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Saber reír

Los griegos sabían reír. Lo habían aprendido de sus dioses, a quienes no les importaba reírse. Más aún: cierto tipo de risa olímpica era uno de los rasgos de su divinidad. Pero, entrecerrando un poco los labios, una consideración irónica de las cosas alcanzaba, para la sabiduría griega, cierta calidad del saber.

Era la eironeia, una actitud, si se quiere, didáctica, que consistía en fingir que se ignoraba aquello que se sabía. Sócrates, por este medio, en los diálogos platónicos, ironiza y conoce.

Pero al ocultar su saber para provocar el saber del otro, el irónico está yendo más allá de sí mismo, y no tan sólo porque averiguar es dialogar, conversar en la sobremesa entre viejos eruditos, jóvenes atletas y esclavos curiosos. Un saber que se pone en escena como ignorancia es un saber que se somete a un cuestionamiento y puede ser derogado. Es un saber que no tiene un fundamento perpetuo y que critica todo lo que sabe, dándole o reconociéndole la virtud de lo convencional. Si convenimos que tal cosa es verdadera, lo es, pero porque podemos convenir otra cosa.

Es cierto que el saber platónico, en boca de Sócrates (o viceversa) es universal y remite a la seguridad de los arquetipos celestiales. Pero no es menos cierto que ese mundo arquetípico y sublime no pasa por nuestra historia, sino que la estremece con su divina nostalgia. Somos criaturas del lenguaje, de lo pasajero e inmediato. Nuestra historia es dispersión y controversia. La unidad, la verdad, la perfección, el sumo bien y la suma belleza que impregnan el conjunto de cumbres universales, apenas si nos llegan en el momento en que percibimos la bella conformación de un cuerpo, como erótica certeza instantánea de que eso que vemos puede ser visto, para siempre, en sede actual.

Entonces: la ironía socrática es una manera de aceptar la mundanidad de nuestros saberes, que se rozan con la verdad pero no la alcanzan a dominar. Por eso, tal vez, las autoridades de la ciudad condenan a Sócrates a morir envenenado, porque está enseñando a la juventud que el juego de la verdad tiene unas cartas irónicamente convenidas y, en consecuencia, se expone a ser alterado por otro juego. El orden es sustituible por otro orden y toda construcción humana merece irónica consideración, dada su labilidad, si se la contempla desde la ideal certeza de los arquetipos.

Recogiendo la herencia socrática, el romanticismo vuelve a la consideración de la ironía como saber. Voy a recordar algunas de sus recurrencias u ocurrencias y, para encuadrar el discurso, incursionar en algunos ejemplos de la literatura argentina, que es una literatura inventada durante el romanticismo. Dejando a un lado el incierto y fatigoso camino de las fuentes –si Fulano pudo o no conocer lo que Mengano dijo y si lo supo de buena tinta o entintado por una traducción poco fiable– prefiero dirigirme a las coincidencias y ecos entre distintos niveles y diversas formas del romanticismo. Por fin, si todos los románticos son románticos es porque tendrán algo en común.

Friedrich Schlegel divide la filosofía en dos grandes campos: la sistemática y la irónica. Volviendo a Platón, define la ironía como “belleza lógica”, es decir un Logos que se caracteriza por ser bello y, al juntar lo que discurre con lo que siente o percibe como bello, constituye un saber.

Un escenario privilegiado del quehacer irónico es el lenguaje, arma de bolsillo que produce la mínima herida, que es rasguño erótico, la Palabra sirve para desgarrar la máscara de lo cotidiano, para hacer la crítica de la certeza malamente atribuida a las palabras, a las que desaloja de su lugar seguro, el lugar común. La costumbre enmascara; la ironía, por medio del lenguaje, desenmascara porque el lenguaje mismo es ocultamiento y destape, según el doble juego de la eironeia socrática. Es erótica en tanto desnuda y es mortífera en tanto aniquila lo inmediato, pone distancias, abre agujeros en la compactidad de lo habitual, agujeros que, en ocasiones, carecen de fondo, son abismales.

Sabemos que para lo románticos –Novalis lo dice y Camus y Cioran lo repiten– el gran acto filosófico, el acto serio y estricto por excelencia, es el suicidio. Si se realiza, es la obra maestra de la ironía, el desenmascaramiento absoluto, la derrota de lo relativo, la anulación del tiempo subjetivo, la instauración de la distancia radical en un gesto que adopta la forma estética de la escultura: el cuerpo palpitante se inmoviliza como una estatua al llegar como cadáver al cielo de los arquetipos, el instante fronterizo en que la vida es destino y el sujeto es puro nombre.

