Descubrir una nueva especie humana seguramente cambia muchas cosas en la vida de un paleontólogo. Tal es el caso de Juan Luis Arsuaga (Madrid, 1954), quien tuvo la rara fortuna de agregar a nuestra genealogía una novedad explosiva: el Homo antecessor.
Como si fuera una ilustración retrospectiva del hombre moderno, este hallazgo explica la fama de la Sierra de Atapuerca, un paisaje burgalés donde se escenifican, piedra bajo piedra, casi todos los nudos dramáticos de la prehistoria.
Del repertorio de excavaciones llevado a cabo desde 1978 bajo la dirección de Emiliano Aguirre, su colaborador Arsuaga ha retomado la pasión por los homínidos, añadiéndole ese criterio académico y humanista que desde 1991 caracteriza su labor como codirector del proyecto científico, una tarea que comparten José María Bermúdez de Castro y Eudald Carbonell.
Hay en Atapuerca tres yacimientos principales ‒Galería, Gran Dolina y Sima de los Huesos‒ y, sin duda, tan intrincado pasaje constituye el retrato panorámico de la saga evolutiva. En la Sima de los Huesos se descubrieron en 1992 tres cráneos muy completos, incluido el que hoy es el mejor conservado del todo el registro fósil humano, el llamado Cráneo 5, protagonista de una memorable portada en la revista Nature.
En el mismo espacio reposaban al menos 32 cadáveres de Homo heidelbergensis, lo cual convierte a ese panteón en el mayor yacimiento de fósiles humanos jamás descubierto. En 1994 fue hallada la cadera más completa que se conoce de un hombre preneandertal. Y en 1997 los fósiles humanos de la Gran Dolina, de 800.000 años de antigüedad, fueron catalogados por Arsuaga, Bermúdez de Castro, Carbonell, Antonio Rosas, Ignacio Martínez y Marina Mosquera como esa nueva especie, Homo antecessor, predecesora de los linajes neandertal y humano moderno.
Biólogo vocacional, Arsuaga es además paleoantropólogo y profesor de Paleontología humana, lo cual le lleva a combinar esos saberes que le permiten reconstruir la existencia y continuidad de nuestros antepasados.
Es en este ámbito donde opera como codirector del Equipo de Investigaciones de los Yacimientos Pleistocenos de la Sierra de Atapuerca, cuyo trabajo fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica de 1997, y con el Premio Castilla y León de Ciencias Sociales y Humanidades de ese mismo año.
Desde julio de 2013, es director científico del Museo de la Evolución Humana de Burgos. También es editor asociado de la revista Journal of Human Evolution y colaborador de Nature, Science y American Journal of Physical Anthropology. Entre sus obras figuran El collar del neandertal: En busca de los primeros pensadores (1999), El enigma de la esfinge (2001), Amalur (2002), Al otro lado de la niebla (2005), El reloj de Mr. Darwin (2009), Elemental, queridos humanos (2010) y El primer viaje de nuestra vida (2012) y Vida, la gran historia (2019).
Asimismo, ha escrito varios ensayos en colaboración, entre ellos La especie elegida: La larga marcha de la evolución humana (1998) y Atapuerca: Un millón de años (1999) y El sello indeleble (2013).
Juan Luis, me imagino que, a la hora de explorar el yacimiento de Atapuerca, habrá ocasiones en que deje volar la fantasía, imaginando el pasado de forma poco científica.
La Sierra de Atapuerca es un lugar que permite entender la evolución humana no sólo intelectualmente, sino también con los sentidos: a través de los sonidos, olores e imágenes que proporciona su armonioso ecosistema.
De hecho, hemos tenido la satisfacción de ver cómo toda la Sierra, y no sólo los yacimientos, era declarada Patrimonio de la Humanidad. Aquí la naturaleza se vuelve escenario de una evocación que permite imaginar todos esos acontecimientos que los científicos hemos ido poniendo de manifiesto. De ahí que nuestra afinidad con la Sierra sea tan peculiar. En cierto modo, siempre hemos tenido la sensación de que es ella quien gobierna nuestras vidas y quien ha decidido hacernos estos regalos.
