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Luchadores e ídolos de masas: tras las huellas de los gladiadores romanos

Los gladiadores protagonizaron el espectáculo más brutal y fascinante del Imperio. Podían ser idolatrados como un símbolo militar, pero también sufrían desprecio por su condición de esclavos. En la arena del Coliseo les esperaba la victoria… o la muerte

Ahora que Blas Matamoro, en nuestra casa común de Cualia, nos informa de la publicación de lo que promete ser una nueva joya de Mary Beard (junto a Keith Hopkins): El Coliseo, quizá sea momento de recordarle algo a los jóvenes sobre los gladiadores.

Recuerdo que para ti, hijo, Roma fue, primero, una Eneida contada a los niños. Luego fueron Rómulo y Remo (uno de esos libros didácticos que añadía a la historia un apéndice de juegos, crucigramas, mapas, tests, adivinanzas y pruebas de lectura, que pretendían comprobar tu comprensión del relato, la adquisición de vocabulario, permitían datar cuánto o qué habías aprendido). Después vino Julio César (en una biografía espléndida, amenizada con ilustraciones magníficas, con grandes titulares, con citas, con dibujos coloridos, con desplegables de batallas y triunfos: «Sé testigo —te invitaba la portada con tono dramático— de la ascensión y caída de un dictador despiadado»).

Pero, sobre todo, Roma fue una proyección de vídeo sobre gladiadores en una exposición en el Centro del Canal de Ysabel II en Madrid. Tú ya habías leído algo sobre ellos: en tu biblioteca atesoras un libro ilustrado con desplegables en el que supiste por primera vez de los distintos tipos de gladiadores. Yo, en la mía, cuento con una monografía, Crueldad y civilización. Los juegos romanos, de Roland Auguet. Desconozco la altura historiográfica del autor (¡quizá Mary Beard pueda indicarnos qué lugar asignarle en la bibliografía sobre la materia!), pero resulta didáctica, está escrita con rigor y nos empuja a saber más cosas sobre Roma.

Imagen superior: ‘Gladiadores después del combate’ (1882), de José Moreno Carbonero.

Samnitas, tracios, reciarios, mirmilones, hoplomacos…

Entre los gladiadores, pues, está el tracio, que viste apenas un taparrabos sujeto con un cinturón, se cubre con un casco con visera, protege sus piernas con canilleras, se defiende con un pequeño escudo y enarbola una pequeño sable curvo esgrimiéndolo con el brazo revestido de una manga de metal.

Está el samnita —los samnitas eran una antigua tribu itálica y con el tiempo pasaron a formar parte de la comunidad latina—, que luego dejó de denominarse así para denominarse hoplomaco, por su largo escudo, oblongo y convexo (hoplos), con que se protegía desde la barbilla a los pies y tras el que se parapetaba, asomando apenas la punta de la espada por el borde del escudo, presto a acometer.

Está el reciario, que luchaba a cara descubierta, los pies descalzos, sin casco ni escudo, ni siquiera grebas, sólo una red que balanceaba con un brazo, intentando siempre lanzarla y apresar al adversario, envolverlo e inmovilizarlo para atravesarlo por último con el tridente que enarbolaba en la otra mano.

Está el mirmilón, a quien se distinguía del tracio —su armamento era similar— porque siempre coronaba su casco una cimera en forma de pez o una cresta en forma de escama que semejaba esa figura.

En todo caso, según parece, nunca se enfrentaban dos gladiadores del mismo tipo, porque el aliciente era ver en juego dos armas distintas; y además sus duelos estaban reglamentados: no se trataba —dice Auguet— de lisiar ni de asesinar brutalmente, sino de vencer en una competición.

Imagen superior: un mosaico del siglo V en el Gran Palacio de Constantinopla que representa a dos ‘venatores’ enfrentándose a un tigre. | Wikimedia Commons

Un público multitudinario

En Terra Mítica, un espectáculo que te asombró fue el de esas luchas de gladiadores escenificadas en las afueras de un Coliseo de cartón piedra, porque Roma para ti, en efecto, como lo ha sido para tantos niños, son sobre todo los gladiadores.

