En el momento en el que lean estas líneas, el asesinato habrá sido realizado con éxito. La maniobra de la tortuga dispara rápido y pronto, apunta a la sien, mancha lo justo, y no deja orificio de salida.
Es marca de la casa. Benito Olmo es de los que intuye la herida antes que la bala. Prepara el vendaje, sirve el vaso de bourbon como calmante y elige un cabeza de turco. El hombre es así; puro género negro sobre unas zapatillas deportivas. Un tipo despierto que busca siempre más allá de su profesión, la de “plumilla”, con honestidad y el buen hacer de un artesano. No es de extrañar que en las páginas de su última, pero primera gran novela, escasee la espectacularidad impostada y se impongan en cambio los elementos narrativos propios de un gran novelista, que cuida la prosa (algo casi inaudito) tanto como la trama, mientras mantiene un ojo puesto en la calle.
En su novela, pues, no podían faltar distintos elementos sociales, como son la corrupción, la violencia de género, la eterna burocracia, o el hastío existencial. También hay tipos malhablados y pistolas, por si alguien se lo pregunta, porque solo un gran conocedor de la novela de género negro (mucho hay que se intenta pasar por tal estos días, sumándose a la moda de turno que para muchos siempre estuvo ahí mismo) puede sacar el género fuera del género. Pero maticemos.
Cumple el escritor con todos los preceptos esperables en una buena novela negra, entre los que se incluyen, por encima de todo, personajes duros, afilados, perfilados y resquebrajados, a los que se les derrama la vida a través de un millón de heridas nuevas cada día. Es así, y debe serlo. Nadie quiere leer personajes felices. Yo al menos no. Pero si es de agradecer que estos personajes ni sufran ni se quejen en vano. Que nadie mire a cámara a final de capítulo, es todo un alivio.
Lo que resulta especialmente difícil, y es una de las grandes genialidades del autor, es que este se haya atrevido a encontrar un protagonista con voz propia.
Hay que tener descaro.
Muchos personajes deambularían envueltos en una gabardina limitándose a pedir el suyo on the rocks, contando las balas de su Magnum con un ingenio prestado.
No es el caso de Manuel Bianquetti.
Apunten el nombre.
Bianquetti no es un personaje especialmente ingenioso. No tiene la pericia de un mentalista, ni es un experto nato en el arte del disparo; no se lleva a la chica con labia, ni con carisma, ni responde mordazmente a sus superiores mientras el resto de compañeros aplaude. No es especialmente brillante, ni apuesto, ni carismático. Pero sí tiene la aspereza de una sierra de calar y un lenguaje corporal prístino de “no me los toques si no quieres que te corte los tuyos”.
Es de agradecer reencontrarse en Manuel Bianquetti con uno de los grandes personajes de la literatura negra; el paria. Pero el de verdad, no el que tiene que elegir si esa semana toca la pelirroja, la morena o la rubia, ni qué caso va a resolver hoy por decimonovena vez para nueva sorpresa de los que no lo esperaban.
Castigado en Cádiz (un perfecto oxímoron a no ser que a uno lo aten a la Playa de la Victoria en pleno invierno) a una vida que le importa tan poco como el resto de personas que ahora le rodean, Bianquetti es, por supuesto, rudo, desaliñado, desagradablemente sincero y muy poco ortodoxo. Lo marca el canon, con la fortuna de que su creador, no se quede ahí y haya tenido la astucia de conformar al personaje con un trasfondo más real que verosímil, alejado de toda impostura, lo que agradecerán especialmente quienes hayan unido los puntos desde Chandler a Thompson todos estos años.
El Cádiz que refleja el autor tampoco tiene nada de convencional, ni de amigable, y escapa de la superficialidad en el retrato costumbrista para sumergirse en la monotonía y cotidianeidad que encierra toda ciudad, por luminosa que esta sea. Se mancha las manos, pero no se deleita con ello. Tiene más las trazas de un médico forense que de un asesino en serie. La sangre, además de roja, tiene que ser necesaria.
Y es que poco más hace falta para tener una buena novela entre manos, más allá de dos variables; honradez y talento. Y por suerte, hace muchos años que Benito Olmo robó las suyas a conciencia. Aunque aún no hemos descubierto a quién.
Así que, por si el día de mañana les asaltan en el trabajo con “esa novela de Cádiz que me prestó mi cuñado”, o con “lo guapo es el Manuel Bianquetti ese de la nueva serie de televisión de los martes”, o comprueban con sus propios ojos que el anteriormente mencionado Benito Olmo ocupa con desfachatez y una media sonrisa distintas páginas de cultura en su periódico, o en los canales de la escasa cultura en la parrilla televisiva, no lo olviden.
Lo oyeron aquí primero.
Sinopsis
Empujado por el infortunio, el irreverente inspector Manuel Bianquetti se ve obligado a aceptar un traslado forzoso a la comisaría de Cádiz, un destino previsiblemente tranquilo que se verá alterado con el hallazgo del cadáver de una joven de dieciséis años. Una muerte violenta que le traerá reminiscencias de un pasado del que no logra desprenderse.
A pesar de la oposición de sus superiores, el inspector Bianquetti emprenderá una cruzada solitaria para atrapar al culpable siguiendo el rastro de unas evidencias que podrían no existir más allá de su imaginación. La realidad se va oscureciendo en la medida en la que el lector va devorando páginas al tiempo que participa junto al protagonista en la investigación de un caso cada vez más turbio y escabroso.
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