La búsqueda de los huesos de Cervantes en el convento de las Trinitarias madrileño me produjo dos asociaciones de memoria, ambas referentes a relativos fracasos. Una es que Isabelita Perón estuvo a punto de tomar el velo en dicho convento, acaso guiada por la cercanía de Lope de Vega, autor de comedias. Otra, unas tareas semejantes emprendidas con los huesos de Cristóbal Colón y su hijo Diego, y de otro Diego, el grande, grandísimo pintor Velázquez.
El descubridor –encubierto, vaya dicho de paso– de las Indias o sea de América, dejó sus huesos junto con los de su hijo, por mitades, entre Sevilla y Santo Domingo. Peloteras hubo hace unas décadas para desglosar las tumbas y repartir correctamente los restos: aquí los de Cristóbal, allí los de Diego. No hubo caso, naturalmente. Lo mismo pasó con los de Velázquez por la madrileña plaza de los Ramales.
Mucho de honra necrófila y de adoración idolátrica hay en estas búsquedas. Por algo se guardan sobras corporales de los santos en los relicarios de ciertas iglesias. Lo llamativo de estos casos es que tanto Colón padre como Cervantes y Velázquez son personajes de cuyas vidas se conoce poco y, en consecuencia, dan lugar a leyendas más menos doradas, rosadas o negras.
Colón debió verse obligado a ocultar parte de su currículo, a contar desde su origen. Don Miguel y don Diego son hombres del barroco, una era de la disimulación y el trampantojo, que ha dejado escaso material para biografías. Me pregunto, entonces: ¿valen más los huesos de estas figuras que América, el Quijote o Las Meninas? Velozmente recuerdo lo que dice el San Sebastián de D’Annunzio: “¿Por qué buscáis entre los muertos a quien está vivo?”
Respetemos las ambigüedades, que son la sal de la historia. Nunca sabremos si el listillo de Colón se dio cuenta de que aquellos indios no eran chinos sino, justamente, indios; nunca sabremos a ciencia cierta quién es Don Quijote, si se llama Quijano, Quijada o Quesada; y tampoco jamás averiguaremos quién es el enigmático señor que, en el último plano de Las Meninas, descorre una cortina de cuero para que entre la luz de la tarde, en tanto el resto del cuadro está iluminado por el mediodía. Dicho esto, deseo el mejor de los resultados a los osados especialistas que hurgan en el osario trinitario pero prefiero releer el Quijote.
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