Arthur Miller ya ha decidido que va a escribir sobre las brujas de Salem. Su objetivo es utilizar aquel acontecimiento histórico como metáfora de la situación que se está viviendo en aquellos Estados Unidos de inicios de los cincuenta. Planea un viaje de investigación a la pequeña villa bostoniana. Antes de partir, recibe una llamada de Elia Kazan. Ante su insistencia, decide hacer un alto en el camino y charlar con él. Ya sabe lo que va a decirle. Ya sabe que Kazan ha aceptado hablar para el Comité de Actividades Antiamericanas, donde ha dado los nombres y apellidos de aquellos con los que compartió afiliación y partido, años atrás. Tras despedirse y retomar su viaje hacia el norte, Miller reflexiona:
“Si yo hubiera sido de su generación, también a mí habría tenido que sacrificarme. Y ya no pude pensar más en ello. No podía franquear aquel muro. Que todas las relaciones se habían vuelto relaciones interesadas. Que todo acababa en esto y que no había nada nuevo en ello. Que se permanecía mientras era útil la permanencia, que se creía mientras creer no resultase demasiado inconveniente y que éramos peces en una pecera y nadábamos con el ojo atento a las migajas en descenso que nos mantenían con vida (…). Intuí un creciente silencio a mi alrededor, una estela invisible y obstaculizadora de vibraciones sordas entre nosotros, como una lastimera nota musical interminable por encima de la cual ya no podíamos hablar ni oír nada. Era tristeza, pura y quejumbrosa, en sordina. Y nos había ocurrido a nosotros (…). Me sentí un marginado. La extrañeza era más acusada porque, como de costumbre, arrastraba yo varias contradicciones a la vez, el amor de hermano tan fuerte y vivo como siempre junto al hecho incontestable de que Kazan me habría sacrificado de haber hecho falta. Con la sensación de dirigirme desnudo a Salem, aún incapaz de aceptar la experiencia más normal de la humanidad, la mudanza de los intereses que transformaba a los amantes esposos en enemigos irreconciliables, a los padres amantes en guardianes indiferentes, incluso en explotadores de los hijos, y así sucesivamente. Como ya sabía por lo que había leído, tal era la auténtica historia de la antigua villa de Salem, lo que entonces se llamaba pérdida del amor al prójimo. La lluvia gris que caía sobre el parabrisas me repiqueteaba en el alma”.
Mi último capricho: la primera versión española de Las brujas de Salem, de Arthur Miller. Traducción de Diego Hurtado. Traducción depurada, evidentemente: estamos hablando de la España de 1956. Diego Hurtado trabajó a partir de la versión inglesa y la traducción francesa. Fue de ésta de la que tomó el título, en lugar de optar por El Crisol (The Crucible) original.
Escrita en 1953 por Miller y representada no sin dificultades en Broadway, se estrenó en el madrileño Teatro Español el 20 de diciembre de 1956. Llegó a las 99 representaciones. En el papel protagonista, Paco Rabal, muy apropiado para interpretar a ese John Proctor adúltero y arrepentido que ofrece su sacrificio como medio de expiación de sus pecados. En el papel de Abigail Williams, Analía Gadé. Abigail, femme fatale que, tras ver frustradas sus esperanzas de convertirse en la nueva señora Proctor, no duda en acusar de brujería a su señora y enemiga, Elizabeth, la esposa ultrajada. Eso es lo único que pretenden ver los encargados de traer una obra tan polémica a los escenarios españoles. De macartismo, caza de brujas moderna y reivindicaciones políticas, ni se habla.
Año 1956. Franco ha dejado de ser el enemigo fascista de los años cuarenta. Franco se ha transformado en el amigo anticomunista, el primero que vio el peligro rojo y no dudó en combatirlo. Todo depende del color del cristal con que se mire.
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