Cuando convocamos los espíritus de nuestros antepasados en las galerías de excavación, tomamos conciencia de que la experiencia de aquellos hombres prehistóricos ha dejado una huella… Digamos que ha perdurado para proporcionarnos una enseñanza. Parafraseando aquella línea de diálogo de Blade Runner, podemos decir que, gracias al trabajo científico, las vidas y las muertes, los amores y las desgracias de aquellos humanos no se perderán como si fueran lágrimas en la lluvia.
En realidad, si dejamos a un lado la frialdad del proceso de investigación, es difícil no sentir un sobrecogimiento al penetrar en un espacio tan mágico y misterioso como la Sima de los Huesos. Y no sabemos hasta qué punto identificar nuestra emotividad con la de aquellos humanos de hace trescientos mil años que dejaron allí a sus muertos.
Sin duda, ese proceso nos empuja a buscar pruebas de un comportamiento simbólico. En la ciencia está muy claro hasta dónde llegan los datos comprobables y dónde comienza la imaginación… Ahora bien, a partir de los hechos demostrados, cualquier persona está legitimada para fantasear acerca de cuanto sucedió en Atapuerca.
Es más, ciertos detalles de nuestra búsqueda también ofrecen información útil para la literatura. Por ejemplo, a la escritora Jean M. Auel, famosa por sus novelas de ambiente prehistórico, también le interesó conocer detalles acerca de la Gran Dolina.
La singularidad de los fósiles de la Gran Dolina, ubicados en un punto evolutivo intermedio entre el Homo ergaster y nosotros, motivó la creación de la especie Homo antecessor, que define usted como antepasada de nuestra especie y también de los neandertales. ¿Cuáles son las razones por las que considera al Homo antecessor el predecesor de ambas formas humanas? ¿No es posible que algún nuevo hallazgo acabe por cambiar esta genealogía?
Los fósiles de la Gran Dolina tienen ochocientos mil años y encajan muy bien en el modelo de cómo eran los humanos antes de que las líneas Cro-Magnon y neandertal se diferenciasen. Sucede que no disponemos de buenos fósiles africanos de la misma antigüedad para establecer comparaciones.
Por otro lado, los humanos africanos de la etapa inmediatamente posterior ‒hace medio millón de años‒ son claramente comparables con los europeos del mismo periodo: son dos humanidades casi idénticas que ya están empezando a diferenciarse en dos líneas evolutivas incipientes. Así pues, está claro que estamos asistiendo a una divergencia de dos ramas que provienen de un predecesor común.
Ese antepasado tuvo que haber vivido hace alrededor de un millón de años, y de esa época, los únicos fósiles hallados en esta franja euro-africana son los del Homo antecessor de Atapuerca. Los humanos de la Gran Dolina dejaron a sus parientes en África, pero es posible que les fuera mal en Europa. Cabe incluso la posibilidad de que se extinguieran, y también es aceptable que llegara una segunda oleada hace medio millón de años, procedente del foco africano más numeroso, y se fundiera con anteriores poblaciones o las reemplazara.
Cualquier opción es verosímil, dado que hay un vacío de fósiles correspondientes a la etapa situada entre los ochocientos y los quinientos mil años de antigüedad. Pero lo superlativo a la hora de establecer las características del Homo antecessor es que ocupa un lugar intermedio entre varias especies.
Lógicamente, es más antiguo que cromañones y neandertales, y las especies africanas como el Homo ergaster son más primitivas que él. Así, pues, el único grupo alojado en un periodo relativamente próximo es el Homo heidelbergensis, que vivió desde hace medio millón de años hasta hace un cuarto de millón de años. Estirando su cronología, hay autores que identifican al antecessor con el heidelbergensis, pero nosotros creemos que lo más razonable es dar un nombre propio a la especie.
Otro factor relevante en el Homo antecessor es el grado de complejidad cerebral y social que le permitió vencer un desafío nunca antes superado por un primate: habitar los ecosistemas europeos, sometidos a un ciclo estacional cambiante. Es verdad que se hallaron fósiles de Homo ergaster al sur del Cáucaso, en Georgia, datados en un millón ochocientos mil años. Pero desde mi punto de vista, esos pobladores aún no estaban preparados para colonizar el continente europeo. En mi opinión, fue Homo antecessor la primera especie humana capaz de superar el frío del invierno, una etapa con recursos tan escasos que obliga a hibernar a criaturas como el oso.
