(Antes de comentar la película, debéis saber que mi querido padre fue el autor de las grandes letras del cartel con el que esta película se exhibió en la Gran Vía de Madrid en los años 50. Por entonces se dedicaba a rotular).
Los norteamericanos suelen referirse a la época histórica en que se sitúa Los inconquistables (Unconquered, 1947) como el nacimiento de la libertad y de la nación, y el fin de la América colonial. Un amanecer, como casi todo en ese grandioso continente, no exento de traumas humanos en forma de continuas guerras y violencias de muy distinta procedencia.
En el año en que se sitúa la acción, Gran Bretaña había vencido a Francia por el control del norte del futuro país de la prosperidad, que tenía aún unos límites demasiado constreñidos por el valle del río Ohio. La influencia de los ingleses sobre los colonos y los americanos nacidos en esos estados primitivos trató de conseguir un éxodo hacia el Oeste, hasta los montes Allegheny en lo que hoy se conoce como Virginia Occidental. El único y gran problema eran los indios que poblaban aquellas tierras, ligados al derrotado colonizador francés y organizados bajo el mando del jefe Pontiac, que acaudilló un movimiento guerrero de una docena de tribus alzadas contra los ingleses, la guerra india más recordada de aquel período.
Las batallas fueron sangrientas en los fuertes que vigilaban la frontera, ocho de los cuales cayeron en manos indias. Sólo dos resistieron los ataques, y uno de ellos fue Fort Pitt, enclavado en el emplazamiento que ocupa la ciudad de Pittsburgh.
El trasfondo histórico de Los inconquistables es tan trascendental como decisivos fueron los acontecimientos en los que se inspira. Si el levantamiento de las tribus indias unidas por el jefe otawa hubiera logrado vencer a los batallones ingleses de la frontera desplegados en el río Ohio, los habitantes de toda aquella zona hablarían hoy francés.
El cine americano se ha fijado una y otra vez en estas fuentes del pasado y en la gestación del país para encontrar historias que llevar a una pantalla. La lista de pioneros que lo hicieron durante el período mudo es larga, sobresalen David W. Griffith, Thomas H. Ince, Raoul Walsh, John Ford, James Cruze o King Vidor.
La más importante de las obras que describen el enfrentamiento a las tribus indias en la iniciática expansión de los trece estados originarios hacia las grandes praderas es Corazones indomables (Drums Along the Mohawk, 1939), de John Ford, y también la más próxima en estética y ritmo a esta Unconquered.
Hay unas constantes temáticas en los western primitivos de todos estos maestros: ansias de libertad, de ostentar el derecho a una propiedad, de crear un proyecto colectivo como Estado común, de alcanzar el florecimiento económico en las grandes ciudades, de explotar los incalculables recursos naturales de un gran territorio inexplorado.
Pero hay otros ejemplos. La construcción de un fuerte para proteger a los pioneros en su camino hacia el Oeste es el fondo argumental de El piel roja (Tomahawk, 1951), de George Sherman. La odisea del famoso líder mormón para trasladar a su pueblo por las Montañas Rocosas se plasmó en Brigham Young (Brigham Young Frontiersman, 1940), de Henry Hathaway.
DeMille va al Oeste
Cecil Blount DeMille (Ashfield, 1881-1959) suele ser catalogado, no siempre de forma admirativa, como director de masas, autor de cine espectáculo o artesano de grandes superproducciones, lo que peyorativamente se denomina “cartón piedra”. Sus películas, sin embargo, nunca adolecen de personajes que viven una peripecia física y moral, seres anónimos que viven su propia y pequeña historia dentro del marco de grandes acontecimientos históricos. El director de Massachussetts reveló muchos años después de producir este nuevo fresco sobre la Historia de su país que la idea le había surgido una tarde de sábado, cuando leía aventuras de la época de las colonias y supo que en el siglo XVIII se vendían hombres y mujeres blancos en suelo americano.
Eran delincuentes condenados en Inglaterra y caídos en desgracia hasta ser trasladados a bordo de naves repletas de esclavos hasta el Nuevo Mundo, donde eran vendidos y soportaban condiciones inhumanas. En el origen del proyecto estuvo pues el afán del realizador por ensalzar los valores de la libertad, algo que estuvo presente en buena parte de su ingente obra cinematográfica.
