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«El prisionero de Zenda», de Anthony Hope

En 1894, sir Anthony Hope Hawkins publica El prisionero de Zenda. Hope murió hace medio siglo y sus demás obras pertenecen al vasto olvido salvo, quizá, la historieta que intentó ser la secuencia de aquella novela, Rupert Hentzau.

El héroe cumple con todas las convenciones que preceden a su consagración. Deja su país, Inglaterra, y va al reino lejano donde ejercitará sus proezas, Ruritania.

Cambia su familia natural por otra adoptiva y aquí el truco es hábil a más no poder: debe suplantar al rey el día de su coronación, ya que es su sosias, y no por azar, sino porque un antepasado del monarca ruritano, de visita en Londres, dejó una porción decisiva de genes en la familia del protagonista de modo que, cada tanto, un descendiente inopinado recobra su cara y su rojo cabello.

Poco importan las aventuras de Rassendyll, que debe enfrentar y vencer a siete enemigos. Lo logra, se recupera de todas sus heridas, evita exitosamente ser el blanco de incontables balazos, resiste al frío del agua que rodea al castillo de Zenda, salva la institución monárquica, y la vida del rey auténtico para renunciar, finalmente, al amor de la princesa Flavia como para probar que es capaz de sublimación y termina en una apacible casa de la solitaria campiña inglesa, rememorando la aventura gótica y nobiliaria en medio de su mundo cotidiano, victoriano y burgués.

Tiene oponentes (Michael el Negro, Rupert Hentzau), coadyuvantes (Sapt y Fritz de Tarlenheim, con quien vive un idilio caballeresco en la mejor tradición bajomedieval), una maga (Antoinette de Mauban, francesa y pizpireta ella, que sabe proporcionarle imprescindibles informaciones para que pueda derrotar el complot de los malos), y un doble de insuperable claridad: el rey, su sosias.

Podemos pensar en la reedición de una historia alquímica, con un trasfondo de religiones solares: el héroe salva al rey prisionero de la enfermedad, la tiniebla y la muerte, y ama a la reina, que es la metáfora de la madre.

El rey es el Sol, decaído por el invierno; el héroe es la primavera que repone al astro regio en su lugar dominante.

Pero lo agudo del librito, aparte de una carpintería narrativa basada en dosis de intriga que reiteran la misma cuestión (¿cómo saldrá el héroe de sucesivos aprietos y podrá llegar a la última página?), es el tema de la identidad tratado como un desplazamiento de espacios: si Rasendyll no es el rey pero ocupa el lugar del rey y todos, en su derredor, funcionan como si lo fueran, termina siendo el rey.

Pirandello, en II fu Mattia Pascal, cuenta cómo alguien que finge estar muerto se vive muerto al verse difunto en la vida de los otros, que son quienes nos dan el ser (y nos lo quitan).

¿A quién ama Flavia? Al intruso disfrazado de rey. Por esta rendija, Rasendyll conserva su identidad después de perderla, cuando deja el reino lejano y vuelve a la patria con un secreto talismán: un anillo que le ha dado la princesa y que se convertirá, anualmente, como el retorno de la primavera, en una rosa con una cinta que promete vencer a la muerte: Flavia-Kudolf-Siempre.

Rasendyll puede decirse: «Fui rey, no lo soy. Soy el que fui y no soy. Pero siempre he sido aquél a quien amó y ama Flavia». Con una flor en la mano, como el personaje que vuelve del futuro, él vuelve del reino de la muerte y asegura su amor con la distancia. No volverá a ver a la princesa, que tampoco lo volverá a ver. En la memoria, conservarán la juventud y el calor de los besos nocturnos.

Hay una suerte de anagnórisis cuando el hermano del héroe, viendo las fotos de la coronación, le dice que el «rey» se parece más a su hermano que a sí mismo pues, finalmente, como siempre ocurre en estas historias y las demás, queda sin responder la pregunta central que se hacen los héroes: ¿quién es sí mismo?

Copyright © Blas Matamoro. Artículo editado previamente en «Cuadernos Hispanoamericanos». El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")