Innúmeras claves de lectura permite una obra tan variada, ambiciosa de saberes y sutil de lenguaje como la de Octavio Paz. Si de una página se trata, intento hacerlo. Uno de sus temas –obsesiones diría él– es la otredad. ¿Quién es el otro, por qué me importa?
Una respuesta dialéctica, formulada poéticamente, insiste en sus obras: el otro soy yo, mi proyección en los demás, en la cual me reconozco similar, no ya al Otro, sino a los otros. Me miro en ellos y, por lo mismo, ellos se miran en mí. Somos espejos mutuos y la mirada deshabita a quien mira. Entonces: soy uno porque soy dos y en el entre que nos une y nos separa, donde no hay nada de comienzo, inscribo mi historia.
La historia, en efecto, fue una de las preocupaciones constantes de Paz. No lo dejaba en paz y lo obligaba a pacificar. Leyó, en especial, a Hegel y a Marx, con la ayuda de su amigo el estudioso griego que vivía en París, Kostas Papaioannu. Éste era un revisor rasante de las filosofías de la historia y de la historia filosófica. Lo hacía desde una visión clasicista, basada en una imagen del cosmos griego como eterno. Y, dado que en la eternidad no hay historia, construía una edad de oro en que el hombre vivió disuelto en la naturaleza, obra de los dioses, en un mundo resuelto, simétrico, armonioso y, en ese sentido, concluso. El tiempo era allí cíclico, repetitivo y reponía en sucesivos momentos las mismas historias: los mitos.
Naturalmente, en Hegel, volviendo de Spinoza, lo que caracteriza al ser humano no es su inserción en la naturaleza sino su alejamiento de ella para conocerla, considerándola un objeto y sometiéndola a sus propios usos. La naturaleza no es intocable por ser sagrada, obra de las divinidades, sino el lugar secular de la necesidad donde el hombre va intentando construir su libertad por un constante ensanchamiento de la consciencia. El tiempo no es repetitivo sino progresivo. Y el ser humano pretende ser un dios entre los dioses pero a partir de su propia religión: la ley humana.
Octavio siempre se debatió en esta dualidad, muy propia del hombre occidental que, al decir de Starobinski, es el único capaz de salir de sí mismo y verse desde la perspectiva del otro. ¿Historia, tiempo evolutivo, o mito, tiempo circular? ¿Sociedades calientes o frías, según la nomenclatura de Lévi-Strauss, otra lectura acuciante de Paz? ¿Modernización o arcaísmo? ¿El mundo como actividad o la naturaleza como contemplación?
Creo que Octavio aprovechó este vaivén dialéctico –no se entiende lo uno sin lo otro, nada existe sin su opuesto– también para hurgar en su condición de mexicano pues México es el país criollo y mestizo que se moderniza desde la conquista española, a la vez que es el país arcaico de los aborígenes, tan civilizados como los europeos pero sin su visión del tiempo como devenir.
El escritor se asomó apasionadamente a las culturas del Oriente, en especial a las indias, al tiempo que deseaba para su país y para toda la América Latina un proceso de modernización que la equiparase con su Hermana Mayor, anglosajona, protestante e industriosa, la República Imperial del Norte.
Entiendo que Octavio fue un hombre de Occidente: sujeto, discurso, historia. Su deriva por la otredad oriental no lo incluyó nunca en sus misticismos, en su desdén por el bienestar y la profilaxis. Pero no dejó de considerar con perplejidad esa fascinación por lo Otro. Más aún: encontró un espacio de conciliación, pasajero pero decisivo, de la condición humana: el lenguaje. Más afinadamente: su costado poético. El hombre –lo dice en memorables versos– es escritura y cuado a ella volvemos, deletreamos al otro. Si algún lector consigue estas líneas, me deletreará, seré el otro para él y él, el otro para mí. Para mí mismo y para él mismo. Y ambos, seguramente, seguiremos siendo deletreados, pues estamos escritos, por Octavio Paz.
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