Peter Coyote tiene eso que Edgar Morin llama una mente bien ordenada. Lo descubrí al poco de entrar en la habitación de hotel madrileño donde íbamos a realizar la entrevista. Me saludó en español, y al cabo de unos minutos, comprendí que Coyote es un personaje de otra época: sensible y con una cultura compleja y elaborada, que le permite abordar las cuestiones más difíciles con gran seguridad.
Charlar con el se parece a disputar una partida de ajedrez en el Greenwich Village. La comparación viene al caso por dos razones. En primer lugar, Peter Coyote representa a esa clase ilustrada estadounidense que siempre ha participado en la bohemia y en las vanguardias, y por otro lado, manipula las piezas en la conversación con un dominio que recuerda esas jugadas destinadas a efectuar un jaque mate.
Aunque se considera mejor escritor que actor, su popularidad se debe al cine y a la televisión. Como bien saben sus admiradores, ha rodado junto a importantes cineastas ‒Steven Spielberg, Martin Ritt, Richard Marquand, Steven Soderbergh, Roman Polanski, Jean-Paul Rappeneau, Sydney Pollack…‒, y ha prestado su voz a innumerables documentales.
Durante los años sesenta, participó en el movimiento hippie, se manifestó contra la guerra de Vietnam, aceptó las enseñanzas de un chamán de la tribu Paiute-Shoshone, intervino en el mítico Verano del Amor de 1967, y asimismo, lideró en San Francisco un grupo teatral de guerrilla, los Diggers. Aquella época tumultuosa queda reflejada en sus primer libro de memorias, Sleeping Where I Fall: A Chronicle (1998), cuyo contenido sirvió de base a nuestra conversación.
La sofisticación de sus maneras no oculta ese espíritu contracultural de los sesenta, que él sigue defendiendo contra viento y marea. Para avivar su nostalgia de aquellos días, le comento aquella ocasión, en 1961, en la que fue invitado a la Casa Blanca junto a otros activistas del Grinnell College. Por deseo de John F. Kennedy, se reunió con el consejero de seguridad nacional, McGeorge Bundy. Esta reunión fue decepcionante para él, y le llevó a comprender que para cambiar la política de un país, hay que empezar por cambiar la cultura de los ciudadanos.
En todo caso, Coyote no es un sectario, y ha mostrado en más de una oportunidad su admiración tanto por los objetores de conciencia como por todos aquellos que, por razones nobles, decidieron alistarse en el ejército.
Hoy viste camisa blanca y vaqueros. Prendida en la solapa de su chaqueta, luce un broche algonquino que recuerda el interés del actor por la tradición de los nativos americanos. Su voz suena elocuente, persuasiva, y da un atisbo revelador de la extraordinaria energía que le mueve desde su juventud.
Usted vivió en profundidad todos los eventos de la contracultura, desde las protestas contra Vietnam hasta aquel Verano del Amor, en Haight-Ashbury. Visto en perspectiva, ¿no cree que usted y otros creadores que emprendieron la revolución cultural de los sesenta y los setenta forman parte de una generación perdida? Se lo digo porque muchos de los artistas que integraron aquel movimiento han tenido que retirarse o aceptar las convenciones de los nuevos tiempos.
No, claro que no me siento parte de una generación perdida. En los sesenta y los setenta, como dices, fui muy activo en la contracultura. Y aunque es cierto que no ganamos en ninguno de nuestros objetivos políticos –no acabamos con el capitalismo, ni con el imperialismo, y tampoco con el racismo y la guerra–, salimos victoriosos de todos nuestros objetivos culturales. Gracias a lo que surgió en aquellos años, la cultura de los Estados Unidos ha cambiado por completo. No hay sitio al que puedas ir en el que no existan un movimiento feminista, una organización ecologista o practicantes de diversas formas de espiritualidad –budismo, zoroastrismo, lo que quieras–, así como movimientos partidarios de la comida orgánica.
En todas partes, encuentras este tipo de iniciativas. Así pues, no me siento perdido. Lo que nosotros defendíamos ya ha penetrado en la cultura, y eso me parece una victoria más relevante que cualquier éxito político. No te hablo de lo que sucede en la superficie, sino de aquello que ha arraigado en lo más hondo de la sociedad. Y lo conseguimos a pesar de nuestros errores y de nuestros excesos.
Por otro lado, nuestros hijos han enarbolado la misma bandera. Lo que me gusta es que ahora son invisibles. Sin el pelo largo, nadie los distingue como hippies. Todos estamos en la misma cultura, y todos podemos hacer presión por el cambio.