Pero hay una ironía de segundo grado, ironía potenciada, que es la que desplaza el suicido al discurso y lo convierte en simulación de la muerte, de la aniquilación del sujeto. y en intuición instantánea de lo absoluto: el poema. Ironizamos  sobre la vida al suicidarnos e ironizamos sobre el suicidio que ironiza sobre la vida, al escribir el poema, que se deshace en nuestra boca como la cicuta en la saliva de Sócrates. La dulzura del reposo final y definitivo endulza, a su vez, todas las amarguras de la vida, incluida la amargura de la amarga ironía.

Entonces: ironizamos sobre lo más serio, que es la vida cotidiana, porque la seriedad de lo habitual mantiene la vida como continuidad. La vida, sin más vueltas. Por eso, en toda ironía hay una sugestión suicida, aparte del strip–tease de la Palabra que se pone a desvestir a las palabras.

El mundo romántico es un universo donde, a la larga –y tan a la larga: en las improbables esquinas del infinito– todo se corresponde y se puede combinar armónicamente, dada la invisible partitura matemática y musical que le sirve de cañamazo. Pero, en lo cercano, digamos en la espesura de esa selva que es la historia, todo difiere, disiente y se contradice. Todo chirría, como preludio a la universal armonía que siempre/nunca alcanzaremos en el infinito, a la manera como chirrían los instrumentos de una orquesta mientras se afinan. La mezcla de los contrarios es una infinita mezcla. Richard Benze ha denominado este (des)concierto romántico la fiesta que se ofrece a sí mismo el espíritu desencantado. Una orgía. La ironía habita en los rincones de tal festín y detalla sus pormenores. En la ironía tenemos los ecos de sociedad del universo como bacanal de los opuestos.

La maniobra romántica por excelencia en esta estrategia de la ironía es la yuxtaposición de los contrarios: lo trágico junto a lo cómico, lo sublime junto a lo ridículo, el héroe al lado del bufón. La realidad es ironizada al ser vista desde la lejanía ideal, mientras la ensoñación del ideal es ridiculizada desde la inmediata bastez de las cosas. La cara mira al cielo y el culo mira a la tierra, ambos dotados de ojos. Quevedo y Octavio Paz, éste comentando agudamente unos dibujos de José Guadalupe Posadas, han observado esta doble mirada que implica en el cuerpo el doble juego de la ironía.

La duplicidad cielo/tierra aparece en las primeras obras de los románticos argentinos. En Amalia de José Mármol, la adusta gravedad del dictador Rosas tiene su espejo deformante en las insolencias del bufón Biguá. En El matadero de Esteban Echeverría se enfrentan el unitario caracterizado por el color celeste, y sus verdugos federales, vestidos de rojo, poniéndose mutuamente en ridículo. Sarmiento enfrenta la ingrávida civilización a la telúrica barbarie, oposición que más tarde cierta sociología desarrollará como el par civilización/cultura. Sarmiento mismo va de un campo al otro. Si anatematiza a los bárbaros como lector de libros franceses sobre el Oriente arcaico y cruel, se enorgullece de su propia barbarie al embriagarse de paisajes inéditos en la floresta brasileña o gozando orgiásticamente de una corrida de toros en Madrid o de una galopada mora en Argelia.

Cuando algo serio se disuelve en nada, los románticos hallan la risa, extrema conmoción corporal que enfrenta la vacuidad del mundo sensible. El lenguaje común recoge la tensión cómica y cósmica. Se dice “me muero de risa”, “me divertí y me la pasé de muerte”, “me reí hasta las lágrimas”, “Fulano con sus chistes me mata de risa”. Sin llegar a la muerte, la risa nos puede descojonar, lo cual no deja de ser doloroso. En cualquier caso, lo trágico romántico es siempre tragicómico. El bufón, desde Rey Lear de Shakespeare hasta Don Álvaro del Duque de Rivas, siempre comenta y hasta ridiculiza los dictados del personaje serio. La tragedia y la farsa sólo se concilian en el infinito, en esa apertura de lo finito a lo infinito que es lo sublime, una elevación sin límite que está más allá de lo bello, como un abismo hacia arriba. Erhaben: levantar, elevar, sublimar. Erhabenheit: lo sublime.

Quedándonos un momento en la filología –en el caso, suministrada por Gustav René Hocke– podemos recordar que Witz, deficientemente traducido por “chiste”, es palabra que viene del antiguo alemán Wizzi, saber, de la cual se desprenden, por un lado, Witz  (chiste, juego de palabras, calembur, ingenio verbal) y, por otro, wissen (saber en sentido moderno) que genera, a su vez, Wissenschaft (conocimiento organizado, ciencia). Tras este recorrido volvemos a la clasificación dual de Schlegel.

Jean Paul define el Witz como el juguetón anagrama de la naturaleza, teniendo en cuenta que spielen significa jugar pero también representar un texto teatral o tocar una música: to play, jouer. Fantasía, alfabeto de los jeroglíficos, respuesta que da el lenguaje cuando lo ponemos en funcionamiento y él se pone a jugar con nosotros, nos pone en escena y nos hace sonar como un instrumento musical.