El uso del fuego y su dominio suelen citarse como rasgos de una mente superior. Usted ha escrito que donde hay fuego controlado, también hay humanos. De hecho, se trata de un tópico de la prehistoria, y tal vez por eso la literatura y el cine se han interesado tanto por este detalle. Quizá la novela más conocida con esa trama sea La guerra del fuego, de J.H. Rosny Aîné. Tanto en ese libro como en la adaptación al cine que rodó Jean-Jacques Annaud, la posesión del fuego se convierte en algo parecido a una búsqueda del Grial. ¿Cuál considera que fue el auténtico papel del fuego en el peregrinaje del hombre prehistórico?
Sin duda, se trata de un viejo tópico de la prehistoria, expresado en relatos de ficción como el de Rosny Aîné. Tradicionalmente, el problema de la colonización del Norte se enfocaba desde la perspectiva climática. De acuerdo con este razonamiento, en climas templados o fríos, en latitudes medias o altas, el problema crucial era superar el frío. Eso parece lo obvio, pero las teorías han cambiado y la perspectiva que hoy adoptamos difiere profundamente de aquella. Hoy consideramos que el factor limitante no es la temperatura sino la estacionalidad de los recursos.
Si la climatología se mantiene estable, los recursos son continuos y permanentes. En suma, la fuente alimentaria es predecible y no hace falta cálculo de ningún tipo. Es lo que sucede, por ejemplo, en la ecología de los chimpancés, cuya alimentación no se ve condicionada por las épocas del año.
En contraste, la singladura de los homínidos hacia un ambiente cíclico exige su comprensión de la pauta estacional. Por lo tanto, el desafío ecológico no es el frío, sino el funcionamiento variable y periódico de los ecosistemas euroasiáticos: el bosque mediterráneo, los bosques caducifolios, las estepas, las taigas y las tundras. Sin duda, para que un primate sobreviva en estos biomas es preciso que comprenda que las circunstancias retornan. Se trata, pues, de un reto de orden cognitivo.
En Atapuerca no hemos hallado evidencias de fuego controlado, pero eso encaja en este modelo de evolución humana porque, insisto, el fuego no fue decisivo para la colonización de los ecosistemas templados o fríos. Lo relevante fue la complejidad social y la capacidad para comprender la estacionalidad. Así pues, no me sorprende no haber descubierto rastros de fuego. En todo caso, el fuego no es sistemático ni universal en esa época, y sinceramente no creo en la vieja idea de que el fuego fue la clave de nuestra supervivencia en Europa y Asia. Es más: carecemos de pruebas indiscutibles del uso del fuego hasta hace más o menos un cuarto de millón de años.
A partir de ese periodo, los rastros de fuego controlado se generalizan en los yacimientos, demostrando su empleo por parte de cromañones y neandertales. Estos últimos encienden fogatas sin acondicionar: se limitan a excavar un poco el suelo para prender la llama.
En una época muy posterior, los hombres estructuran el espacio del hogar y disponen bloques de piedra para proteger la hoguera. Para los investigadores, una acumulación localizada de cenizas indica ese tipo de costumbre. En otros yacimientos, la ceniza se dispone formando un lecho, lo cual indica que puede tratarse de un resto procedente de un incendio natural, transportado por la escorrentía o por el viento.
Se han presentado algunas pruebas de que el fuego era usado en yacimientos de entre un cuarto y medio millón de años de antigüedad, pero la duda persiste, incluso en yacimientos como el de Zhoukoudian, en China, donde aún no se ha podido acreditar si los residuos proceden de un hogar o de fuegos naturales que se originaron en las cercanías de la cueva y que el agua arrastró al interior.
Otra escena prehistórica muy extendida es la que presenta a neandertales y cromañones en espacios muy próximos, enfrentados en una lucha por la supervivencia que para los neandertales finaliza dramáticamente. La escritora Jean M. Auel, antes citada por usted, describía en El clan del oso cavernario la experiencia de una joven Cro-Magnon adoptada por una comunidad neandertal. Usted, según me ha parecido comprender, no es partidario de ese escenario trágico en el que una especie humana aniquila a la otra.
