Unos cuantos millones de seres humanos deben (debemos) a Chopin el haber descubierto la música. A veces, ciertamente, en malas compañías: películas cursis, radionovelas y, en último lugar, malos pianistas. Son los que, no contentos con la carga sentimental que conlleva la música chopiniana, la mejoran con su propio sentimentalismo y, por paradoja, empeoran el resultado.
Chopin es romántico: libre de compromisos formales, capaz de asumir géneros y de prescindir de ellos, confesional, constructor de una poderosa subjetividad, hábil para decir Yo en medio de algo tan pautado y objetivo como lo es la escritura en pentagrama. Pero Chopin es un alma romántica que trabaja con una economía clásica: duraciones estrictas, claridad de planos y esa suerte de caligrafía pianística que tanto en el melodismo más llano como en el mayor compromiso virtuosístico, equilibra la materia y la forma en el ostensible misterio del símbolo. Así es la música.
En todo esto pensaba mientras escuchaba y reescuchaba un compacto dedicado a Chopin por el pianista argentino Horacio Lavandera (Epsa Music 1441-02). Para un artista concienzudo como él, tocar hoy a Chopin es un riesgo. Suenan las preguntas: ¿De nuevo Chopin? ¿Otro Chopin como si no hubiera bastantes? Pues si. Para artistas como Lavanderasiempre hay lugar para estrenar a Chopin. Ante todo porque se lo despoja de toda literatura y se lo muestra a calzón quitado, en toda la desnudez de su corporeidad sonora, que es cuando la música tiene todo que decir y nada que explicar
Esta insolencia significante que tiene la música en manos de un pianista como Lavandera nos produce a los curritos de la palabra una invencible envidia. Por fin, un signo que no necesita explicitarse, que es igual a sí mismo, simplemente que es. En particular cuando Horacio ejecuta la primera balada en sol menor, que es una historia donde –esto se me acaba de ocurrir– alguien inmerso en su vida diaria se ve acosado por un recuerdo que intenta disipar y que acaba apoderándose de él de un modo dramático, como diciéndole que lo de todos los días se ha vuelto extraordinario. Sí, es un cuento adosado a Chopin que dura lo que dura la escucha de su balada pero es infinitamente más que el cuento: es el símbolo sonoro. Y eso a los escritores se nos escapa hacia las tierras de Utopía donde están los músicos y nosotros nunca llegaremos.
A veces Lavandera evoca los arrestos del fraseo de Rubinstein, la velocidad cristalina de Richter, los empecinamientos de las obstinaciones de Horowitz y, sin embargo, es imposible reducirlo a estos grandes nombres, que valen de lápida a tantos pianistas capaces de limitarse a ser ecos de viejas costumbres. He citado a tres intérpretes eslavos: patetismo, exaltación de los opuestos (lo lento es muy lento, lo veloz es muy veloz, los volúmenes son violentos o apenas audibles) y una cierta religiosidad ortodoxa oriental. En cambio, Lavandera es latino, si se quiere de una religiosidad católica, cuando el dolor se hace verdad y produce la alegría de la verdad, donde los extremos se matizan y armonizan, donde hay tensión pero no estruendo ni, mucho menos ese barullo que algunos confunden con exaltación chopiniana. Y, sobre todo, claridad, latina clarividencia, luz que se convierte en esmalte del timbre.
Es posible descubrir a ese músico ignorado, tal vez simplemente olvidado, llamado Federico Chopin. Horacio Lavandera lo ha convertido en una joven promesa de la actual música polaca.
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