Sin embargo, da la impresión de que los últimos cambios sociales vienen dados por la publicidad, por los medios de comunicación y sobre todo, a través del ocio digital, que ha generado nuevas costumbres y adicciones.
Desde los tiempos del presidente Ronald Reagan, los miembros de la oligarquía decidieron que no querían otra generación de jóvenes activos e inteligentes que lucharan contra los aspectos negativos del sistema. Así que pusieron en marcha un gran mecanismo de propaganda para describirnos como fracasados –fumadores de drogas, con grandes símbolos de la paz y ropas estúpidas–, y encauzaron a los jóvenes en otra dirección: la de hacerse ricos.
Debían ser materialistas, habituados al consumo… Y la cosa funcionó por un tiempo, y eso les hizo felices. Facilitaron muchas formas de distracción –iPods, iPhones, ordenadores, videojuegos, salas de chat–…, pero cuando todo es diversión, ¿dónde queda lo que de verdad es relevante? Con tanta distracción, ¿les queda tiempo para ocuparse de los temas que de verdad importan?
¿Cree que se está perdiendo la capacidad de iniciativa cultural y cívica por parte de la ciudadanía?
Me sentiría mejor si los jóvenes americanos estuvieran en las calles, defendiendo sus valores y recordando a los gobernantes las promesas que deben cumplir… Pero todos están absortos frente a los ordenadores, con los videojuegos o mirando porno en sus iPhones.
¿Cómo ve el futuro al comprobar todo esto?
Mi preocupación son los jóvenes. La desesperanza juvenil es algo que se advierte en las modas, en la música ‒dura, áspera‒ y en otras manifestaciones culturales. Sin embargo, la cultura corporativa, basada en las marcas, ha triunfado a través de Madison Avenue.
Mi hijo está viviendo con poco dinero –es divertido estar en Nueva York–, pero ahora, cuando llega el momento de que un joven se gane la vida, ya no quedan opciones. La industria ha sido enviada a Manila, a México, a Indonesia, Turquía, Bangla Desh… incluso están enviando fuera a los trabajadores cualificados.
Estos chicos no tienen un conocimiento práctico de cómo funciona el sistema político. Te pueden decir los nombres de diez integrantes de un grupo musical, o citarte las estadísticas de una estrella del deporte, pero no pueden nombrar a un miembro del Congreso, ni saben de quién recibe dinero, ni a lo que se comprometió, ni quién lo apoya…
Se ha permitido que les roben la democracia. Opino que los europeos son más duros, están más alerta y son más inteligentes en este sentido. Así que los miro con esperanza.
Quienes lean esta entrevista, pueden caer en la tentación de etiquetarle políticamente…
Hay una gran diferencia entre explicar un punto de vista ideológico y aclarar una realidad. A estas alturas, ya no me interesa tanto la ideología. Cuando era joven, en el terreno político, digamos que yo era socialista… más o menos. Pero ninguna posición política inamovible va a tener siempre la verdad, y yo siempre trato de ir tras la verdad.
Tenemos en inglés una expresión que dice así: Un reloj parado acierta dos veces al día. Si fuera siempre conservador, o comunista o socialista, alguna vez estaría en lo cierto, pero otras muchas veces no.
El idealismo de los sesenta le llevó a experimentar la vida comunitaria, y también le condujo hacia el budismo, una religión que estudió en el San Francisco Zen Center, pero que ya había descubierto a través de figuras como Gary Snyder, a quien conoció a los 29 años.
El caso de Gary Snyder es un ejemplo a la hora de vincular su vida espiritual con su faceta creativa, familiar y política. Fue todo un modelo para mí. De hecho, me acerqué al budismo con mayor seriedad cinco años después de encontrarme con Gary.
Soy budista, y me preparo como profesor y monje. Quiero servir de ayuda los demás, y descubrir qué puedo enseñar. En este sentido, no me interesa tanto mostrar ideas, sino aquello que atañe a lo más profundo del ser humano en una determinada circunstancia.
¿Puede ponerme un ejemplo?
Verás, encuentro que alrededor del mundo hay una guerra secreta entre quienes dominan las finanzas y los trabajadores. Y quiero, de la mejor manera posible, mostrar cómo funciona ese conflicto. Piensa en el personaje que interpreto en Di Di Hollywood [la película de 2010 que motivó esta entrevista]. Si te das cuenta, no lo represento como un hombre dulce, suave, porque él simboliza el poder absoluto del dinero… Y no se trata de representarlo como un estereotipo, porque el mensaje no se dirige a un espectador estúpido. Pero eso es lo que quiero comunicar, y procuro dejárselo claro al público.
