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«Los dones de la noche» (1999), de Paul Chadwick y John Bolton

Las historias entretienen, ilustran, educan, inspiran, obsesionan, asombran y hasta pueden cambiar el mundo. Y si una historia puede hacer todo eso, aquellos que las conocen, que las cuentan, tienen más poder del que podría pensarse. El problema es que intentar aprovecharse de ese poder más allá de unos límites es jugar al aprendiz de brujo, pretender controlar unas fuerzas que en realidad se desconocen y, en último término, sufrir las consecuencias de tal osadía.

Ese es uno de los temas que subyacen en esta miniserie de cuatro números de corte engañosamente infantil imaginada por Paul Chadwick e ilustrada con su habitual talento por John Bolton y por la que recibió una nominación al Premio Eisner.

Reyes es un joven intelectual que se gana la vida como tutor de Magdin, heredero de un reino medieval. No es un trabajo que le guste demasiado y su verdadera pasión es sumergirse en los libros de la biblioteca en cuanto termina sus obligaciones. Pero un día descubre que uno de los relatos históricos que acostumbra a contar a Magdin como cuento para dormir –una victoria de Aníbal sobre los romanos– inspira al niño una visión que relata al rey. Éste toma a su hijo por un iluminado, pone en práctica sus palabras y gana la guerra en la que se hallaba atascado.

Reyes se da entonces cuenta de que tiene en sus manos un gran poder, el de cambiar el curso de toda la nación. A través de sus lecciones, puede dirigir las visiones de Magdin en un sentido u otro, visiones que su padre escuchará y convertirá en realidad. Durante un tiempo disfruta confiadamente de su posición e inicia una relación secreta con el aya del príncipe, Clara. Pero lo que en el fondo ha hecho no ha sido sino corromper la relación profesor–alumno y utilizarla para sus propios fines; y aún peor, no ha tenido en cuenta que el rey está rodeado de nobles y consejeros tan ambiciosos como él pero mucho peor intencionados. Uno de ellos, Leuchet, descubre la verdadera fuente de las visiones de Magdin y decide servirse de la misma artimaña para satisfacer sus propias ambiciones.

Puede que la historia no parezca muy compleja y, de hecho, su narración es lineal y fácil de seguir. Pero Chadwick siempre ha sido un guionista con más talento del que se le reconoce a la hora de camuflar reflexiones profundas entre los mimbres de relatos de factura sencilla. Por ejemplo, el cambio que se opera en Reyes, una persona a priori sin interés en los asuntos de la corte, cuando se percata del poder que tienen sus palabras. Es una transformación, movida por una ambición bienintencionada, que anima a meditar por lo verosímil que aparece retratada. Igualmente creíble resulta su desesperación al ver que no sólo puede perder su influencia sobre el príncipe, sino que ha puesto en peligro a los intelectuales del reino y a su propio pueblo, los heironistas (un nada disimulado trasunto de los judíos).

Chadwick acierta asimismo en la forma en la que plasma la cada vez menos sutil lucha entre Reyes y Leuchet por manipular las visiones de Magdin, al que ya no ven como un niño débil y propenso a las ensoñaciones, sino como un arma de terrible potencial. Sus detestables manejos llegan al clímax en una escena en la que ambos hablan simultáneamente al niño, entablando una lucha de esgrima dialéctica que termina confundiendo primero y aterrorizando después al pobre infante.

La historia escrita por Chadwick recibe una capa de significado adicional bajo la forma de metáfora visual gracias a John Bolton. Muchos pasajes son interpretados por el dibujante de una forma poética que bascula el relato hacia la fantasía o el mundo onírico.

Por ejemplo, cuando en la primera página vemos a Reyes leyendo en la biblioteca, surgen rostros de entre los libros que le susurran palabras e ideas; las visiones de Magdin otorgan a su padre –literalmente en lo que se refiere al dibujo– alas de esperanza; la araña que acecha a Reyes simboliza la tensión emocional a la que está sometido; o cuando se siente herido y traicionado, Bolton lo dibuja con fragmentos de cristal clavados en su cara y manos… Es cierto que el texto que acompaña las imágenes es en ocasiones demasiado directo y que podría haberse aprovechado de la habilidad de Bolton para aumentar su sutileza; y también que semejante trasposición literal de las palabras a imágenes podría haber hundido la historia en el ridículo. Pero Bolton sale más que airoso del desafío gracias a su talento no sólo como artista, sino como narrador. Además, esa aproximación gráfica sirve de espejo al mundo interior, confuso y propenso a la fantasía de Magdin. Así, aunque es Reyes quien nos narra la historia en primera persona, ésta se muestra como si la viéramos a través de los ojos del niño.

Además de las reflexiones sobre la relación que existe entre el conocimiento y el poder, Chadwick introduce en Los dones de la noche otro de sus temas recurrentes: el amor y la lujuria. El comienzo de la relación entre Reyes y Clara tiene la verosimilitud de un nuevo amor, especialmente para él, que nunca antes ha estado con una mujer. Al mismo tiempo, su deseo carnal por Clara le vuelve descuidado e incluso inconscientemente empieza a introducir un tono erótico en las historias que cuenta a Magdin. Bolton interpreta perfectamente esa relación, dibujando siempre a Clara de una manera realista (en contraste con el crecientemente delirante mundo que empieza a rodear a Reyes), bonita pero no particularmente bella, resultando sus desnudos creíbles gracias a un moderado y verosímil erotismo.

No todo es perfecto en la historia. La maniobra final de Leuchet parece algo forzada e innecesaria, pero la desesperada acción final de Reyes es tan concisa y demoledora que, aunque triste y cruel, concluye la historia de forma coherente con el desarrollo progresivamente más oscuro que había ido adoptando la trama.

El estilo de Bolton combina a la perfección su característico realismo con la ilustración de fantasía. El aspecto general es vagamente medieval en lo que se refiere al uso de perspectivas planas y sencillas, recurriendo a una paleta de colores terrosos para la historia principal y viñetas monocromas (rojas, verdes…) cuando se trata de mostrar las visiones y mundo de fantasía de Magdin. Bolton siempre ha sido hábil en la utilización de los colores y aquí vuelve a demostrarlo. El amargo final, por ejemplo, está narrado en tonos grises y utiliza las diferencias de tonalidad cromática para separar volúmenes y crear efectos de sombreado con intención narrativa. Sus figuras resultan a veces demasiado rígidas, pero sus bellas composiciones y la fusión de realismo y elementos fantásticos compensan ese defecto.

A diferencia de otras obras publicadas por el sello Vértigo, proclives a la fantasía oscura o la exhibición de lo grotesco, Los dones de la noche es una miniserie que apuesta por la belleza discreta a todos los niveles. Inteligentemente escrita, muy bien dibujada, es una fábula para adultos que no necesita recurrir a la violencia, el lenguaje soez, el melodrama chillón o los personajes cínicos para animar al lector a reflexionar sobre el poder de las historias y el conocimiento y el precio que conllevan una mala utilización de ambos.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de viñetas y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".