A Roland Barthes le tocó atravesar densas zonas del pensamiento francés del siglo XX: el existencialismo, el sociologismo, el estructuralismo, el lacanismo. Si se me olvida alguna, añádala el lector.
Barthes, sin dejar de aprovecharse de todas ellas, salió indemne de cualquier sectarismo. Por ello, lo mejor de su obra persiste, obediente al pensamiento como arte, calidad esencial del ensayista. Por mi parte, pongo en el centro de su catálogo El grado cero de la escritura, donde concilia la herencia simbolista –la escritura como objeto verbal– con la historia de la lengua en la que se produce.
Cada escritor pretende vérselas con el grado cero del lenguaje como si fuera capaz de refundarlo, pero se encuentra con una herencia babélica. La conciliación entre ambas, entre el absoluto del símbolo y el devenir de la lengua, Barthes la denomina estilo. No refundación sino, acaso, refundición.
Si de preferencias se trata, mi elección va hacia Mitologías, Sobre Racine y La chambre claire (no recuerdo ahora mismo el título de la traducción española). Hay en estos rotundos apuntes un ejercicio de la crítica del mito como aquello que perece por un exceso de precisión en las palabras, según la feliz definición de Valéry.
Barthes ajustaría los términos: aquello que agoniza y no acaba de perecer en esa gimnasia precisa que es la vida de los lenguajes. Mitos cotidianos, mitos clásicos revisitados por el barroco francés, el Mito por excelencia: la madre muerta que vuelve en una placa fotográfica.
Si cabe, vaya un recuerdo personal, el de sus clases en la École Pratique (Rue de Tournon 6, a pocos pasos de la Librería Española), en el invierno de 1974/1975. Barthes era un hombre cortés y tímido, que llevaba una ordenada colección de fichas y las iba comentando con una voz templada en clases de canto, de un francés recortado y limpio.
Solía apoyar la frente en una mano para disipar migrañas y soltaba lentos humazos de cigarros habanos. Explicaba el discours amoureux (el discurso amoroso y enamorado) que luego convirtió en libro.
Sus digresiones eran fragmentarias y numeradas. No las unían un sistema ni una jerga sino lo que señalé al principio: la presencia de un artista del pensamiento.
Imagen superior: Institut français.
Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en ABC. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.