La poetisa Emily Dickinson nos dejó esta confesión: «Cuando frecuentaba el bosque de pequeña, me decían que una serpiente podría picarme, que podría coger una flor venenosa o que los duendes me podrían raptar, pero continué yendo y no encontré sino ángeles, mucho más tímidos ante mí de lo que yo pudiera sentirme ante ellos.»
La delicadeza literaria de Dickinson nos permite adivinar un claro mensaje: el bosque no es un territorio amenazante, sino un espacio donde el ser humano puede engrandecer sus dimensiones más nobles: la espiritual y la científica, la filosófica y la creativa.
En el bosque, podemos reencontrarnos con nuestra esencia, arraigada entre los árboles, y también descifrar sus secretos, desentrañando toda la sabiduría que atesoran disciplinas como la botánica, la ecología o la zoología.
Cuando uno conoce el bosque en profundidad, también entiende que ha de preservarlo. Sin embargo, este ánimo protector es algo relativamente reciente, que debemos a pensadores de los siglos XIX y XX.
En las centurias previas, el bosque era visto como una amenaza o como una fuente casi ilimitada de esa materia prima esencial que es la madera.
En palabras del historiador angloespañol Felipe Fernández-Armesto, «resulta comprensible que los habitantes de los bosques fueran reacios a convertirse en deforestadores. La deforestación tiene lugar por una conquista del exterior o un cambio cultural interno, como la intervención de sesgo ideológico de los monjes cistercienses contra la floresta. Solo entonces el miedo a los árboles es mayor que el que produce cortarlos. Para los forasteros los bosques son opresivos. El follaje absorbe la luz mucho antes de que llegue al nivel de los ojos. Los árboles residen la penumbra con nudos desguarnecidos como nudillos. En la imaginación política del mundo occidental, los bosques han sido durante mucho tiempo entornos equívocos. (…) Los bosques medievales albergaban cotos de caza reales y también bandas de ‘hombres alegres’ socialmente irresponsables. (…) En una extensa zona del área posglacial del hemisferio norte, el bosque, mientras se mantuvo intacto, fue demasiado grande para poder dejarlo atrás. Sólo se podía escapar de él talándolo. Representaba la naturaleza en estado puro y se burlaba del instinto civilizador» (Civilizaciones, 2000).
Por suerte para la naturaleza y para nuestra propia dignidad, este empeño destructor ha ido cediendo paso a otro sentimiento. O más bien debemos llamarlo necesidad. Me refiero a la necesidad de proteger el bosque, cuya importancia conocemos ahora gracias a los científicos.
Dejando a un lado su belleza estética, los bosques son un reservorio vital que no deja nunca de sorprender a los investigadores. Son esenciales en el ciclo del agua y en la evolución del clima. Generan el oxígeno que respiramos, protegen los suelos, nos regalan muchas sustancias usadas en medicina… En fin, la lista de virtudes sería tan amplia que acabaría por aburrir al lector.
En todo caso, nadie duda que la protección de los viejos bosques debe figurar entre nuestras prioridades. En esta línea, y para acabar con otra cita literaria, voy a recordar lo que contó Michael Tolkien, el hijo de J.R.R. Tolkien, a propósito de los ents, las criaturas con forma de árbol que este último incluyó en El Señor de los Anillos.
«Yo heredé de mi padre ‒cuenta Michael‒ un amor casi obsesivo por los árboles: cuando era pequeño presencié la tala de árboles para alimentar un motor de combustión interna. A mí eso me parecía un crimen vergonzoso contra unos seres vivos, y con unos fines muy despreciables. Mi padre escuchó con toda seriedad mis airadas protestas, y cuando le pedí que hiciera un cuento en que los árboles se vengaran con rabia de los amantes de las máquinas, me dijo: Ya te escribiré uno«.
Como bien dice Paul H. Kocher, profesor de literatura en la Universidad de Stanford, «Tolkien era un ecologista, amaba la artesanía y detestaba la guerra mucho antes de que estas actitudes se hubieran puesto de moda».
No es, desde luego, un mal modelo para todos nosotros.
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