Y, sin embargo, sería difícil explicaros la razón del éxito de esos juegos circenses, que han llegado a ser siniestramente célebres por su brutalidad y su encarnizamiento, explicaros cómo se convirtieron en un espectáculo corriente en la vida pública, tanto que, la víspera de los juegos, la ciudad ya se había multiplicado de forasteros, y la jornada en que iban a tener lugar los ricos dejaban sus casas de campo; los campesinos, sus rebaños; los artesanos, sus quehaceres.

Durante el espectáculo, las calles quedaban tan desiertas que, según Séneca, nada perturbaba entonces a quien deseara meditar en solitario, salvo una súbita, una universal aclamación, un griterío confuso como una ola, que surgía del coliseo y sacudía la ciudad silenciosa repercutiendo hasta las colinas. Pero también quedaban tan yertas las calles que la ocasión era idónea para las bandas de ladrones, como que hubo de organizarse un servicio especial de vigilancia para la urbe durante el desarrollo de los juegos.

Sangre y propaganda

Así que los gobernantes supieron pronto que el circo servía para ganarse el favor del pueblo. César reunió a más de trescientas parejas de gladiadores para unos solos juegos. Augusto contó en algún espectáculo con más de seiscientas parejas. Trajano, para celebrar su victoria sobre los dacios, hizo luchar entre sí a más de diez mil hombres: prisioneros de las guerras de Roma, bandidos extraídos de las cárceles, desertores del ejército apresados.

Imagen superior: ‘El emperador Cómodo abandona la arena a la cabeza de los gladiadores’. de Edwin Blashfield. Los juegos de gladiadores se reformaron después del 27 a. C. para disminuir la tasa de mortalidad. En su columna de ‘The Times Literary Supplement’ Mary Beard añade que «de vez en cuando, algún gobernante habría escenificado un espectáculo verdaderamente sangriento. Pero sólo era muy de vez en cuando, por la sencilla razón de que los gladiadores eran extremadamente caros, y las variedades más publicitadas de animales salvajes (rinocerontes y leones) lo eran aún más».

Bestias en la arena

No eran las únicas luchas que regocijaban al público: los espectáculos pronto incluyeron bestias, primero las especies que enviaban como regalo los príncipes extranjeros o los gobernadores de las provincias limítrofes, más adelante las que se ordenaba capturar con deliberación y se traían enjauladas de todos los confines dominados por Roma. César se jactó de ser el primero que sacó a la arena en Roma el animal llamado jirafa. La arena también vería la reciedumbre del elefante, la cólera del rinoceronte, la furia del toro.

En un principio las bestias fueron enfrentadas entre sí, pero cada vez los enfrentamientos se quisieron más exóticos: cuando se comprobó que ni el toro ni el oso doblegaban al rinoceronte, cuando se supo que el rinoceronte no era enemigo para el elefante, se ensayaron enfrentamientos de osos contra boas, de leones contra cocodrilos, de morsas contra toros. También hubo jabalíes, hienas, lobos.

Claudio fue más allá: hizo a un escuadrón de caballería pretoriana cargar contra decenas de panteras.

Así, era esperable que no se tardara en arrojar hombres indefensos a las fieras: cristianos, delincuentes comunes, esclavos. Roma —sigue contando Auguet—, ofreciendo esas fiestas, modificaría la fauna de un continente: el norte de África fue durante siete siglos la despensa o el mercado de fieras de los anfiteatros, aunque el terreno de cacería acabó abarcando desde Mesopotamia al Rin, de Panonia a Egipto.

Imagen superior: ‘La naumaquia’ (1894), de Ulpiano Checa.

Carreras de cuadrigas y naumaquias

Llegarían también las carreras de cuadrigas, carros que eran simples cubículos de madera abiertos por detrás y montados sobre ruedas precarias, tan frágiles que en la carrera volcaban o partían sus ejes o chocaban entre sí y saltaban hechos pedazos, con los caballos enloquecidos rodando en la polvareda, estrangulándose en los arneses revueltos, y los aurigas pisoteados o arrollados o rompiéndose los huesos o desnucándose en la pista.