Viendo cómo se publicita a las grandes estrellas, tengo la sensación de que estamos volviendo a esquemas de otra época. En el sistema de estudios que predominó entre los años veinte y los cuarenta, la vida pública de los actores era controlada y moldeada por los publicistas. En buena medida, una estrella no era una persona real, sino todo un personaje ¿Cómo se logra preservar la integridad personal en esas circunstancias? Y sobre todo, ¿qué sucede con todos los actores que no alcanzan esa posición de privilegio?
Es una pregunta interesante, pero debo darte una respuesta compleja… Para empezar, hablemos de los viejos estudios. Ese sistema tenía dos facetas: por un lado, los estudios representaban la suma de capital y poder, y por otro, facilitaban a los artistas las herramientas para desarrollar su labor. Y esas herramientas conllevaban una serie de condiciones, que dependían del guión, de su autor y de lo inteligente que fuera el jefe del estudio.
Este último sabía que debía producir cincuenta películas al año. Sólo iba a contar con cinco buenos guiones, así que tenía que tratar con cuidado cinco proyectos, y el resto lo enfocaba hacia el público más banal. Y esa era la tarea que debía cumplir para que su gente siguiera trabajando.
Hoy en día, las corporaciones y el sector financiero se han apropiado de la cultura de Estados Unidos. Y ven las películas como un vehículo para sus beneficios. Como en los viejos tiempos, Hollywood debe lanzar doscientas películas anuales. De todas ellas, quizá doce sean buenas. El problema es que hay miles de actores buscando trabajo.
En mi sindicato, el 95 por ciento están desempleados. Así que, cuando consiguen un papel, su objetivo es criar a sus hijos, pagar el alquiler… Quizá ese trabajo no sea bueno, pero no es culpa suya. El hombre que tiene el poder es a quien puedes culpar.
Hay un tópico muy antiguo sobre el precio de la fama. Casi parece que hay que vender el alma para entrar a formar parte de ese panteón de las estrellas. Por otro lado, el público puede ser cruel, y cada vez que un actor filma un proyecto de baja calidad, o fracasa, carga contra él como si hubiera sido una decisión personal.
Un actor que rueda una mala película no vende su alma. No posee los medios de producción. Como escritor, a ti te basta con esta grabadora con la que me haces la entrevista y un ordenador para transcribirla. En el mundo del cine, hacen falta cámaras, maquillaje, vestuario… de modo que nuestro oficio debe ser interdependiente con las fuerzas del capital.
Te contaré una historia que conocí a través de un nativo americano. Él se vio implicado en una gran lucha entre ecologistas e indígenas. Estos últimos estaban furiosos. Decían: «Hace doscientos años nos llamabais salvajes, y nos decíais que debíamos ser civilizados. Ahora nos decís que nuestro modo de vida ancestral era el correcto, y que deberíamos conservarlo».
El indígena de quien te hablo les relató lo siguiente: «Un día viajaba en mi coche, y me detuve a tomar una taza de café. Por la ventana, vi un pequeño pájaro, revoloteando alrededor de mi coche. Al observarlo, comprobé que ese pajarito estaba cogiendo insectos de la parte frontal del vehículo, para luego volar y alimentar a sus polluelos. No vi a ningún otro pájaro diciendo: Eso no es lo que los pájaros hacemos. Quizá no sea un comportamiento puro. Sin embargo, ese pájaro está cuidando de sus hijos».
Un actor que hace una película estúpida, es, simplemente, alguien que trata de mantener a su familia. Y sólo se traicionará a sí mismo si miente. Un actor vende su alma cuando miente, cuando se somete a la propaganda, cuando hace algo sobre el comportamiento humano que no es verdad.
Usted ha señalado que llegó tarde a la actuación, y que este oficio le lleva a encontrarse con su fragilidad, como si quedase expuesto cada vez que la cámara se enciende. También ha hablado de una contradicción interna, que por un lado le lleva a observar la realidad dominando sus sentimientos, pero que a la hora de actuar, le obliga a poner en marcha esas emociones. ¿Cómo maneja esa contradicción cuando tiene que encarnar a un personaje odioso? ¿Cómo equilibra la verdad emocional con la mentira que implica cualquier ficción?
Un actor siempre es el abogado defensor de su personaje. Si me llaman para interpretar a Hitler, voy a pensar cómo lograr que el espectador vea que Hitler no fue un demonio.
