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«Gorky Park» (1981), de Martin Cruz Smith

He tardado 40 años en decidirme a leer Gorky Park simplemente porque no me gustaba el nombre de su autor.

Y me he estado perdiendo un novelón.

Recuerdo que de chaval pensaba: «Martin Cruz Smith… qué cruz de nombre». Le puse la cruz: tenía la impresión de que alguien que firmaba así sus obras sólo podía escribir interminables tesis académicas o ensayos aburridísimos. Martin Cruz o Cruz Smith hubieran sido nombres decentes para un autor policíaco. ¡Pero Martin Cruz Smith, no hay combinación más lúgubre! Me lo imaginaba tecleando con pajarita. Y encima luego me enteré de que el Cruz era un añadido para ganar originalidad desde el estante de la librería…

Pues Gorky Park es un gran libro por tres motivos básicos:

1) Una novela policíaca estadounidense situada en la Unión Soviética en los años 70 podría tener su aquél desde una onda pulp, pero nada te prepara para la absoluta inmersión en otro universo a la que Cruz Smith (mucho mejor así) te aboca: la recreación de un país entonces herméticamente cerrado a Occidente y en cuyo suelo el autor jamás había puesto el pie resulta portentosa. El nivel de detalle con que el narrador describe la vida en Moscú bajo el todavía rígido sistema comunista conjura una atmósfera tan vívida, minuciosa y tangible que te deja pasmado. Te preguntas a cada página «¿Es posible que esto sea verdad, que la rutina de la policía moscovita sea ésta?». Hasta que, simplemente, lo aceptas: porque ya no importa si la URSS de Cruz Smith existió o no. De un modo sutil pero impugnable, el mundo de Gorky Park se asienta en nosotros como si fuera el universo de Juego de tronos. Se mire por donde se mire, como una plausible realidad o como una invención completa, funciona.

Y, de modo más sutil todavía, uno empieza a comprender que el autor ama ese universo… Para nada es una novela antisoviética, por más que lo que describe ‒la terrible perversión inherente a toda sociedad vendida como utopía‒ se revele en efecto terrible… Pero es una terribilidad asociada a nuestra propia falla como seres humanos y, por tanto, posee también algo de entrañable.

Y, para más inri, el Estados Unidos que plantea no nos causará mejor impresión… Yo diría que algo peor, porque ni siquiera tiene carisma: su URSS constituye un microcosmos estético irreemplazable y del que no querremos desertar.

2) La premisa de partida es brillante: el protagonista no es un investigador de homicidios luchando por averiguar la identidad de un asesino; es un investigador de homicidios luchando por acumular evidencias que propicien que la KGB le arrebate el caso de las manos, porque se huele que hay demasiada gente poderosa involucrada en él que le puede parar los pies si husmea demasiado. ¡No investiga para hallar la verdad, sino sólo las suficientes pequeñas verdades que le permitan quitarse el muerto ‒en este caso los muertos‒ de encima! Y, sin querer dar con la verdad, da con ella, claro… Porque además, Arkady Renko, el investigador en cuestión, es un sabueso brillante: tira del hilo de la madeja como nadie, a su pesar.

3) La voz de Cruz Smith roza lo extraordinario. Una voz idónea para mí: crímenes y poética en delicioso equilibrio. Tras la lectura de Gorky Park he ojeado un par de entrevistas donde confiesa que sus grandes inspiradores fueron la pareja de novelistas suecos Maj Sjöwall y Per Wahlöö. Y tiene todo el sentido. Porque Gorky Park cuenta con las cualidades básicas que derrochaban las novelas atmosféricas y psicologistas del inspector Martin Beck. De hecho, yo me he pasado años buscando reencontrar esa fórmula en la nueva literatura nórdica sin ninguna fortuna. Y ni Mankell ni pollas en témpano: la dosis pura me la proporciona un yanqui, toma ya…

Aun así, hay algo más en Gorky Park. Sin pretender caer bajo la obvia sugestión geográfica, a mí su técnica me remite a la prosa traducida más hermosa que recuerdo, la de Doctor Zhivago. Creo que en el ir y venir de Cruz Smith hay un intento tal vez inconsciente ‒pero lo dudo‒ de emular a Pasternak, su mariposeo sensorial, su entrecruce de percepciones, el desvío hacia muchas vías muertas que de pronto revelan otra pista de despegue. Si no divago, hay mucho Zhivago aquí, en Cruz Smith.

