Josef von Sternberg (1894-1969), director aparentemente austrohúngaro (criado en Nueva York y que hablaba mal el alemán), nació más o menos cuando el cine mismo. Su firma se confunde con la imagen de Marlene Dietrich y tal vez haya un equívoco y una justificación en estos retratos sobreimpresos.
Los filmes más conocidos de Sternberg son los que hizo con Marlene, pero ella está ya prefigurada en la Betty Compson de The docks of New York (1928) y vanamente será repetida por Ona Munson en The Shangai gesture (1941).
Él la conoció en Berlín, en 1930, buscando un galán para El ángel azul y una sustituta para Gloria Swanson. Marlene había filmado nueve películas sin mayor resultado (a pesar de que La calle sin alegría la juntó con Greta Garbo bajo la dirección de Pabst [o eso se creía: en realidad, fue Hertha von Walther, idéntica a la joven Marlene, quien compartió cartel con la Garbo]).
Sternberg la evoca sofisticada y a la vez puerilmente simple, con un aire de travesti, un ser inerte, bovino, incapaz del menor gesto, una marioneta sin voz ni movimiento, a la cual este Pigmalión convirtió en lo que sería durante medio siglo: una vampiresa lánguida y febril, cansada de la vida, con súbitos arrebatos de pasión, capaz de entonar una música siempre nocturna con un registro de barítono acatarrado. Oscuridad, luces indirectas y vestidos de soirées instalaban a su paso una perpetua fiesta. Mera naturaleza animada por la inteligencia oculta del varón, Marlene era la única marioneta del mundo capaz de concitar la mirada de Sternberg.
Ella fue su invento y también su destino. Protagonizó sus más memorables falsificaciones: falsificó a Heinrich Mann en El ángel azul y a Pierre Louys en The devil is a woman; la novela de espionaje en Dishonored y la de aventuras coloniales en Morocco; la historia de guerra en The Shangai express y el melodrama en Blonde Venus.
En The scarlet empress adultera una Rusia bizantina, expresionista y rococó, sustrayendo una escena de masas a The patriot de Ernst Lubitsch, para colmo de lo apócrifo. No casualmente es el director favorito de Borges, otro paladín de la apocrifia y del “arte entre comillas”, cita que siempre desnaturaliza lo suyo.
Ostensible y bellamente falsas son Africa, Sevilla, Shangai o Petersburgo en los decorados deformantes de Sternberg. La disimulación y el disfraz son sus guías entre los laberintos de estuco y papier maché: Marlene con antifaz, vestida de varón, tomando algún atributo viril (un casco de guerrero, una gorra de marino, una chistera de seda negra).
Escribió Sternberg en sus memorias (tituladas como un primitivo filme de Edison, Fun in a chinese laundry): “Llevada desde la infancia hacia la disimulación, en un universo moral y cultural construido por el hombre, la mujer halla su refugio en el travestismo: vistiéndose para rivalizar con él, ella también puede desvestirse para exhibir unos encantos que ningún varón podría igualar”.
En efecto, la provocación erótica de Marlene actúa, frecuentemente, en el acto de desvestirse o de vestirse. El fetiche erótico es la ropa que cubre otra ropa: la lencería. Más que los pechos, el sostén que cubrirá el vestido. Más que el desnudo pie, la media que cubrirá el zapato.
Sternberg, de adolescente, trabajó como vendedor en una tienda de encajes de la Quinta Avenida, lugar con estrechos corredores y muros de cajas que contenían aquella suerte de ficticia telaraña, la misma con que Marlene atrapa a sus admiradores en la penumbra de sus alcobas, camarines o carruajes. Los atrapa mientras mira a otra mujer, su imagen en el espejo.
La mujer atrae al varón pero no es atraída por él, que es un instrumento para hallarse a solas consigo misma, en la peor compañía. La mujer se encierra y distrae, mientras la mirada del voyeur (el artista) pasa por cerraduras y rendijas.
