Quizá ha llegado ya el momento de tomarnos el fomento de la lectura con algo de sentido común, y también con una pizca de inteligencia.
No teman. No pretendo aburrirles con los beneficios psicológicos, culturales y neuronales de esta costumbre, ni insistiré en lo que dice la ciencia al respecto.
Ustedes ya saben que la disminución de la capacidad de razonamiento verbal de los chicos de hoy ‒hijos del nuevo milenio‒ está relacionada con un uso pasivo y superficial de las tecnologías, y en consecuencia, con su alergia a las bibliotecas y las librerías.
Los pedagogos me van a retirar el saludo por decir esto. En particular, los que defienden que el móvil y las aplicaciones son el mejor invento educativo de la historia. Sin embargo, me limito a constatar lo evidente. A los niños y jóvenes nunca les queda tiempo para leer, y su capacidad para expresarse con cierta riqueza verbal va en declive. Hay excepciones, claro, pero los pesimistas dicen que hemos llegado a un punto de no retorno.
Internet pone a nuestra disposición todo el conocimiento universal. Sin embargo, las nuevas generaciones no se sienten seducidas por ello. A riesgo de generalizar en exceso, uno siente que la tecnoeducación ha obtenido tres «logros» que casi nadie se atreve a denunciar: la consulta perezosa de Wikipedia, el «corta y pega» y esas páginas donde se extracta cualquier lectura recomendada.
¿Qué está pasando aquí? ¿Es el síntoma de un culturicidio, fomentado por las nuevas tecnologías? Personas que, sin arrugarse, presumen de cultas, se someten como padres a la norma imperante: a los niños no hay que obligarles a leer. Que nadie les quite su libertad, sobre todo cuando deciden quedarse a vivir en Instagram o en el videojuego de moda.
Por desgracia, aunque lo ideal sería compatibilizar el libro y el celular, lo cierto es que en esa batalla siempre sale perdiendo el libro. ¿Por qué? Pues porque el gran negocio de internet ya no son los contenidos escritos, sino la adicción, la distracción y la minería de datos.
Una apostilla: el amor por la lectura anida en cualquiera que lo descubra a tiempo, pero su manifestación puede verse estimulada o desactivada en la infancia. Pensar lo contrario es parecido a creer que un niño puede alimentarse de pizza precongelada hasta la edad adulta, y luego, por un raro prodigio, convertirse en un gourmet.
Lo mismo sucede con la cultura audiovisual: esas criaturas que pasan las horas muertas deglutiendo telebasura ‒esos realities donde sale gente que aún cuenta con los dedos‒ nunca podrán descubrir el buen cine, ni una teleserie de cierta altura, sencillamente porque estarán en otra onda mental.
No es una cuestión de gustos. Hablamos de incultura. Y en el caso de los libros, aunque duela, lo llamaremos por su nombre: analfabetismo funcional.
Resulta, como mínimo, inquietante que tantos padres y tutores se autoengañen. «A mi hijo le encanta leer», repiten con orgullo. Ya. ¿Pero qué leen?
Me explicaré. Una cosa es ser lector, y otra disfrazarse de lector. Quemar el tiempo viendo historias de Instagram no es lo mismo que ser aficionado a la fotografía. Aborregarse con los peores contenidos televisivos no equivale a ser un amante del cine. Y por supuesto, una cosa es leer libros, y otra muy distinta, consumir productos impresos, firmados por una youtuber adolescente con problemas expresivos, que triunfa con vídeos donde cuenta, entre grititos, cómo se hizo dos piercing nuevos.
Si a esto último le llamamos literatura, tendremos que abrir una categoría nueva para incluir las obras completas de esa influencer «sincera y reivindicativa» que cuenta «qué se esconde en su corazón». O los de esa youtuber infantil, con millones de suscriptores en su canal, que gesticula como un dibujo animado mientras se cuida las uñas y ‒Dios santo‒ resulta que también escribe. O los de esa chica tan simpática que cuenta «toda la verdad sobre ser influencer«. O los de tantos youtubers que, a pesar de su forma de maltratar el idioma, firman manuales que explican los trucos de Musical·ly, los secretos de TikTok o la mejor forma de trolear a tus colegas.