El autor logra algo que no es nada fácil en ningún género y menos en uno tan hollado como éste: ir siempre un paso por delante del lector. Y, a nivel personal, el protagonista me gana… Arkady Renko es de esos amargaditos con los que me identifico a rabiar: un tipo que maldice su vocación, que detesta su sociedad pero no puede vivir lejos de ella, que se siente incapaz de abandonar su rutina de decepciones diarias, que incluso golpea a un hombre porque le resulta más fácil creer que se acuesta con su mujer que en su matrimonio. Que resuelve cada caso desde fuera, como un crucigrama, aunque él se sepa formando parte de las casillas reveladas…

Un individuo que odia su país pero sospecha que sólo puede autodefinirse enmarcado por él. Como todos los que escogen bando, no tiene identidad si no busca por doquier el otro. Su carga existencial permea la página y te hace anhelar seguir pegado a su silueta.

Hacia la mitad de la novela temí que ésta descarrilara cuando Cruz Smith le suministra a Renko su historia de amor: de pronto la cosa se empantana un poco ‒o me empantané yo‒ y deriva hacia una película de Vicente Aranda, lo cual no está nada mal si la maniobra no pareciera tan sintomática del tratamiento del romance en los años 80, ese aturdir con lirismos para convencer al espectador de que ya puede mirar los pezones, ese recitar versos infectos para que ya quede justificado desnudar a la protagonista, como en cualquier mala cinta de Eliseo Subiela.

Pero no: Cruz Smith evita casi siempre los clichés y, de todos modos, está más interesado en la tragedia cotidiana que en la felicidad de los amantes y las perdices que comieron.

Cuarenta años después, Gorky Park sigue sorprendiendo por la ambición de su planteamiento y ejecución: a quien no le convenza su argumento, le pasmará su estilazo. Y como las buenas novelas fundacionales, fue escrita sin pretensiones de convertirse en una saga.

¡Ardo en deseos de volver a Moscú! A su Moscú, claro, retomado ocho años después.

A fin de cuentas, yo siempre fui más de Danko…

Pese a todo y dado el silencio que en mi entorno de amistades lectoras y escritores ha causado su figura ‒por cada diez veces que hablamos de James Ellroy, de él hablamos cero‒, continúo convencido de que hubiera sido un autor mucho más influyente en nuestros lares de haberse llamado Elijah McLogan o Raymond Toback.

O incluso Jack Le Rond.

P.D. Por cierto, la adaptación a cine de Gorky Park por Michael Apted se considera fallida (yo vi la peli hacia 1984 en sesión doble de reestreno, pero no recuerdo gran cosa, salvo la atmósfera gélida, claro). En cuanto a los actores, sin saber quién hacía de quién en el filme, mi elenco mental durante la lectura de la novela fue éste: en lugar de a William Hurt imaginé, por placer estético y por dúctil, a Ralph Fiennes; a Lee Marvin, dado que el personaje original destaca por su belleza apolínea, lo sustituí por un James Brolin también otoñal; en el lugar de Joanna Pacula, por asociación de ideas caucásicas, puse a Olga Kurylenko; y en vez de Brian Dennehy ‒buena elección de reparto, por cierto, que no recordaba‒, yo recreé en mi cabeza a un Marlon Brando tanguero, así, por la jeta y porque me salía gratis el superfichaje (pero Dennehy también encaja a la perfección con su personaje).

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Hernán Migoya

Hernán Migoya es novelista, guionista de cómics, periodista y director de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Ha obtenido el Premio al Mejor Guión del Salón Internacional del Cómic de Barcelona, y su obra ha sido editada en Estados Unidos, Francia y Alemania. Asimismo, ha colaborado con numerosos medios de la prensa española, como "El Mundo", "Rock de Lux", "Primera Línea", etc. Vive autoexiliado en Perú.
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