Para empezar, no hubo un exterminio de los neandertales a manos de los cromañones, sino un reemplazo. El proceso de extinción fue lento y los neandertales no percibían a escala individual y generacional ese ocaso que se extendió a lo largo de miles de años. A buen seguro, las poblaciones se fueron fragmentando y separando unas de otras. Los últimos neandertales constatarían su pertenencia a una especie poco abundante y, con toda seguridad, cada región tuvo su último neandertal.
Por lo demás, nunca se mezclaron con los cromañones en una cantidad importante, y aun admitiendo que esa mezcla pudo haberse producido de forma muy esporádica, es obvio que tan pequeña aportación de genes se habría perdido, sin llegar hasta nosotros. Hay un yacimiento portugués donde, según se afirma, existió una población híbrida. Particularmente, no lo creo. En cualquier caso, el resultado final es el reemplazo y la extinción. No queda de los neandertales más que aquello que los paleontólogos hemos devuelto a la vida.
No sé si es adecuado apreciar los restos humanos de la Gran Dolina en relación con una cultura simbólica. Me refiero a esa idea de que quizá practicaron el canibalismo ritual…
Aún no sabemos tanto. La evidencia científica es que los restos humanos de la Gran Dolina aparecen mezclados con los de los animales. Con total seguridad, aquellos homínidos fueron descuartizados y consumidos. Rompieron sus huesos para extraer el tuétano y los cráneos fueron quebrados para vaciar el cerebro.
Posteriormente, sus despojos fueron arrojados al montón de los desperdicios, como si fueran una presa de caza más. Si bien se trata de la evidencia más antigua de este tipo de práctica, todo nos lleva a pensar que no es un acto antropofágico de tipo ritual, sino exclusivamente alimenticio. Dadas las evidencias, se abre paso la idea de que un grupo agresor atacó a individuos de otro clan para, sencillamente, devorarlos.
En lo que se refiere a las raíces de la cultura, recuerdo su afirmación de que los neandertales constituyen un espejo en el cual mirarnos para conocernos mejor. ¿Le parece posible que esa humanidad paralela diera origen a un proceso cultural semejante al emprendido por nuestros antepasados directos? Me refiero a la formación del lenguaje articulado, al uso de instrumentos y a la transmisión de costumbres.
Para todos los efectos, los neandertales nos igualan en modernidad: se originaron a la vez, en la misma época, y su extinción es comparativamente reciente. Por este motivo he reivindicado el término cromañón, ya en desuso, pues la expresión humano moderno parece indicar que nuestra especie aventaja en modernidad al neandertal, lo cual es un error.
De hecho, somos las dos únicas especies que han dominado el fuego. Al igual que los cromañones, los neandertales han fabricado útiles de piedra y hueso, y pese a las diferencias de su aparato fonador, es muy probable que poseyeran algún lenguaje. A este respecto, el análisis de los fósiles de la Sima de los Huesos acredita que los preneandertales y, por lo tanto, los propios neandertales poseían las bases anatómicas adecuadas para originar un lenguaje hablado.
Sin embargo, la producción y manejo de símbolos con propósitos emocionales ha sido nuestra especialidad. Cierto es que hay algún yacimiento que ha hecho llegar hasta nosotros objetos de los neandertales que pueden entenderse como simbólicos, pero esa es la excepción y no la regla. Mientras que la norma entre los humanos modernos es el empleo del simbolismo –el adorno y el arte‒, dicho recurso es extraordinario entre los neandertales. Podemos descartar, por ejemplo, que realizasen algún tipo de pintura rupestre, dado que éstas aparecen en yacimientos posteriores a su desaparición o en áreas donde no habitaban.
Obviamente, sólo cabe hablar de aquellas manifestaciones que pueden perdurar: desconocemos, pues, si aquella familia extinguida de homínidos empleaba adornos de plumas o si se pintaba el cuerpo.