Los puristas del devenir histórico criticarán sin duda algunos de los aspectos puntuales que se incluyen en las obras de DeMille, como en las del cine norteamericano en general, pero la fidelidad del Cine a la realidad de los hechos es la que permite el carácter de ensoñación de este medio expresivo. En su descargo, cabe señalar que el realizador siempre se rodeó de asesores reputados y prestigiosos para preparar sus guiones, como hizo con Henry S. Noerdlinger en estaproducción de 1947.
En la preparación de los decorados de Los diez mandamientos (The Ten Commandments, 1956), DeMille supervisó personalmente que cada detalle coincidiera con lo indicado por sus fuentes documentales sobre el Egipto de los faraones.
La base literaria empleada en Unconquered es una novela publicada en 1933 y escrita por Neil H. Swanson, The Judas Tree. El escritor reelaboró su propia historia al conocer el argumento que DeMille y su guionista Fredric M. Frank habían elaborado a partir de su original novelístico, y entonces sí adoptó el título con el que hoy la conocemos (en la edición española de Caralt en 1951 ese título quedó en Inconquistable).
Muchos de los personajes fueron utilizados por Swanson en otros relatos anteriores, convertidos así en arquetipos de una especie de folletín melodramático situado en una etapa crucial de la gestación de los Estados Unidos. Su idea narrativa era escribir la vida de los estados de Maryland, Virginia, Delaware, Pennsylvania y Ohio en treinta novelas que incluyeran un tipo determinado de personajes, sus ascendientes y descendientes.
La primera en dar un tratamiento cinematográfico al tema fue la secretaria personal de DeMille, Jeanie McPherson, que murió víctima de un cáncer durante la producción.
La película tardó tres años en hacerse realidad. El asesoramiento por parte de especialistas llegó a tal extremo que se contrató al indio Iron Eyes Cody para supervisar los giros de los diferentes idiomas de las tribus que aparecen en las imágenes. Las técnicas de asalto que utilizan en el ataque final al fuerte son reales: catapultas construidas con troncos flexibles de árboles y uso de las canoas de abedul como escalas para acceder al interior de la fortificación. Incluso las armas que utilizan en sus combates son réplica perfecta de las usadas por los primeros ocupantes del Nuevo Continente, especialmente aquellas hachas tomahawk que tan decisivo papel juegan en momentos puntuales de la narración.
Los decorados construidos para esa escena del ataque final fueron construidos con todo detalle y su coste se elevó a la nada despreciable cifra de trescientos mil dólares, y cada extra fue ataviado con todos los ropajes y complementos necesarios para que se vieran tramperos, soldados de la Corona, colonos y esclavos. Nadie puede acusar a DeMille de dar la espalda a un cierto rigor histórico y realista, por mucho que defendiera su pantalla de espectáculo puro: la película costó cuatro millones de dólares y en su rodaje intervinieron más de cuatro mil extras, doscientos de ellos indios auténticos de catorce tribus distintas.
El Oeste primitivo y la conquista de los territorios vírgenes no era un argumento desconocido para Cecil B. DeMille. Buffalo Bill (The Plainsman, 1936), Unión Pacífico (Union Pacific, 1939), y especialmente Policía Montada del Canadá (North West Mounted Police, 1940) tienen paralelismos evidentes en época, personajes y aspecto estético.
DeMille saca en ocasiones la acción de Unconquered a unos exteriores naturales majestuosos pero predominan los espacios cerrados y claustrofóbicos en el interior de cabañas en el bosque, cantinas oscuras o bosques salvajes.
En Los inconquistables figura una de las escenas más sobrecogedoras de toda su trayectoria como director: con su hija malherida en brazos y ensangrentada, una mujer de las familias de colonos irrumpe en el baile por el cumpleaños del rey Jorge III explicando que han sido víctimas de un cruel engaño y que los indios han masacrado Fort Claham.
Acusado como John Ford durante muchos años de reaccionario, y descalificado su cine por ese motivo tan poco riguroso, Cecil B.De Mille ha visto como su obra quedaba relegada en la consideración de escritores y publicaciones especializadas a mero espectáculo épico.
Como signo de la digna defensa de su trabajo y de su visión del mundo, puso su propia voz en el prólogo de la versión original con el que arrancan los primeros planos del film.
