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Sofia Gubaidulina interroga al contrabajo

Muchas claves se pueden activar para entender el mundo de Sofía Gubaidulina. Como siempre ocurre con el arte verdadero, ninguna es exhaustiva.

Las hay externas y no carecen de elocuencia. Se la vincula con la mística de los números, con la serie de Fibonacci (un matemático del Renacimiento), con las inspiraciones de la naturaleza viva, con las teorías de Mechaninov, etcétera. Cada vez que se piden explicaciones a la compositora, en cambio, las extrae de su intimidad y nos asombra con su sencillez. “Quiero liberar a la materia y dar una ley a la forma” o “Los instrumentos tienen su naturaleza y quieren expresarla”.

Al encarar el contrabajo, en obras de estos inmediatos veinte años, es decir de su decidida madurez, Sofía –es una ocurrencia personal– hace un juego antropológico. En efecto, es un instrumento humano en el sentido más animal de la palabra: tan alto como el hombre que lo ejecuta. Es, si se quiere, su doble, silencioso y capaz de ponerse a cantar.

Entonces Sofía se le acerca con actitud silvestre, empuña el arco y lo frota contra el encordado, sin saber ni palote de la técnica respectiva. El contrabajo la “entiende” y le “dice” lo que le gustaría cantar. Su canto es de generosa amplitud: grave como él mismo pero capaz de sonar a chelo, viola o violín.

Es sabido que algunas de estas piezas felizmente reunidas en familia –lo digo porque no todas las familias son felices, ni siquiera en la música– han surgido de improvisaciones entre la autora y un conjunto de instrumentistas. A veces, el juego de lo escrito definitivamente consiste en una suerte de “me cuesta encontrar”, lo cual evoca al último Beethoven, el de las sonatas y los cuartetos finales. Es como si se pidiera ayuda a los instrumentos y que ellos revelaran un manojo de secretos. Entonces: hágase la música y la Música fue hecha.

¿Qué hace Sofía con la tonalidad? Seguramente, encogerse de hombros. Más explícitamente: trazar breves células melódicas que se pueden escuchar como tonales sin resolver –la maestría de Berg actúa en esto–, resultando no tonal pero tampoco sistemáticamente atonal. La regla se encuentra y se da, no se tiene de antemano, según la compositora razona líneas arriba.

Abundan los glissandi, sobre todo hacia el agudo, como buscando alturas, hay siempre mínimos cantos que acaban siendo un Gran Canto, no faltan los azotes de arco, los guitarreados, los pellizcos.

En fin: todo lo que el contrabajo “sabe hacer” y que Gubaidulina, humilde y como quien no quiere la cosa, le consulta.

Hay un gran ejemplo decimonónico en cuanto a mimar a este instrumento como solista, el del italiano Bottesini. Ha hecho lo mismo que ahora Sofía, pero a la inversa. Quiso meter a su amado contrabasso en el canon de la música entonces establecida y lo consigujó con toda dignidad, en cuartetos, conciertos, sonatas. Sofía lo descuaja del canon, lo lleva a compañías insólitas y le provee un mundo nuevo y propio. Veamos los casos.

Sin perder los estribos del lirismo, en Cinco estudios domina la convención de lo improvisado, si cabe la figura. En Pantomima señorean las obstinaciones en serie de creciente complejidad e intensidad.

Por seguir improvisando, algunos ritmos nos llevan a la sede jazzística. En Ocho estudios hay otra serie, la de números sueltos y reunidos en manojo, no en tropa. Pensando en la devoción de Gubaidulina por Bach ¿no cabría leerlos como una suite barroca convenientemente retraída hasta nuestros días? Una estructura muy característica de Sofía se halla en los títulos que enseguida enumero y es el contrapunto entre instrumentos que dialogan, discuten, pelean, se separan y acaban sumando sus voces en una especie de himno resolutivo o canción coral. Así ocurre en la Sonata, que sugiere el encuentro de dos personajes: el contrabajo oscuro, corpóreo, telúrico, y el piano, que se ilumina y oscurece como si se instalase en una levitación de alto paisaje: nubes y claros. Algo similar pasa en Croce (el título connota conflicto pero también tachadura y encuentro, por no pensar en símbolos religiosos). La asociación de contrabajo y acordeón parece desgajada –sin duda que involuntariamente– de una orquesta de tango y tiene, en efecto, esa sugerida capacidad anecdótica del tango: ser una fugaz historia, acaso de amor. Se vieron, trataron de entenderse, trataron de unirse, trataron de separarse, trataron de someterse y de liberarse, no pudieron despegarse.

En Quasi Hoquetus el piano propone la tonalidad, dialoga y va siendo persuadido de abandonarla. El piano es serio, los demás son cachondos, se entabla la conversación contrapunteada, se ponen a bailar y al final baila todo el mundo.

Suprema audacia es componer una página musical llamada Silenzio, así, en italiano, como una indicación musical, la decisiva. Sofía resuelve el envite con un lirismo estático, pedales de una música que surge del silencio, como recordando su taciturno origen. Hay que escucharla sumándole nuestros propios silencios, el anterior y el posterior a ella. Acaso, agradeciendo a Mallarmé que nos haya enseñado a hacerlo.

Y ya que estamos de audacias, tampoco es pequeña la de combinar tres guitarras y un contrabajo en Pentimento, donde se vuelve a la estructura coloquial ya expuesta, esta vez con asombrosos hallazgos de timbres entre la densa y abismal ocuridad de uno y la levedad insolente y cristalina de las otras.

Por fin, señalo las obras donde interviene la voz: Un ángel (con versos de Elsa Lasker- Schüler) y Canciones de patíbulo a tres (sobre textos de Christian Morgenstern). La voz apenas canta, en un recitativo sutil y muy intencionado, en tanto el acompañamiento dialoga con ella o comenta lo que “escucha” decir. Los soportes verbales son distintos. El primero es meditativo y serio, el segundo se dispersa en quince números entre cantados e instrumentales, me atrevería a decir que divertidos por mor de la ironía, que es una manera oblicuamente seria de pensar. Es que Sofía, conforme a su nombre, no deja de hacerlo: divertirse, o sea investigar caminos que se bifurcan, y meditar, o sea pensar a cada paso sobre lo que cada paso le va enseñando: hacer música.

Disco recomendado: Sofia Gubaidulina (1931): Música de cámara con contrabajo Martin Heinze, contrabajo. KlangArt Berlin y amigos / NEOS / Ref.: NEOS 11106-08 (3 CD)

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo se publica en Cualia por cortesía del autor y de Diverdi. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")