El arte es un espionaje de camisones y enaguas. Sternberg recuerda a su padre como un hombre robusto y violento, que intentó inculcarle talentos por la fuerza. Esta imagen aparece proyectada en sus profesores. Josef, adolescente, huye de casa con su madre. Se concitarán contra el padre abandonado y tachado, en la fiesta y la perdición.
Idealmente, el director se complica con Lola para arrastrar al Profesor Basura a la corrupción y el ridículo. Viceversa, sólo el retorno del padre (Clive Brooks poniendo una meta al vagabundaje de Shangai Lily, “la flor blanca de la China”, o Gary Cooper llevándose al desierto a Amy Jolly, convertida en soldadera con cabra y todo) endereza los rumbos perdidos.
Tal vez, el padre que sorprende la mirada del niño que trata de atisbar la toilette de la madre. Es un tópico decir que Sternberg barroquiza. Busca lo preciso poniendo límites a lo posible, que es infinito: una fórmula del barroco, si se quiere.
La ausencia paterna hace del mundo un espectáculo pintoresco, dentro del cual hay otro, dentro del cual está el cine, que filma el espectáculo del mundo, y vuelta a empezar. Es como una feria, dentro de la cual hay una casino, dentro del cual hay una sala de proyección.
La autenticidad es un mero fetiche, uno de tantos, y todo realismo merece fobia: cuando aparece el sonoro, Sternbergse pronuncia contra él, porque la voz grabada en directo resultará demasiado “real”.
Él es, de movida (de nuevo: separado del padre) un nombre falso, un Jo Stern cualquiera convertido en un reclamo vagamente aristocrático de la Mitteleuropa: Josef von Sternberg, acaso un ex alumno de una academia militar donde los nobles aprenderán a cabalgar, cortejar y batirse a duelo, encender cigarrillos y calarse monóculos.
El colmo de este juego de infinitas encerronas y entreveros infinitos (de nuevo, Borges) es The last command (1928) donde Emil Jannings encarna a un antiguo oficial del ejército zarista que acaba de extra en Hollywood, haciendo de oficial zarista en una película de guerra. En la extrema ficción está la verdad de eso que llamamos vida: un papel en una comedia donde se pone en escena otra comedia.
Tanto es así que los gobiernos de China y España prohibirán la exhibición de The Shangai express y The Devil is a woman por poner en ridículo a sus respectivos países. Con respecto a este último, vale la comparación con los filmes dirigidos por Julien Duvivier y Luis Buñuel a partir de La mujer y el pelele.
El arte, pues, no es representación ni cifra de la realidad, sino símbolo: “El arte es lo que queda cuando todo ha desaparecido” parece un aforismo goetheano acerca de lo simbólico. El cine enfatiza esta propuesta, porque es el arte de lo que transcurre, el arte de lo que va desapareciendo.
En este arte de la desaparición, del fantasma fascinante e inatrapable, hay un proceso depurador. El cine es una suerte de ciudad espléndida y degradada, esa Viena de entreguerras que Sternberg evoca como una enorme feria de atracciones, una escenografía exquisita cruzada por soldados borrachos que vomitan y orinan.
Amable, festiva, invadida y mestiza, Viena es la prefiguración del Hollywood que, de alguna manera, harán los artistas de la Europa Central despedazada por la guerra: guionistas, directores, iluminadores, escenógrafos, luego músicos, que llevaron a California la farmacopea de la opereta y el melodrama vieneses. Un mundo visto como proyección de la madre es un mundo sucio que exige catarsis, lo propio de la tragedia.
El arte lucha contra el tabú, cumpliendo su realización simbólica a la vez que depurando sus acechanzas en la bella fantasmagoría de la obra.
A principios de siglo, film designaba cualquier costra de suciedad. Después, por extensión, denominó a la película cinematográfica. Sternberg empezó a trabajar en el cine limpiando y restaurando filmes, cintas de celuloide que se manchaban, deterioraban y ardían fácilmente.
