En abril libros mil, podríamos decir cambiando algo el refrán; o mejor: los mil y un libros. Ese uno final equivale a los días que se le suman a ciertas condenas: no son días, son la posibilidad infinita. Pero la condena de los libros es una liberación: la entrada es salida.
El espacio cerrado del libro y su proliferación, la biblioteca, es el acceso a un vasto mundo, a la vastedad del mundo.
Desde los inicios de nuestra cultura, desde la griega y la judaica-cristiana un poco después, los libros no fueron vistos del todo satisfactoriamente. Platón, a pesar de que los escribió (a diferencia de Sócrates que se contentaba con hablarlos), tuvo alguna observación negativa, y el Eclesiastés se puede leer aquello de que los muchos libros vuelven al hombre necio.
Muchos libros secaron la sesera de Quijano y se puso a no diferenciar la vida de todos los días de las imaginaciones, o en términos filosóficos, la realidad de lo imaginario.
Quevedo, que fue erudito, habla de retirarse «con pocos pero doctos libros», con lo cual nos indica que, siendo buenos, lo son más si son pocos. Pero ¿cuáles son esos pocos? Nunca los mismos, salvo para el hombre religioso fundamentalista que tiene al Libro por todos los libros. La única forma de alcanzar esos «pocos pero doctos» libros es ir a por los muchos aunque no todos doctos.
El legado del libro canonizado no es el mejor método pedagógico, porque nunca se llega a esos «pocos» si no es perdiéndose entre los muchos. Ya que estamos bíblicos: sólo los encontrará quien se pierda en ellos. Quién no ha vivido ese momento en que damos a alguien joven un libro que nos ha marcado, un libro sobre el que no tenemos ninguna duda de su inmenso valor.
El joven lo lee y nos lo devuelve con poco comentario y menos entusiasmo, pero días más tarde le vemos brillar ante un libro que, azarosamente, ha caído en sus manos, tal vez uno de los relatos o novelas de Conan Doyle.
Si por un celo pedagógico quisiéramos imponer nuestro canonizado libro, lo impondríamos como un documento fatal y cerrado, tanto al lector como al mundo: no una metáfora, algo que une mundos y nos permite viajar, sino la piedra grave que, inmóvil, se cierra sobre sí y nos expulsa.
El placer de la lectura no viene de ninguna obra en particular ni siquiera de una plétora de libros canónicos (en ocasiones canes que no sufren compañía ni siquiera de sus semejantes). Santa Teresa, de quien no podemos dudar que fuera sublime, fue una gran lectora de libros de caballerías; Sor Juana, algo menos santa que la española, convirtió su celda en una biblioteca: un orbe; Cervantes leía hasta los papeles que encontraba por el suelo, y Borges leía con fruición las enciclopedias y, parece ser hasta a Cansinos Asséns, además de mucha novela policíaca.
No hay receta aunque sí, claro está, juicio. Pero la única forma de llegar a los pocos pero doctos libros (quizás ni tan pocos ni tan doctos) es perderse entre los muchos para encontrar aquellos que de verdad nos pertenecen, los que forman parte de la verdadera lectura: el acto de releer. Sin duda Miguel de Cervantes fue un lector de relecturas: tanto que hace de la segunda parte de El Quijote, la relectura por antonomasia.
Imagen superior: Adolf Schrödter.
Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en la revista Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.