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Letras, letrillas y letronas

Mario Vargas Llosa admite que ha intentado leer a Proust y lo ha abandonado por aburrimiento. Javier Cercas recuerda una primera aproximación comparable. Luego se pasó un año apasionado y febril de lectura proustiana. Me permito recordar modestamente mi primer acercamiento a En busca del tiempo perdido. Yo era un adolescente que leía con voracidad todos los libros del mundo, incluidos los inéditos. Así me puse con Por el camino de Swann, la primera parte de la magna obra, en la vieja traducción de Salinas y Quiroga Pla. Me pareció un cronista de costumbres bastante árido. Diez años más tarde me zambullí en el original y lo sigo releyendo desde entonces, aparte de dedicarle unos cuantos estudios.

Entiendo la reacción de Vargas Llosa. Lo aburre Proust y lo apasiona el Víctor Hugo de Los miserables y el Galdós de los Episodios nacionales. Son cara y cruz del arte de novelar. Entre medias admito que nunca pude con aquellos miserables. Los personajes de don Víctor y don Benito son retratos de una pieza que se mantiene ensimismada, idéntica a sí misma, toda una novela, al servicio de la autoridad del autor, valga el eco. No hay ninguna duda en cuanto a la bondad de Jean Valjean y la maldad de Javert. En cambio, en Proust la identidad es fluctuante y a menudo contradictoria e irreconocible para el mismo sujeto ante su espejo. Es más laborioso, incómodo y exigente Proust que Hugo o Galdós. Su realidad no es la compacta y reconocible que don Mario exige a don Benito en favor del realismo ineluctable de Flaubert. Personalmente me inclino a juzgar que Emma Bovary es un personaje romántico extraviado en una novela realista. Nada digamos de Salambó, novela del antiguo Cartago a cuya realidad Flaubert no tuvo más que un acceso letrado.

Existe una crítica del gusto basada en la reacción elemental de cada lector, es decir cada sujeto, es decir cada cuerpo: me gusta, no me gusta. Es la legítima, inmediata y diría que animal actitud ante la lectura, la contemplación de un cuadro o la escucha de una música. Luego viene el juicio: ¿por qué me gusta, por qué me aburre o me disgusta? Entran en juego incontables factores: la experiencia como lector, la cultura en que nos hemos formado, las fijaciones infantiles como maestras del gusto adulto, innumerables etcéteras.

Todo esto nos lleva a preguntarnos por la objetividad de los textos que hemos leído. ¿A qué se debe que hoy nos hastíe o nos parezca ridículo un libro que nos encantó y tomamos tan en serio alguna remota vez? El mismo Cercas ha dedicado páginas a esto y también Beatriz Sarlo recordando sus lecturas de niña y doncella. En general, con buen juicio, aprueban estas admiraciones que hoy no repetirían. En efecto, la lectura es siempre momentánea y tiene fecha y hasta horario. No le impiden ser tratada como objeto y por eso existe la crítica literaria, con sus teorías, sus doctrinas, su epistemología y su instrumentario metódico. Pero nadie se pone a leer un libro o mirar una película o asistir a una sesión teatral en plan de crítico formal y ‒¡socorro!‒ profesional. Todo eso viene luego, como el juicio sobre la cocinera o el cocinero después de la cena. Entre tanto ha habido hambre y hartazgo, placer o repugnancia.

Existe un fármaco para evitar los malestares de la lectura. Consiste en opinar sobre libros y autores que no hemos leído jamás y nunca leeremos. Hay tanta literatura segunda, tanta charla y tanta lección entre ellos y nosotros, que podríamos organizar una enciclopedia de lecturas inexistentes. Es muy fácil opinar sobre la Ilíada, la Divina comedia o el Quijote, incluso sobre Proust, Joyce o Thomas Mann. Luis Goytisolo proporciona un ejemplo afortunado y famoso, el de Francisco Umbral, quien habituaba referirse a escritores que no había leído y a quienes tampoco leerían jamás los lectores umbralianos. Las letras dan para tamaños diversos, desde la letrilla hasta la letrona. Cuidado con las paranomasias y el baile de vocales.

Imagen superior: Pixabay.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")