En unos textos difíciles de descifrar que han derrotado por cansancio a muchos de sus lectores, el politólogo argentino Ernesto Laclau desarrolló su teoría sobre la razón populista. Consiguió adhesiones de cierta importancia, como la de los kirchneristas de su tierra y los podemitas españoles.
Creo haber entendido que Laclau halla en una entidad llamada pueblo una suerte de soberanía íntima y profunda que existe aún más allá de las instituciones del Estado. Para un régimen estatal de derecho, la soberanía reside en el pueblo, pero nunca se ejerce directamente, sino por medio de los procedimientos y representaciones justamente regidos por la ley. Para Laclau este aparato de mediaciones es prescindible, ya que se puede convertir en un mero formulismo sin contenido alguno. En cambio, la razón populista, la que tiene siempre el pueblo como quien guarda un tesoro de realidad, todo lo colma con su presencia.
Doy por sabido que Trump, mientras fue presidente de Estados Unidos entre 2017 y 2021, no leyó a Laclau ni le importó no haberlo hecho. No obstante, su reacción ante las elecciones de 2020 pareció responder a la misma ideología. Si su candidatura era aprobada por el plebiscito popular, la democracia representativa era válida. En caso contrario, no; se convertía en escuálido formulismo fraudulento. Lo que subsistía en pie era la voluntad del pueblo norteamericano, del auténtico y genuino –el otro era considerado extravagante, extraño, extranjero– cuya única palabra era la del líder, acompañada de toda la gesticulación que la enfatizaba.
En efecto, los populismos insisten en esta calidad monológica del caudillo. Así se explican las prolongadas peroratas de Juan Perón, Fidel Castro y Hugo Chávez, por no irnos a los clásicos del siglo XX, con Benito Mussolini en cabeza. El caudillo hace como que escucha a la masa, pero en realidad sucede lo contrario. La masa se limita a corear estribillos. La única voz efectiva en estos baños de multitud es la del jefe. No sube desde el pueblo, sino que baja desde su cima solitaria.
La vida de nuestras democracias, tan parlanchinas y corruptas, corre el peligro de ser desbordada por la razón populista, porque también el populismo tiene sus razones. El líder estilo Laclau puede valerse de los procedimientos democráticos para luego abolirlos o ensordecerlos por medio de una aplastante burocracia. Entre nosotros, sobran los dirigentes de Podemos [o de partidos equivalentes] que siguen hablando en nombre de la mayoría social (sic) aunque hayan quedado reducidos a sueltas minorías. No importan estos datos. Se trata de meras cantidades que someten a la formalista democracia burguesa. Hay que acabar con ella e implantar la única democracia verdadera, la del pueblo auténtico y genuino, ese magma oceánico donde todo es lo mismo, porque todos son los mismos y todas son las mismas, de modo que les basta la solitaria voz del caudillo retumbando por los espacios de la nación.
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