En su momento, Sigmund Freud meditó acerca de los contrasentidos que abrigan los sentidos que atribuimos y aceptamos en las palabras. Vino a decir, más o menos, que llevada a su extremo semántico, toda palabra acaba significando lo contrario de lo que empezó significando. En parte, porque el lenguaje es silencioso y escrito como estas líneas pero, a la vez, sonoro y hablado, tal como imaginariamente lo estoy escuchando mientras las tecleo. En parte, porque las palabras tienen un núcleo duro, donde el significado parece muy claro, y una periferia gris, ambigua, donde no lo es y hace falta explicarse por medio de otras palabras y así sucesivamente.
Hablar es contar el cuento de nunca acabar, gracias al cual nos damos cuenta de que seguimos vivos.
A esta altura, el lector habrá advertido, con su proverbial perspicacia, que me estoy enrollando. Y es que la dichosa palabrita, rollo, es la que más fácilmente nos devuelve a los contrasentidos freudianos. En efecto, si me enrollo quiero decir que me estoy poniendo paliza, pesado como un cofre de plomo o un buey en brazos. Pero, a la vez, si tú me dices que te enrollas al leerme, me halagas porque me estás significando que te gusta mi escritura, te seduce, te interesa y –no exageres– te llega a fascinar.
Sigamos. Desarrollar algo es poner en acto sus cualidades virtuales. La economía se desarrolla y eso es bueno, aunque con matices que hoy no toda tocar. Pero ¿qué pasa si el desarrollo es arrollador? Insisto: lo de Freud. Un equipo arrolla a su adversario y le gana el partido, siendo aclamado. Pero si un escritor arrolla a sus lectores, los aplasta como si fuera el equipo victorioso ante un adversario, siembra la historia de la literatura con cadáveres.
Él y ella se han enamorado, se han enrollado. Los terceros se dan cuenta de que el rollo mutuo tiene sus peligros. Ella es histérica y él es obsesivo o él es el histérico y ella, la obsesiva. La vida en común se convierte en un rollo, una pesadez y un aburrimiento, todo gracias a la misma palabra que designó el enamoramiento. Lo aconsejable, en estos casos, es cortar el rollo.
No seguiré desarrollando para probar cómo se enrolla el rollo de modo arrollador. Simplemente, recuerdo una observación mítica de los griegos, lectura muy querida de Freud. Me refiero al mito del étimo, esa palabra perfectamente ajustada a la cosa, rotunda, sólida, clara, unívoca y perdida para siempre. Termino echando mano –acariciando y manoseando– unas cuantas palabras que se enrollan y se desarrollan y merced a cuya ambigüedad, aleluya, existe la literatura. Sigo el mencionado consejo y corto el rollo.
Imagen superior: Pixabay.
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