Otro punto difícil en el estudio de la conducta del neandertal viene dado por los enterramientos. Si fuera posible determinar las prácticas funerarias de esa especie, su comportamiento simbólico sería ya una evidencia. No obstante, choca el ver que aún suele atribuirse a causas geológicas el hallazgo en cuevas de esqueletos neandertales, pretendiendo con ello que sólo nuestros antepasados directos practicaron este tipo de rituales. La Sima de los Huesos alberga fósiles de 32 individuos Homo heidelbergensis, de hace 300.000 años. ¿No parece que estamos vislumbrando ya la evidencia de un ritual funerario anterior a los cromañones del Paleolítico superior? ¿Hasta qué punto podría este descubrimiento desterrar la noción de una sola especie humana con rudimentos culturales?
Resulta difícil imaginar qué tipo de prueba sería definitiva en esta línea. Se trata de una época donde no hay manifestaciones artísticas. Obviamente, el hallazgo de una representación pictórica o de un objeto de adorno desvelaría cualquier duda, pero en este caso tan sólo disponemos de una acumulación de cadáveres. Una acumulación intencionada, llevada a término con algún propósito, pretendiendo un significado. A decir verdad, surge la incógnita de si tal significado puede ubicarse en la esfera de lo emocional o de lo simbólico.
Considero que la cualidad emocional es evidente, pero resulta más complejo adivinar la creencia o el pensamiento que la sima esconde. En principio, hay muchos autores que sostienen la idea de que nuestra especie es la única con capacidad simbólica. Bajo ese ángulo, la verdadera sorpresa de nuestra investigación sería otra: si pudiésemos confirmar los indicios de que se trata de una comportamiento de carácter ritual, estaríamos demostrando que ha habido otras especies, aparte de la nuestra, que han tenido esa consciencia, esa capacidad de establecer símbolos, nociones y creencias.
Dicho así, puede parecer intrascendente. Sin embargo, se trata de un hallazgo de enorme envergadura, que nos obligaría a modificar conceptos muy arraigados. Recordemos que estoy hablando de una especie inteligente que ni siquiera está en nuestra línea evolutiva. En busca de una posibilidad similar, hay quien explora el espacio exterior, con en convencimiento de que hallaremos vida inteligente en otros planetas.
Uno de sus ensayos, La especie elegida, nos recuerda una empresa que usted relata con mucho apasionamiento: la búsqueda de ADN en fósiles neandertales, que ha servido para confirmar que su evolución y la nuestra fueron independientes. Parece algo digno de una novela de Michael Crichton.
La experiencia genética que aborda la novela Parque Jurásico es imposible. Teóricamente, no es viable recuperar ADN fósil de hace más de cincuenta o sesenta mil años. Sin embargo, disponemos de ADN mitocondrial de neandertales gracias a que la antigüedad de los restos es de treinta o cuarenta mil años. Sucede que, en el caso de los homínidos de la Sima de los Huesos, hablamos de una especie diez veces más vieja. No obstante, gracias a su buen estado de conservación, podemos intuir que se han preservado los aminoácidos y será posible hallar ADN.
Lamentablemente, estas previsiones se topan con una dificultad: la búsqueda del ADN de homínidos fósiles se debe a laboratorios extranjeros, y aún está por ver si en España vamos a ser capaces de desarrollar las tecnologías adecuadas para afrontar un reto tan considerable. Sin duda, este desafío científico requiere, en principio, la existencia de fósiles viables ‒en España los hay‒, y en segundo lugar, un planteamiento científico serio, ambicioso, bien dotado presupuestariamente.
Por otra parte, la investigación en España existe gracias a las universidades y a que ésta es una de las tareas de los profesores, pero, por decirlo de una manera sencilla, todavía no hemos dado el salto que nos ha de situar en la vanguardia. Si establecemos comparaciones con nuestro contexto europeo, el dinero que aquí se dedica a la investigación científica es muy poco. Atapuerca es muy conocida, le da prestigio a nuestro país y a nuestra ciencia, y además disfruta de una financiación digna. Pero en definitiva, quienes participamos en el proyecto compartimos los problemas estructurales de la ciencia española.
Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos. [El texto reproduce un encuentro de Juan Luis Arsuaga con público y algún otro reportero. Aquella fue una ocasión única para formularle preguntas que hoy me siguen intrigando. Publiqué una versión reducida de esta charla en el número 613-614 de la revista «Cuadernos Hispanoamericanos», pp. 217-225]