Cuenta Carmen Martín Gaite que, a mediados de los años setenta, después de presentar su tesis doctoral y publicarla bajo el título de Usos amorosos del dieciocho en España (1972), una idea empezó a abrirse camino en su mente: utilizar sus recuerdos personales y aumentarlos con la consulta de fuentes documentales, a fin de escribir unos Usos amorosos de la posguerra española, ensayo que finalmente publicó en 1987.
Fuente básica de consulta para la elaboración de su libro fue esta obra: Mujeres (orientación femenina), escrita por María Pilar Morales y publicada por la Editora Nacional en 1942. Obra que sería reeditada dos años después, con prólogo de Pilar Primo de Rivera, fundadora y dirigente de la Sección Femenina de Falange.
El escrito de María Pilar Morales sigue, como no podía ser de otra forma, el patrón clásico establecido para la mujer de aquella “España nueva” que exaltaba la dictadura franquista: una mujer destinada al matrimonio, sin mayores aspiraciones que ser ángel del hogar.
Nada sé de María Pilar, cuya pista he intentado rastrear, sin éxito hasta el momento. Pero imagino que, antes de entrar en la distopía nacionalcatólica, sería una de aquellas mujeres de las que habla Martín Gaite cuando recuerda las revistas que leía en su casa siendo niña: “Recuerdo que cuando yo era niña las leía, porque se compraban en mi casa. Especialmente una que se llamaba Cartel. Y me fascinaban aquellas jóvenes universitarias, actrices, pintoras o biólogas que venían retratadas allí con sus melenitas cortas y su mirada vivaz y que cuando hablaban de proyectos para el futuro no ocultaban como una culpa el amor por la dedicación que habían elegido ni tenían empacho en declarar que estaban dispuestas a vivir su vida. No sabían las pobres lo que les esperaba. Pero yo las veneraba en secreto. Fueron las heroínas míticas de mi primera infancia.”
Y digo que María Pilar sería una de aquellas jóvenes universitarias porque en el capítulo primero de su libro, titulado “Breve ojeada sobre la evolución social de la mujer”, escribe: “Disminuyendo su prestigio, postergándola en razón a una pretendida inferioridad total, vedándole aquellos conocimientos que precisa para el mejor cumplimiento de su alta misión, ¿es lógico esperar de ella comprensión y ayuda para con el compañero de su vida? No, porque mientras el hombre ha ido avanzando de un modo fijo y seguido hacia la plenitud intelectual que exigen los tiempos en su evolución constante, la mujer ha permanecido inmóvil, estacionaria, distanciada de su compañero por muchos años de civilización.
La diferencia de ambas educaciones, positiva en el hombre y negativa en la mujer, hace imposible la compenetración en el sentir y en el pensar; entorpece la colaboración en la común tarea, y distancia enormemente a aquellos que, a pesar de todo, han de seguir unidos mientras dura la vida.
(…) Vertiginosamente pasan los años y traen innovaciones que transforman la fisonomía espiritual del mundo. El hombre estudia, construye, crea. La mujer ambiciona romper su aislamiento, independizar su espíritu, dar libertad y orientación a su ambición de saber y ser, emplear sus facultades que le asemejan al hombre y la redimen de una dependencia humillante. Y también ella estudia, dirige y organiza. Y deja de ser una carga para el padre, para el hermano. Ella atiende a su propio sustento y al de su familia, si carece de hombre que lo gane, y es útil a la sociedad desarrollando una actividad variadísima y eficaz.
El Arte, la Letras, la Ciencia, la Política y el Deporte, la Industria y todas las tareas imaginables, propias de la nueva organización de los pueblos, han captado el interés de la mujer de hoy, que ha llegado al mismo nivel cultural del hombre, de quien puede ser indistintamente, sin esfuerzo, una colaboradora o una rival, dentro de cualquiera de las múltiples profesiones y especialidades.
Conseguida plenamente su rehabilitación, con jerarquía de sujeto civil con derecho y accesibilidad a todas las actividades, la mujer conquista su independencia, su libertad de acción y el privilegio de aceptar o no el deber del hogar y la familia. Su evolución social, venciendo grandes dificultades, ha seguido rutas ascendentes hasta llegar a la cumbre de su actual situación, exacta a la del hombre y en múltiples casos superior.”
¿Cómo se pueden escribir semejantes párrafos para después acabar concluyendo que el mejor lugar de la mujer es su posición como esposa y madre, al frente de las tareas domésticas y la educación de los hijos? A veces, no todo es blanco o negro. A veces, casi siempre, es en los matices, en las lecturas entre líneas, donde saltan las posibles vías alternativas en una investigación…
Imagen superior: Conchita Montes en «Nada» (1947), de Edgar Neville.
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