Allí aprendió que del teatro de sombras a la pantalla de proyección sólo había un paso, una variedad en el fantasma, poderoso y frágil fantasma de claroscuros inventados por la luz, al chocar con las cosas del mundo.
Aprendió, también, que la imagen es intraducible, irreductible. Nadie puede describir con palabras la inmediata densidad de la imagen. La imagen que vuelve a ser, por enésima vez, la madre: la carne opaca cuyo nombre está tachado, significante total pero mudo.
Toda imagen es imposible de describir (gracias a lo cual se han escrito tantos poemas memorables a partir de obras pictóricas). No hay sujetos que puedan decir lo mismo de una misma percepción. De ahí que el cine sea una proliferación incontable de puntos de vista, una barroca dispersión y, a la vez, entretejido de miradas que da la vuelta al mundo, varias veces por día, por hora, por minuto.
El cine ha puesto de manifiesto que, más que objetos bellos, hay sensaciones de belleza, sensaciones pasajeras, fugaces, cuya condición de hechizo es, justamente, su entidad efímera.
La imagen, en su mentada densidad, es, en consecuencia, infalible, como todo aquello que no puede confrontarse con el lenguaje. La crisis de la sociedad moderna (la entreguerra en la cual eclosiona el trabajo de Sternberg) suscita un esperanto visual: el cine.
Como llega a cada sujeto y éste se convierte en soberano de su intraducible percepción, acaba por dirigirse a la masa, en la cual se encarna lo que Sternberg cree “el fondo animal” del hombre, su carácter de género, de colectivo universal.
Si el individuo puede educarse y mejorar, la masa, no. Permanece igual a sí misma desde el comienzo hasta el fin de los tiempos, inmarcesible como el tesoro de los mitos. En ella retorna, eternamente, lo primordial. Por eso la relación del artista con la masa, que culmina en la figura del director de cine, es un vínculo visceral, entre partículas de masa, no entre sujetos.
El director de cine, como conductor del equipo que realiza un filme, tiene una suerte de investidura imperial, napoleónica. El conducto cordial que lo une a la masa es un ejemplo privilegiado de dominio bonapartista.
¿Es casual que el cine prospere al tiempo que Mussolini, Hitler y Stalin? La masa, extensión meramente cuantitativa, obstáculo a la luz de la razón, es como el cuerpo de la actriz bajo los focos del estudio de filmación.
Es el iluminador quien la define, y es el fotógrafo quien define al iluminador dentro del encuadre y es el director quien define al fotógrafo dentro de su proyecto de narración, definiendo al iluminador y a la actriz. Pero, de vuelta, el conductor napoleónico queda preso en el artefacto que ha proyectado, ya que ninguna imagen mental puede equivaler a la imagen visual que finalmente aparece en las pantallas del cine.
Ha dado aliento y palabra a su marioneta, a su Gólem, a su Marlene Dietrich, pero ésta, echada a andar, teje su laberinto de encajes, de luces y sombras, y secuestra al Gepetto que animó la inerte y preciosa madera (materia) de que estuvo hecha. Dietrich, en alemán, significa “llave maestra” o “ganzúa”, esas llaves que sirven para abrir todas las cerraduras. Las utilizan los vigilantes nocturnos, los mirones y los asaltantes. Tres oficios cercanos al director de cine. Una llave enigmática, que no pertenece a ninguna puerta en particular y franquea todas ellas.
Sternberg solía recordar, al respecto, un cuento de Las mil y una noches: una princesa ofrece su mano al hombre que puede identificar un determinado objeto enigmático. Y esto es un filme: un objeto que el inventor identifica sin derogar su carácter de enigma.
¿Es la concreción, finalmente equívoca, del goce femenino, goce de la masa, que está en todas partes y sin localizar en ningún punto? ¿Es el mundo como madre, como matriz, como virtualidad incesante de todas las formas? La respuesta estropearía esta diversión en la lavandería china, donde se recupera la nitidez de la ropa interior.
Copyright © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia (Cualia) con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.