Al contrario, fue un hombre común, que sabía cómo hacer que el sistema le permitiera conseguir lo que quería. Y eso es lo realmente escalofriante. Como actor, mi oficio no es mentir, sino convertir a Hitler en algo real.
He rechazado papeles porque pensé que eran destructivos. Por ejemplo, hacían que el público viese a los vietnamitas como si fueran animales. Me negué a participar en ese tipo de proyectos, pero luego tuve que explicar a mis hijos: «No puedo hacer esto, así que tú no puedes hacer esto otro».
Por otro lado, la fama que plantean los tabloides no me interesa en absoluto. No me atrae esa popularidad de los autógrafos o de los focos en los actos públicos. Por otra parte, procuro llevar un estilo de vida poco exigente, que me permita seguir adelante con dignidad y sin gastos importantes, más allá de lo imprescindible.
Eso nos lleva a otra evidencia con la que muchos tenemos que convivir, y es que, en el terreno profesional queda poco margen para elegir.
Claro. Es difícil, porque vivimos en un sistema de libre mercado, pero sólo tenemos acceso a las opciones que se nos ofrecen. Y estas pueden ser muy pocas. La gente tiende a creer que los actores participamos en proyectos maravillosos… ¿Sabes? En América, soy un viejo judío con nombre de animal. Y tengo que competir con Tom Cruise, con Brad Pitt y con todos esos hombres maravillosos a la hora de intentar hacerme con un buen guión y un buen papel. Así que cuando puedo trabajar con un cineasta de buen nivel, me siento muy feliz, y con la impresión de hacer algo importante.
Ahora bien, si sólo tengo la opción de elegir entre Revenge of the Zombies y Revenge of the Living Dead, elegiré el proyecto en el que mejor me paguen. Y no siento que esté vendiendo mi alma, porque siempre haré mi trabajo lo mejor que pueda: llegaré puntual al rodaje y trataré con amabilidad a todo el mundo… Al fin y al cabo, eso es lo mejor que me ofrecieron. Lo mismo te pasa a ti. Hoy me entrevistas a mí y otro día te envían a entrevistar a Lady GaGa o a alguien que no te interesa lo más mínimo. ¿Vendes tu alma? No lo creo.
Estoy de acuerdo. Sin embargo, creo que para un periodista es más sencillo trabajar sin motivación y que no se note. En su caso, el trabajo del actor es muy delicado en el terreno emocional. Para sentirse estimulado, todo intérprete debe encontrar alicientes, motivación, retos que le saquen de la rutina… Cuando se ve obligado a sobrevivir de forma muy precaria, aceptando lo que venga, ese ambiente acaba resultándole tóxico, ¿no cree?
Sí, es demasiado duro… pero una manera de medir al ser humano es cuando las cosas no van bien. Así que cuando acepto un papel estúpido, ¿doy la impresión de rendirme? ¿O me ves luchando con ese material para sacar de él algo nuevo, tratando de ser un artista que trabaja, y que sigue respetándose a sí mismo por malos que sean los papeles?
En mi caso, sobrevivo porque soy una persona tenaz. No me gusta que me digan lo que hay que hacer, y no me gusta verme como un idiota cuando mi cara aparece en la pantalla… Es algo que ocurre a veces, claro [Risas]. Pero siempre me siento mal, y la próxima vez procuro luchar con más fuerza.
Me encanta el ambiente que surge a la hora de trabajar con otros compañeros, y todo lo que supone ensayar o resolver los retos de un determinado papel, pero el mundo del cine ha ido desplazándose hacia la ignorancia. En la actualidad, encontrarte con un realizador que estimule tu creatividad es un milagro. En general, para la mayoría de mis compañeros, esta es una profesión realmente dura, y me alegro de ninguno de mis hijos se dedique a ella.
¿Tan mal anda su oficio?
A cierto nivel, puedes decir estoy trabajando para la división de entretenimiento del sector de las corporaciones multinacionales… Pero sólo hay un mundo, y cuando conduzco mi coche y enciendo las luces, sigo en ese mundo. Así que cojo el dinero y dedico mi vida para luchar contra eso. No puedo pretender que estoy fuera de esta realidad. Esa sería una falsa pureza… Ya lo intentamos en los sesenta, con la contracultura, y no funcionó.
Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Esta entrevista se realizó por cortesía de Warner Bros Pictures International España, durante la promoción de «Di Di Hollywood». Reservados todos los derechos.