De nuevo es Schlegel quien nos propone más incisos del Witz: es el espíritu que se asocia libremente, sin determinación, el genio de lo fragmentario. Insistiendo en lo semántico: Geist es espíritu pero también fantasma, ingenio y religión. En fin, que el juego es algo serio y por eso se habla de jugar a la rayuela, que lleva del Infierno al Cielo, y de jugarse la vida como quien juega, por ejemplo, a la ruleta. La apuesta es un acto de riesgo metafísico, el riesgo de vivir, como quiere Pascal.

En el juego que el lenguaje nos propone cuando le proponemos algo, se muestra el parecido de lo ajeno y la similitud de lo discontinuo. En el Witz se reúnen la agudeza (facultad de hallar diferencias) y la hondura (facultad de hallar parecidos). Ingenio agudo es el que va a la superficie de la historia. Ingenio grave es el que va a las profundidades del mito. Todo se disuelve en el infinito superior, en lo sublime.

Si el entendimiento es mecánico y trabaja con la relación entre causas y efectos, el genio es orgánico y reconoce los parecidos abisales que existen en la diversidad del mundo. El Witz es la química del pensamiento, que analiza sus componentes y anota el curso de sus disoluciones. Disolverse es placentero. Por eso los que gozan se llaman disolutos.

Hay una lógica manifiesta de las cosas y de ella se ocupa la razón, lo normativo, lo que va de la regla al caso y pone las excepciones al margen. Pero hay otra lógica que las cosas ocultan y de ella se ocupa el azar, que no es racional pero no por ello menos lógico. La poesía trabaja con él y, en consecuencia, es una forma del saber. Su trabajo es inverso al de la razón: va hacia la norma partiendo de lo excepcional, lo extraordinario, lo accidental, lo que, un poco atolondradamente, llamamos “lo genial”. Es la lógica del azar, que se complace en denunciar contrastes y hallar, al tiempo, semejanzas.

Poéticamente, los románticos han descrito lo que la moderna lingüística ha intentado entender científicamente: el lenguaje es imprevisible en tanto el habla siempre excede a la lengua. Ésta atesora sus logros –los de aquélla, en rigor– pero llega tarde a los lugares de singularidad que ha hallado el habla, convirtiéndolos en lugares normalizados, en lugares comunes. Tópico significa, radicalmente, eso: lugar. Por donde un hablante genial ha pasado por primera y única vez, luego pasamos todos y lo convertimos en calle pública, en lugar de paso.

De estas consideraciones parten los modernos razonamientos sobre lo cómico. Bergson, por ejemplo, nos explica cómo la comicidad surge de una expectativa rota por lo inesperado, de una espera de consecuencia que desdice la causa. Si se nos narra un accidente y vemos cómo se despeña un vehículo por un barranco y se matan unos cuantos semejantes, el suceso es doloroso y grave. Si un señor perfectamente trajeado pisa una cáscara de plátano y se cae de traste, nos reímos. Los hechos son similares: alguien se desploma y se lastima. Pero el nexo causal que se cumple en el primer ejemplo y se quiebra en el segundo produce efectos divergentes. El azar nos da risa y la lógica racional nos agrava. Alfred Stern abundará en lo mismo con sus reflexiones sobre la psicología del llanto y de la risa.

En el medio queda ese romántico tardío que es Sigmund Freud, con sus estudios sobre el Witz y la psicopatología de la vida cotidiana. Sólo que él convierte en sujeto a ese otro que aparece en las fracturas del discurso habitual que nos exhiben los chistes, los juegos de palabras, los contrasentidos semánticos, los actos fallidos: lo bautizamos inconsciente. Esa recuperación de lo desplazado nos hace ver lo que hondamente deseamos y nos da placer, por eso nos reímos, a veces hasta las lágrimas. La queja del dolor y el quejido del orgasmo suenan parecido. El “ay” es de dolor o de placer. Es eso que “hay”, la romántica convergencia de la agudeza y la hondura.

El arte es una manera formalizada y, a veces, institucionalizada, de proporcionarnos placer por el inopinado encuentro de nuestro deseo. O al revés, que es lo mismo: el deseo nos encuentra y nos codicia, somos objeto de ese deseo que creemos objeto de nuestro deseo. El arte sirve para identificar sensiblemente ese doble juego que, tal vez, sea el juego de la vida. Somos la historia de nuestro deseo y el deseo es la historia de nosotros mismos convertidos en objeto del deseo ajeno. Por eso decimos que algo bello nos priva, nos arrebata o nos enajena. En ese momento de la experiencia estética se produce el rapto, el robo del sujeto por la irrupción de los dioses, las musas o el más doméstico inconsciente.

