En 1872, en pleno proceso modernizador y escolarizador de la Argentina, José Hernández publica El gaucho Martín Fierro, poema narrativo en idioma gauchesco que se convierte en best seller. En la década de 1890 alcanzará los 70.000 ejemplares oficiales, más ediciones en diversos países.
Una suerte de resabio arcaico halla su respuesta en esta obra que, a pesar de su proclamado gauchismo no es el trabajo de un gaucho, sino de un señorito federal, a veces partidario del general Urquiza y otras de su enemigo López Jordán.
El éxito lo empuja a redactar una segunda parte, La vuelta de Martín Fierro, que se conoce en 1879. Desde el comienzo, la obra fue recibida con atención por el medio letrado.
Desde Mitre a Mansilla, pasando por Cané y Pelliza, todos encomian su garra y su ingenio, sin perdonar sus defectos formales. En rigor, Hernández es un poeta fluido e ingenioso, mechado de sentencias refraneras y, aunque apela a veces a la octava y otras a la cuarteta, se produce en un tipo de sextilla inventada por él, una quintilla con un verso blanco. Luego, su destino se amplia hasta convertirse en el poema nacional argentino, una endecha en idioma gauchesco para una sociedad sin gauchos pero donde subsiste la «gauchada», que tanto puede ser un favor generoso como ilegal.
Unamuno y Lugones celebran el retorno de la epopeya hispánica. Ricardo Rojas va más lejos y llega hasta Homero. Los vanguardistas del veinte se llaman martinfieristas.
Nacionalistas de diverso cuño lo exaltan, sea como restaurador de la tradición hispanocatólica o como antepasado de la guerrilla montonera. Es siempre un texto de protesta social, una exaltación del perseguido, del outsider pampeano que acaba convertido en peón de campo, el proletario rural.
Martín Fierro instala algunas tradiciones fuertes del imaginario argentino. Convierte en heroico al derrotado; instituye el llanto como queja, mucho antes que las letras del tango; erige al marginado como protagonista de una doble marginación, la insolidaridad; exalta un mito fundacional criollo que expulsa de su esencia a los inmigrantes, los indios, los negros y al Estado mismo, como si se tratase de una nobleza con leyes propias, anteriores a la ley.
La familia de Fierro es esa típica familia argentina sin padre, que hereda a la de Sarmiento en Recuerdos de provincia y anuncia al Fabio Cáceres de Don Segundo Sombra.
En efecto, Fierro, un desertor, es capa de la justicia y se refugia en una toldería de indios junto con otro fugitivo de la autoridad, un policía que se ha solidarizado con él, el sargento Cruz. Será su único semejante y morirá en sus brazos durante una epidemia.
Al final del poema, en la segunda parte, Fierro se encontrará con sus hijos y con el hijo de Cruz. Es la estrofa 33 de la Vuelta, cuando los personajes intercambian sus nombres secretos. No estamos lejos de una alegoría masónica, que evoca los 33 años de Cristo y, si se quiere, con la ayuda de Borges, las 33 encarnaciones de Buda.
La historia va de lo ilegal a lo legal y culmina en conciliación. El gaucho malo se transforma en trabajador, aunque en ningún momento se identifique con los demás trabajadores, ni siquiera con los demás a secas.
Fierro es un individuo que sólo confía en el destino y se abandona a su empuje en el gran escenario desolado de la llanura llamada desierto. Lo denomina un arma (fierro: cuchillo) que apenas encuentra compañía en la cruz del sargento, símbolo religioso e instrumento de tortura. Sobra apuntar la crueldad belicosa que reina en la historia, propia de un país sumido en guerras durante décadas y con fronteras indecisas entre la civilización prepotente y la implacable barbarie, país propicio a los personajes fronterizos como el mismo Fierro.
La obra ha suscitado torrentes de criticas y la ordenada selección hecha por los editores (Elida Lois y Ángel Núñez, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. 2001) así lo demuestra. Bibliografías, cronologías, noticias biográficas, establecimiento de textos y un indispensable léxico gauchesco hacen de la entrega un objeto de ejemplar utilidad para el curioso y el erudito.
Armario gaucho
De la vasta literatura derivada, sólo una breve prosa de Victoria Ocampo pone atención en la sexualidad de la obra, Fierro tuvo una mujer, a la que estima menos que su hacienda. Cruz es un misógino militante porque su esposa lo traicionó. Para él, las mujeres oscilan entre perras y mulas. La cautiva es despachada en un caballo hacia la primera estancia.
Quizá convenga reparar en que la única relación amorosa del libro se da entre Fierro y Cruz. Éste cae flechado por el perseguido y deja a los suyos (los policías) para irse con el desertor hechizado por su valentía y ¿por qué no? por la metonimia de su apellido (fierro es uno de los nombres populares del miembro viril).
Viven juntos, apartados de los indios y, al morir, Cruz confía a Fierro a su hijo, como si fuera de ambos. La pena de Fierro recuerda la de Gilgamés, la de David, la de Aquiles. Seamos piadosos con él, abrámosle un armario gaucho.
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