cuenta que su cuerpo no descansaba en paz y cuatro veces fue hallado fuera de su sepulcro, hasta que un nigromante aventuró que solo descansaría cuando a su lado fuera enterrado un perro negro. Quizá tenga que ver con ello la maldición que arrojaban a Jeireddin Barbarroja los lugareños de las poblaciones costeras que arrasaba, que lo consideraban un demonio parido por una loba.

Los Barbarroja fueron el primer anuncio de que España, mientras mantuviera un imperio, padecería el mal de los piratas.

Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento del libro Mapa del tesoro I (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

J. Miguel Espinosa Infante

Escritor. Como oficial de notaría y licenciado en Derecho, es autor de varias publicaciones jurídicas. En los libros que integran la serie 'Mapa del tesoro', quiere visitar para su hijo la historia y la política, el arte y la música, la ciencia y la religión, y redescubrirle a don Quijote y a Shakespeare.