La pareja de los seis peniques
Jocosamente conocida en los meses en que estuvo en cartel como Los peligros de Paulette por el constante protagonismo de la actriz neoyorquina (Long Island, 1911-1990), la película diseña y construye una de las parejas aventureras que mejor han funcionado en el cine de géneros y de estudios que Hollywood apadrinó durante décadas. Abigail Martha Hale (Paulette Goddard) es la espita narrativa que desencadena la acción sentimental y física: su condena por un crimen del que nunca sabremos más que lo sentenciado en una vista pública londinense, su venta como fascinante esclava con rasgos exóticos, los oscuros deseos que el traficante de armas Garth proyecta sobre la joven y sobre todo la relación veladamente sexual y abiertamente caótica que mantiene con el recto y honesto militar Holden (Gary Cooper) convierten a Abby-Paulette Goddard en una heroína inolvidable. Es un auténtico icono del filme.
Las imágenes se su delicado rostro, sometido a los más abyectos escarnios, forman parte de esa iconografía del oeste colonial con la humillación de una subasta pública, con el vestido rasgado para ser sometida a latigazos, dándose un nada íntimo baño de espuma en la casa del herrero Frazer, fregando el suelo de una sucia taberna y como remate, maniatada por las tribus de Guyasuta (Boris Karloff) a punto de arder en la hoguera. De todas esas situaciones imposibles para una estrella de la Paramount es rescatada por el galán Gary Cooper con el que protagoniza una huida a través del río salvaje, con salto a las cataratas incluido, a la altura de Rio sin retorno (River of No Return, 1954), de Otto Preminger.
DeMille describe visualmente la huida de la pareja por los rápidos y por el bosque insertando varios planos de los pies de Paulette desde que inician la carrera con tacones hasta que sufren las heridas de horas y horas de desesperada carrera hacia la salvación.
La primera opción para el personaje fue Deborah Kerr, pero sus exigencias económicas fueron excesivas. Paulette siempre se quejó de la dureza del rodaje, especialmente de la tarde entera que pasó metida en un barreño lleno de agua y jabón ante las miradas nada furtivas de medio centenar de empleados en los decorados.
Trabajó junto a Cecil B. DeMille también en Piratas del mar Caribe (Reap the Wild Wind, 1942 y en Policía Montada del Canadá.
La joven de la dulce pero peligrosa mirada siempre será recordada por haber sido la compañera del vagabundo en Tiempos modernos (Modern Times, 1936) y del pequeño judío confundido con Hitler en El gran dictador (The Great Dictator, 1941), ambas de Charles Chaplin.
Cooper (Montana, 1901-1961) ofrece de nuevo un recital de integridad, valor, galantería y moral. Es el prototipo del americano medio, el hombre que todos quisieran tener como yerno. Sus aventuras a lo largo del Ohio arrastrando literalmente a Abby tendrán su eco en el también capitán Quincy Wyatt de Tambores lejanos (Distant Drums, 1951), de Raoul Walsh.
DeMille siempre pensó que este animal de la escena había nacido doscientos años después de su tiempo, que era un auténtico hombre de la frontera trasladado al presente. El ingenio del personaje de Holden resulta decisivo en varios momentos: la flecha indicadora de la brújula engaña al jefe indio que le deja marchar con la heroína, y su ocurrencia con los cadáveres de los soldados salva a Fort Pitt de la aniquilación.
En el rostro de Gary Cooper hace descansar Cecil B. DeMille el momento más sublime y brillante de la película, sin dar el contraplano que cualquier otro creador habría colocado cayendo en la tentación del subrayado: Holden descubre en el jardín de la granja de los Salter, donde él y su compañera se han refugiado huyendo de sus perseguidores, los cadáveres en off visual de toda la familia masacrada, símbolo del sacrificio de los que dieron su vida por ensanchar las fronteras de la libertad del hombre.
Con todo, la escena de este binomio interpretativo que entra en la leyenda del género pre-western se sitúa a bordo del Star of London camino de Norfolk: Abby va a caer en manos de Garth en la puja como esclava, pero los insultantes seis peniques que el capitán coloca sobre cualquier cantidad anunciada de viva voz por el truhán se convierten en un homenaje a su cortesía, de la atracción sexual que le asalta y su pasión por la libertad.
El desprecio por Garth se mezcla con la atracción por la bella joven, y eso vale al menos los seis peniques que jalonan la memorable secuencia.
Cooper fue uno de los actores favoritos del director, con el que trabajó en Por el valle de las sombras (The Story of Doctor Wassell, 1944) además de en las ya mencionadas Buffalo Bill y Policía Montada del Canadá.
El desfile de los muertos
La idea de guión con la que el fuerte Pitt es salvado de caer en manos indias puede considerarse tan genial como tétrica. El capitán Holden valora la situación junto al general Bouquet y le pide que le permita llegar al acuartelamiento asediado con un pequeño grupo de gaiteros y cientos de soldados muertos sujetos en varios carros para dar la sensación de un ejército potente al enemigo. Ese desfile de los muertos será decisivo en el desenlace de la historia que resuelve los conflictos de los insuperables personajes secundarios dibujados a lo largo del relato.
