El primer templo griego edificado tras la Edad oscura fue el templo de Hera situado en la isla de Samos, en la costa de Asia Menor.
Su culto se dirigía a una diosa extraña, cuyas acciones eran imprevisibles y, en cualquier momento, podía desaparecer, llevándose consigo todas las cosas buenas de la vida.
En los días previos a la celebración de su festividad, su efigie (que era un pedazo de madera informe) desaparecía inexplicablemente del santuario. Su partida se descubría al amanecer y el pueblo entero de Samos salía en su búsqueda. Cuando encontraban la imagen de culto, tras purificarla, la ataban con ramas de sauce para evitar que escapase de nuevo… pero Hera siempre escapaba.
Hera, como madre de la vida, era origen de todo lo existente y su desaparición desafiaba el orden natural.
El mito de la diosa que desaparece procedía de Oriente Medio. ¿Qué sentido tenía el culto a una diosa que desaparece? La especialista en religiones comparadas Karen Amstrong en su libro La gran transformación apunta la hipótesis de que los ritos que inspiraba la diosa fugitiva «enseñaban que era imposible conseguir la vida y el éxtasis a menos que se hubiesen experimentado todas las honduras de la pérdida»
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