Una historia sobre el amor y la compasión, a medio camino entre un sainete de Carlos Arniches y las fantasías verbeneras de Ramón Gómez de la Serna. Quizá la película tenga otras facetas, pero yo diría que esta es, a grandes rasgos, la premisa de El guardián del paraíso.
¿Vale la pena reivindicar una producción así? Ya son ganas. Las mías, digo. Y lo son, les aviso de entrada, porque nada de lo que acabo de revelar puede atraer al público posmoderno. El guardián del paraíso se le atragantaría a cualquier hipster, y no digamos ya a ese público educado por la televisión y por YouTube, que hoy disfruta de un humor mucho más ácido, militante y agresivo.
Mentiría si no dijese que la indiferencia que hoy despiertan películas como ésta me hace pensar. Quizá sea el peso de la edad, pero echo de menos lo que aquí veo en pantalla: diálogos ingeniosos, candidez, emotividad, ternura y postales de un mundo que se desvaneció para siempre. Supongo que entre mi generación ‒que aún alcanzó a disfrutar de este cine‒ y la que prefiere las asperezas del humorismo de hoy, media un abismo insalvable.
La posteridad siempre es un filtro cruel, sobre todo en una época que, por muchas razones, solo admite el cine español clásico a regañadientes. Casi a rastras. Pero precisamente por eso, creo que este film de Arturo Ruiz Castillo es una joya a recuperar. Siempre y cuando, claro está, el espectador ponga un poco de su parte.
El protagonista de la cinta es Manuel (Fernando Fernán Gómez), un sereno que recorre el Madrid de los Austrias, conviviendo con todo tipo de personajes nocturnos.
En una tasca, un elegante y misterioso caballero (Rafael Bardem) le pregunta por historias que le hayan impresionado. El sereno le cuenta tres.
La primera de ellas está protagonizada por un poeta bohemio (José María Rodero), cuyas penas de amor son tan colosales como su talento. La segunda nos invita a conocer a una intrépida monja (Emma Penella), dispuesta a todo con tal de salvar a un niño enfermo de meningitis. Por indicación de Manuel, la monja se desprenderá de los habitos para pedir ayuda a El Fino (Félix Dafauce), turbio propietario de un club nocturno donde se practica el estraperlo.
A modo de colofón, conoceremos otro relato más personal, esta vez protagonizado el propio Manuel. Enamorado de la inalcanzable Cecilia (Elvira Quintillá), y consciente de que su pobre sueldo nunca le permitirá hacerla feliz, nuestro sereno acepta que la joven se case con otro hombre. Sin embargo, como quien no quiere la cosa, va a ser testigo de un robo que cambiará su destino.
A lo largo de los tres episodios, intervienen, con distinta relevancia, los amigos de Manuel: un taxista borrachín y entrañable (José Isbert), un educado carnicero a quien llaman El Solomillo (Antonio Riquelme), la mujer de este último (Matilde Muñoz Sampedro) y un chulapo de mala vida (Antonio Ozores).
A partir de un excelente guión de Manuel Pombo Angulo y el propio director, con música de José Muñoz Molleda y una fotografía casi expresionista de Salvador Torres Garriga, El guardián del paraíso es un buen reflejo de las inquietudes estéticas de Arturo Ruiz Castillo (1910-1994), vanguardista de primera hora, y fundador, junto a Eduardo Ugarte y Federico García Lorca, del grupo de teatro La Barraca.
Al margen de su trayectoria escénica, Ruiz Castillo fue un gran promotor de la lectura durante la Segunda República. Trabajó como director artístico de Biblioteca Nueva, la editorial fundada por su padre, José Ruiz-Castillo.
Asimismo, promovió las bibliotecas ambulantes, y en 1935, fue uno de los principales artífices de la tercera edición de la Feria del Libro de Madrid.
Tras su labor como cortometrajista, emprendida en 1933 junto al futuro historiador y académico Gonzalo Menéndez Pidal ‒hijo de Ramón Menéndez Pidal y de la escritora María Goyri‒, Ruiz Castillo rodó films tan destacados como Las inquietudes de Shanti Andía (1947) ‒en cuya secuencia de apertura interviene el autor del libro, Pío Baroja‒, La manigua sin Dios (1948), El santuario no se rinde (1949), Catalina de Inglaterra (1951), La laguna negra (1952) ‒basada en la leyenda que popularizó Antonio Machado en su poema La tierra de Alvargonzález‒, la biografía del futbolista Ladislao Kubala, Los ases buscan la paz (1955), y un spaghetti-western, El secreto del capitán O’Hara (1964).
Hombre de una extraordinaria formación, con estudios de Ciencias Exactas y arquitectura, Ruiz Castillo resume en El guardián del paraíso buena parte de sus inquietudes. Hay secuencias que remiten a sus inicios como cineasta, marcadamente experimentales. También se aprecia un reflejo casi documental, aunque idealizado, del costumbrismo mágico de las verbenas. Algo que también remite, creo yo, a aquellas escenas que plasmó Ernesto Giménez Caballero en su corto Esencia de Verbena (1930), donde actuaba otro escritor cuyo recuerdo emerge en esta película, el ya citado Gómez de la Serna.
El Madrid de las tascas y los cafés, marcado por la miseria, entre romántico y castizo, es retratado por Ruiz Castillo de forma muy lúcida, con una articulación visual bastante poderosa.
Sin embargo, lo bueno ‒lo mejor‒ de la película es algo que ya dije al comienzo. Por un lado, tiene un aire sainetesco y popular, bien reflejado en el bolero que se repite a lo largo del metraje («Cascorro, Cibeles y el Arco de Cuchilleros / mirando tus ojos para decir que te quiero»). Y por otro, posee un toque sofisticado, muy literario, que nos aproxima al espíritu de «la otra» generación del 27: la de López Rubio, Mihura, Tono, Jardiel Poncela y demás colaboradores de La Codorniz.
Esto último es muy evidente en las ensoñaciones del protagonista, o en los demenciales titulares que lee en el periódico, y cuyo significado no les voy a adelantar, por si aún no vieron la película. Por ejemplo: «Extraños accidentes en un céntrico hotel madrileño. Un loco amordaza al maitre y se dedica a arrojarle flores. La policía busca al perturbado».
Aunque nos cueste trabajo creerlo, en España está bien visto olvidarse de figuras admirables. Creo que este, por desgracia, es el caso de Arturo Ruiz Castillo, un creador que hizo todo lo posible por difundir la cultura durante la República, y que mantuvo ese mismo empeño a lo largo del franquismo.
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