Desde los tiempos remotos en que se escribió la epopeya más antigua que conserva la humanidad, la fábula de Gilgamés y Enkidu, nos venimos preguntando acerca de la identidad a partir de la que nos proporcionan los héroes. Ya entonces nos hemos encontrado con la variedad de las identidades individuales. En efecto, Gilgamés es a medias humano y divino, en tanto Enkidu es a medias humano y animal. No parece que estos personajes pertenezcan a la misma especie aunque ellos sí lo creen y por eso se juntan.
Nos hemos habituado a considerar que nuestra identidad, el yo soy Tal y tú eres Cual, nos viene condicionada por una familia de genes organizada en un genoma. No obstante, hay genetistas actuales que cuestionan este principio, sobre todo al probarse que el hijo o la hija de una madre o un padre puede no tener el mismo genoma, por lo cual en un procedimiento judicial de filiación no podría demostrarse el extremo identitario. Dicho más rápido: usted no comparte el genoma de quien señala como padre, por lo tanto jurídicamente no es su hijo.
Entonces, busquemos otra ruta para elucidar el caso. Mejor dicho: que la busquen los sabios. Acaso lo que ocurre es que no son los genes quienes determinan nuestras células sino al revés: son ellas, ya en el incipiente embrión, las que utilizan a los genes. Conforme a qué criterios, aún no lo sabemos y tal vez no lo sepamos nunca. Para lo que hace a un lego como yo basta lo que buenamente puedo entender del asunto.
En esa variedad de maniobras de nuestras células originarias estaría la correspondiente variedad de los individuos. En efecto, con genes similares se pueden construir individualidades disímiles sin dejar de pertenecer a la misma especie. Pero también ocurre un añadido que hace a nuestra vida, la tuya y la mía: nuestra identidad no está dada de una vez para siempre y se altera y se construye y se mantiene y evoluciona de modo que las respuestas al quién soy o quién eres difieren a lo largo de nuestra vida. Tenemos, pues, una suerte de identidad en juego, lo que llamamos existencia. Así es que los narradores y poetas nos vienen apuntando hace milenios que no siempre somos quienes creemos ser ni lo que creemos hab er sido ni lo que estamos destinados a devenir. La memoria nos devuelve la imagen de un extraño en cuanto tratamos de rehacer un momento determinado de nuestra vida. ¿De verdad soy yo quien pudo haber hecho esto? Si no era yo ¿quién era el que lo hizo utilizando mi nombre? Grandes narradores del siglo XX que han trabajado esta relación de extrañeza respecto a nuestra identidad –Proust, Kafka, Scott Fitzgerald– nos han propuesto la cuestión en clave de fábula. Ahora la ciencia tiene la palabra y, muy tardíamente, cuando vuele la lechuza de Minerva, los filósofos filosofiarán. Mientras tanto preguntemos: ¿quién soy yo, el que firma estas líneas? ¿Quién eres tú, que las estás leyendo?
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