La paternidad de este giro argumental es discutida, como en todo buen guión colectivo que se precie. Por ejemplo, Charles Bennet declaró a Pat McGilligan que Jesse Lasky Jr. no había tenido hecho aportación al libreto más allá de los cambios insignificantes que decidía sentado en el despacho de DeMille al terminar la jornada de trabajo.
La doble moral del jefe indio Guyasuta, que engaña al adversario al anunciar fines pacíficos con bandera blanca y mancharla de sangre inmediatamente después, es delimitada por una expresividad lacónica pero efectiva por un rostro como el de Boris Karloff.
El actor que consagró en el cine al mito de Mary Shelley en El Doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931), de James Whale, tuvo que aprender a pronunciar el dialecto séneca ante las exigencias del productor y director, meticuloso hasta ese punto con su equipo. Se vio obligado, además, a rodar todas sus escenas apretado por una faja en el tórax por una lesión en su espalda.
Su personaje se inspira en la figura de Pontiac, recordada por los norteamericanos como uno de los nombres propios que forjaron el país.
Tras su retirada al no poder conquistar los fuertes de Detroit y Fort Pitt, marchó hasta Nueva York junto a otros sabios de tribus como los potawatoni, huron, otawa chipewa o sahwnee, para firmar una paz que aún tardaría décadas en materializarse.
No mucho después de quedar cerrados los acontecimientos narrados en la película, Pontiac fue asesinado de un hachazo en Illinois: los suyos no aceptaron lo que consideraban una rendición ante el hombre blanco. Una ciudad de tamaño medio situada en el estado de Michigan lleva su nombre en la actualidad.
Howard Da Silva ofrece un recital particular en la función colectiva. Fue un secundario hoy olvidado pero con títulos muy destacables en su filmografía: Lincoln en Illinois (Abe Lincoln in Illinois, 1940) de John Cromwell, Sargento York (Sergeant York, 1941) de Howard Hawks o Días sin huella (The Lost Weekend, 1945), de Billy Wilder.
Suya es una de las miradas más sugerentes: la que ofrece al ver la espalda desnuda de su deseada Abby cuando va a ser sometida a la tortura del látigo.
Jeremy Love es personificado por el actor sudafricano Cecil Kellaway, un hombre bonachón y de amplio corazón que bordó durante décadas papeles secundarios a las órdenes de los mejores directores de Hollywood.
De Mille mostró especial predilección por el trabajo que había realizado el veterano y octogenario Sir Cecil Aubrey Smith, un veterano de las películas del Hollywood de los años 30 y 40. El actor contagiaba su ilusión por trabajar en el set de rodaje cada día.
La pequeña historia ocurrida en el rodaje de la escena de la cruenta batalla de Fort Pitt pertenece ya a la leyenda: el tamborilero Bob Baughman sufría el impacto de una flecha de fuego en su tambor, pero seguía golpeando el instrumento pese a haber quedado malherido.
La hija del director, Katherine DeMille, incorpora uno de los personajes enigmáticos y más atractivos, que se sacrifica en una bella inmolación cuando ha comprobado que su marido sólo quiere utilizarla en sus aspiraciones de poder. Hannah, la esposa india de Garth e hija de Guyasuta, fue la segunda colaboración con su padre tras aparecer en Las Cruzadas (The Crusades, 1935). Katherine estuvo casada con el actor Anthony Quinn.
Los inconquistables fue estrenada en Pittsburgh en septiembre de 1947 después de más de tres años de trabajo entre preproducción y rodaje, y tuvo sucesivos estrenos ese mismo otoño en Nueva York y Los Angeles. Sólo gozó de una nominación a los premios Oscar® por sus efectos especiales, en un año en que triunfaría la denuncia de las barreras raciales gracias a La barrera invisible (Gentleman’s Agreement, 1947), de Elia Kazan. La crítica de la época crucificó el trabajo de DeMille y su equipo, especialmente los dos actores principales, acusándolos de anquilosados y pasados de moda. El público, en cambio, premió la película convirtiéndola en uno de los grandes hitos en taquilla de toda la década.
Una frase rotulada sobre un crédito final cierra la película. “Allí donde la libertad eche raíces estará mi tierra”. Su autor es Benjamín Franklin, uno de los padres fundadores de la nación americana.
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