Y el producto estrella: «novelas» ilustradas al estilo manga, con menos contenido escrito que un tebeo infantil de los ochenta, cuya lectura no exige vocabulario ni dominio de la gramática. Es más: para hojearlas, ni siquiera hace falta saber leer con fluidez.
Lo sé. Son muchos los compradores de regalos infantiles y juveniles que reclaman al vendedor los libros «de esa youtuber que les chifla a mis hijos». Total, son niños modernos. Nativos digitales. No se te va a ocurrir que lean antiguallas como La isla del tesoro, La historia interminable, El hobbit o Las aventuras de Tom Sawyer. Hay que atraerlos con nuevas estrategias. Textos de distinto color y con diversos tipos de letra. Pop-ups. Texturas.Y que no falten los detalles provocativos. Incluso chistes escatológicos, bien destacados en la sinopsis de ciertos álbumes para niños: «Un concurso de pedos en la jungla, donde participarán el elefante, el león, la cebra, el hipopótamo, el rinoceronte. ¿Quién será el ganador?»… «Cada año el rey Pedorro I pide al Ministro de pedos y cacas que organice el Gran concurso de la caca»…
Conozco de primera mano el mundo de la edición y de la venta de libros. Si este tipo de productos se venden, hay que publicarlos. Es un imperativo empresarial, y diría que incluso moral. De ello dependen los sueldos de muchos profesionales que, a su vez, tienen familias que mantener.
Ahora bien, de una cosa estoy seguro: los editores no se han confabulado para lanzar horrores de esta categoría. Si los chavales leyeran clásicos adaptados o buena literatura popular, esto es lo que llenaría los escaparates. Pasó en otros tiempos y podría pasar ahora.
Leer libros estúpidos no fomenta la lectura. Al contrario. Y no hablo desde una postura elitista. La literatura de evasión ‒desde Emilio Salgari a Las crónicas de Dragonlance, desde Enid Blyton a R.A. Montgomery y su serie Elige tu propia aventura‒ es y será el mejor antídoto frente al elitismo. El problema surge cuando hacemos pasar por libro juvenil simples pasatiempos oportunistas, obras de usar y tirar, carentes de otra virtud que no sea la fama de quienes figuran en la portada.
Leer es un placer. La mala noticia es que también requiere esfuerzo. Y crecer como lector supone, siempre y en todo lugar, enfrentarse a nuevos retos, cada vez más estimulantes. No hay atajos ni trucos alternativos.
Puede que nuestros hijos sólo quieran consumir majaderías como las ya mencionadas. Puede que, a la hora de leer lo que les mandan en el colegio, siempre consulten un resumen en internet. En definitiva, puede que nuestros retoños, abducidos por el teléfono móvil, ya sean incapaces de asimilar un texto de más de veinte líneas o un cómic de cierta calidad.
En ese caso, pregúntese por qué, y busque soluciones realistas. Le aseguro que las hay. Pero sobre todo, no se engañe, y de paso, tampoco se deje engañar por falsos pedagogos y gurús tecnológicos. Leer en papel, o en un dispositivo electrónico adecuado ‒leer de verdad‒, es incompatible con la adicción a redes sociales como Instagram o con el picoteo compulsivo de memes, partidas y mensajes a medio redactar.
«Yo no me atrevo a juzgar estas cosas ‒le decía Juan Pablo Fusi a María José Solano‒, pero mi visión del presente es perpleja y ambigua, como la de toda persona decente. Hay, desde luego, unos cambios tan acelerados que están mutando el concepto tradicional de aprendizaje. A través de las redes es posible el acceso a una información infinita, pero también desjerarquizada. A eso únale los cambios en la auctoritas a todos los niveles, pero sobre todo en la Universidad, que es el lugar donde, se supone, ha de generarse el conocimiento profundo, el estudio y la reflexión. Vivimos un momento de información inundatoria que está generando una enorme confusión y, me temo, una profunda ignorancia. En este contexto, los libros tienen que competir con una información velocísima y de libre acceso que, entre otras cosas, está obligando a la industria editorial a buscar fórmulas nuevas. Tal vez, con el tiempo, el libro pase a ser como la música clásica, un lujo para un público selecto y muy culto. Los lectores tal vez estemos destinados a sobrevivir en un guetto al revés, en palabras de Laín Entralgo«.
Imagen superior: Pixabay.
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