El arte es siempre, en ese sentido, cómico. Y, si seguimos el dictamen romántico: tragicómico. Los románticos se permiten, así, disolver los géneros y fragmentar el sistema. Quizá nuestra modernidad venga a dar en esta atomización de la vida, en ese culto a lo discontinuo que está en el trabajo de las experiencias estéticas de nuestra época, intuidas por los románticos, meditadas por los simbolistas y puestas en escena por las vanguardias.

La literatura argentina tiene varios ejemplos privilegiados de esta casuística. Es el más notorio el caso de Borges, autor de una enciclopedia en migajas, imposible de encuadernar, denuncia del infinito libro que está en el inalcanzable centro de la biblioteca de Babel. Borges fue un lector de ciertos románticos alemanes y un devoto del filósofo del deseo omnívoro, Schopenhauer. La meditación borgiana acerca de lo inconcebible del universo viene de esta reflexión última y primaria: ningún conjunto que pueda montar el entendimiento humano es capaz de contener todo, porque debería contenerse a sí mismo y entonces quedaría fuera del todo. El universo todo lo contiene pero es racionalmente inconcebible. Sólo un objeto místico, ese Aleph que está oculto en un escalón de una casa de la calle Garay o de cualquier lugar del mundo, puede ser el órgano de esa visión total, imposible de alcanzar por medio de las palabras. Éstas ironizan sobre su impotencia, claman por una mística que les es ajena y por la felicidad que da admitir el vacío del mundo, sea el que explican la Cábala,  los pitagóricos, la teoría barroca de la metáfora, el budismo zen o las doctrinas mahayanas del Vehículo. O los gnósticos, para los cuales el conocimiento es inseparable del acto de conocer y, por ello, inaceptable para Occidente o sea para la cultura del discurso. Ésta se pone en escena, irónicamente, en la figura borgiana de Funes el memorioso, que nada podía olvidar pero que no podía decirlo verbalmente porque la palabra es incomparable con la memoria. La espiral semántica se retuerce hasta el infinito pero la palabra es siempre finita.

El discurso romántico es la tarea de Sísifo: proponerse una obra única y total y que, dadas las limitaciones del lenguaje frente a la infinitud de su objeto, no puede ser sino fragmentaria. El libro que nunca se escribe, el libro que siempre está por venir, según define Blanchot la propuesta de Mallarmé. Una irrisión de libro, algo cómico. Algo como para morirse de risa.

Menos notorio y más magistral que BorgesMacedonio Fernández también intenta ironizar sobre el discurso que es total y fragmentario, en esos textos que son prólogos a prólogos, cervantinos circunloquios de un texto imposible y que ¿culmina? en el libro abierto en la página en blanco que otro lector seguirá escribiendo hasta la página en blanco que etcétera. Las Voces de Antonio Porchia también son un ejemplo de ese discurso desmigajado hasta el infinito donde entra en juego, como ausencia esencial de sí mismo, como vacío incolmable, el blanco intermedio de la página.

Reírse es, entonces, una manera de evitar el ridículo. Acaso esto explica la risa histérica o contrafóbica, la risa de miedo que todos hemos experimentado. La risa callejera y estentórea de la “patota” adolescente, enfrentada con el miedo a la vida adulta. La risa de la locura que tantos melodramas ha resuelto y que sustenta el tópico de “reírse a lo loco”.

Bajtín Eco han discurrido sobre el tema de que el Demonio ríe y escribe y Cristo ni ríe ni deja nada escrito. ¿Es cómica y diabólica la escritura?  ¿De qué se ríe el Demonio? Si lo hace desde la burla, lo hace desde el poder. Nos burlamos de lo inferior porque estamos en situación eminente. Convendría hacer una historia universal de la burla como historia universal del poder. Dime de qué te ríes y te diré qué tomas en serio, a qué temes, de qué te defiendes, qué inferiorizas.

En el poema nacional argentino, Martín Fierro, abundan las burlas. Fierro y su amigo Cruz se burlan de los extraños: indios, negros, milicos, gringos y mujeres.  Luego, la literatura argentina insiste en lo mismo: la burla al inmigrante desde el punto de vista del criollo fundador. El grébano que habla un mal castellano, rapaz y materialista, es retratado en abundancia por la novela y el sainete, el grotesco y las letras de tango. El palurdo y el recién llegado de fuera son objeto de irrisión para quien se identifica con la gran ciudad que administra la nación y su estirpe.

Queda, al final del inventario, la parodia y su extremo, la caricatura. Ambas suponen un modelo esencialmente serio y de formas definidas y perfectas, es decir lo que ninguna literatura, cabalmente, es capaz de configurar. En consecuencia, la parodia es la tarea por excelencia de la literatura que no puede ser la Literatura. Nos da risa pero es lo único que podemos hacer en serio.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")