El talento de los ingenieros romanos también permitió el delirio de representar naumaquias en los anfiteatros: batallas navales sobre la arena previamente inundada con un sistema caudaloso de depósitos y canales.

Augusto y Nerón gustaron de representar para sus súbditos la batalla de Salamina, en la que los hombres forzados al espectáculo, disfrazados de griegos y persas, se mataban entre sí, a veces con el resultado paradójico de modificar la historia, porque en la ficción representada acababa venciendo quien en la realidad de los tiempos antiguos había sido derrotado.

Y, sin embargo, el espectáculo mayor lo representaron siempre los gladiadores, el combate a muerte sencillo y desnudo de dos hombres.

Gladiadores de cine

A nosotros, hace tiempo que esas competiciones sangrientas nos las ha recuperado el cine. Hemos visto Gladiator (Ridley Scott, 2000), y también creo que has visto a retazos, de forma distraída, nunca como es debido, Espartaco (1960), la película de Kubrick protagonizada por Kirk Douglas. (También creo que de forma ocasional has visto tantos fragmentos televisivos de esas películas clásicas, Ben-Hur y Quo Vadis?, que puedes tener la sensación de haberlas visto).

Gladiator nos cuenta la historia de Máximo Décimo Meridio, que no era un gladiador sino un general de las legiones de Marco Aurelio, pero acaba sus días en la arena del circo, mientras que Espartaco, quesí versa sobre un gladiador, en realidad nos relata sobre todo la rebelión de esclavos que provocó, y aunque ambas son mucho más que las luchas de gladiadores que contienen, nos fascina y nos horroriza sobre todo la crueldad en la extenuante arena, la vesania inhumana de quienes disfrutaban de esos espectáculos.

Vencer o morir

Auguet —que quizá después de unos cientos de páginas delirantes se siente obligado a extraer una conclusión moralizante— observa que los juegos circenses romanos son una muestra de cómo la vida de un hombre no siempre ha tenido el valor que nuestra moral se esfuerza en darle, cómo la muerte ha podido ser el instrumento de una diversión colectiva. Una civilización que nos dejó creaciones tan refinadas como el derecho romano y la ingeniería, nos dejó también la paradoja de una loca y extravagante profusión de placeres deshonestos y sangrientos.

Los gladiadores aprendían a luchar y al mismo tiempo aprendían a morir. El público admiraba tanto a los que sabían vencer en el combate como a los que, vencidos, no suplicaban por su vida: hincaban las rodillas en tierra, se sentaban sobre los talones, las manos a la espalda, esperando el veredicto del pulgar de los espectadores.

«¡Iugula!» (¡Degüellalo!)

Si estos no habían quedado satisfechos con la resistencia ofrecida por el vencido, si inclinaban el pulgar hacia abajo y gritaban «¡Iugula!» (¡Degüellalo!), el caído presentaba el cuello al vencedor, incluso tomaba la punta de la espada del adversario y la dirigía contra sí mismo. Cuando le daban el golpe de gracia, se desplomaba lentamente como si sólo se le echara encima un gran cansancio.

Quizá lo que nos atrae todavía de los gladiadores, al menos cuando niños, son una vez más los ejemplos virtuosos —por más que sea difícil entresacarlos—: la valentía, la dignidad, el esfuerzo, la resistencia. Se trata acaso, como tantas veces, de la fascinación que ejerce el hombre a quien se le reconocen esas valías, incluso la postrera, la más categórica, la gallardía ante la muerte.

Imagen de la cabecera: póster de ‘Espartaco’, de Stanley Kubrick.

Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento del libro Mapa del tesoro I (Fragmentos para mi hijo), en adaptación libre del autor. Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

J. Miguel Espinosa Infante

Escritor. Como oficial de notaría y licenciado en Derecho, es autor de varias publicaciones jurídicas. En los libros que integran la serie 'Mapa del tesoro', quiere visitar para su hijo la historia y la política, el arte y la música, la ciencia y la religión, y redescubrirle a don Quijote y a Shakespeare.