En abril de 1982, el historietista de origen argentino Horacio Altuna deja su país para establecerse en España. Hastiado de la situación política de Argentina y con un sólido bagaje artístico a sus espaldas, no tuvo problema en encontrar acomodo en la editorial Toutain, uno de los pilares de la edición del cómic en España en aquellos años. Su primer trabajo para esa casa fue El último recreo, serializado entre 1983 y 1984 en la revista especializada en ciencia-ficción 1984.
Se trata de una colaboración con el guionista también argentino Carlos Trillo, con quien Altuna había trabajado ya en varias ocasiones a lo largo de los siete años anteriores y cuyo grado de compenetración siempre había dado como resultado unas obras sobresalientes (aunque ajenas al género de la ciencia-ficción, por lo que no tienen cabida aquí). Trillo planteaba la historia y escribía todos los textos, mientras que la narración gráfica propiamente dicha corría a cargo de Altuna.
La obra de ambos autores se había caracterizado por dos rasgos principales: por una parte, la inquietud social; por otra y relacionada con la anterior, un marcado pesimismo, una visión desencantada de la naturaleza humana, tanto individual como colectiva. Ambos elementos alcanzan su punto álgido en El último recreo, una especie de El señor de las moscas futurista, de lectura tan incómoda como apasionante.
Todos los seres humanos adultos han desaparecido a causa de la explosión de una bomba peculiar, un perverso artefacto que acaba con todos aquellos en edad de mantener relaciones sexuales. Los niños, de repente, se encuentran solos, con toda la ciudad –y el mundo que se extiende más allá– para ellos. Pero lejos de convertirse en un patio de recreo, un sueño infantil de abundancia, juego y libertad, han de enfrentarse a un mundo de pesadilla, desesperanzador, agresivo y letal. Los servicios básicos, sin nadie que los atienda, desaparecen; los cadáveres de niños y adolescentes, cuyo despertar hormonal les ha acabado haciendo víctimas de la bomba, se acumulan por las calles; la comida se agota; ratas y perros se adueñan de la ciudad… y en el caos creciente, acecha el enemigo más peligroso: los propios niños. La lucha por la supervivencia o el puro miedo les lleva a agruparse en grupos homogéneos que atacan o se defienden según el temperamento de sus miembros.
Porque, en realidad, lo de la bomba es lo de menos. No es sino un punto de partida, una excusaperfecta (tan utilizada en la década de los ochenta, asediada por el miedo al holocausto nuclear) para situarnos en un escenario en el que, a través de doce relatos cortos semi-independientes, se estudia la naturaleza humana a través de una serie de niños de diferentes edades. Su condición de niños no impide que nos veamos reflejados en ellos: el egoísmo, los prejuicios, el temor a lo desconocido, la confusión, el abuso de la fuerza, el materialismo, la desintegración de sueños e ilusiones, el nacimiento de la tiranía como producto del miedo y la demagogia… nos son desgraciadamente familiares. Esos pequeños preadultos demuestran ser no sólo herederos espirituales de sus padres, con los mismos vicios y virtudes, sino continuadores de la locura que llevó a la autodestrucción de aquéllos. Si el entorno en el que deben sobrevivir es violento y desolador, es porque ellos mismos, pese a su corta edad, lo han perpetuado así haciéndose herederos de un legado maldito.
De lo dicho hasta ahora, podría parecer que estamos ante un cómic oscuro y pesimista. Desde luego, dureza no le falta. Pero Trillo deja un lugar para la esperanza. Los niños, a pesar de verse obligados a crecer con rapidez, conservan algo de su inocencia, de su candidez. Hay personajes cuya entereza y espíritu noble redimen hasta cierto punto a los demás y el final abierto permite alumbrar una esperanza para aquellos que así lo prefieran creer: la fuerza de la vida se enfrenta a la amenaza de la muerte, pero el ganador de tal conflicto no llegamos a conocerlo.
Es un relato lleno de imágenes y momentos de gran fuerza emocional: los juguetes abandonados en la carretera como símbolo de la desaparición de la inocencia; la muerte –literal– de los niños al alcanzar la madurez; el niño abrumado por su entorno que destruye el libro del Rey Arturo que está leyendo ante su incapacidad de asumir que incluso en la fantasía los relatos pueden terminar tan mal como en la realidad; el hijo del policía que, acosado y maltratado, apela al espíritu de su padre encarnado en una pistola…
El último recreo es también la demostración gráfica de por qué Horacio Altuna es considerado uno de los grandes de la historieta, tanto en su vertiente de medio narrativo como en el dibujo propiamente dicho. Su elaborada integración del texto dentro de la página, convierte a los bocadillos de diálogo en parte de la estructura narrativa. Su precisa planificación permite que en las pocas páginas que ocupa cada episodio se cuente no solo una historia, sino que se transmitan con detalle intensas sensaciones y sentimientos gracias a la utilización de viñetas mudas y miradas, un meditado uso de la iluminación como elemento creador de atmósferas y un dominio extraordinario de la anatomía humana que Altuna maneja con su característica sensualidad y una expresividad rica y variada.
Altuna, con un magnífico uso del claroscuro, sabe reflejar el deterioro de la ciudad, que de patio de juegos libertario va transformándose en un escenario asfixiante y malsano. Su talento gráfico destaca también en la plasmación de la simbología que salpica el relato: la podredumbre de la ciudad, opresiva, desolada y cargada de los restos de una civilización muerta en contraste con el mundo rural, amplio y regido por la naturaleza, en el que los niños deberán tratar de reconstruir una sociedad; la aceptación de la realidad y el sacrificio de la niñez, simbolizado magistralmente en el capítulo «Cosas que quedan en el camino»; la carnalidad emergente de los personajes contrapuesta a la inocencia y al miedo a crecer y a experimentar el fatal despertar sexual…
El último recreo es, pues, un tebeo postapocalíptico. Pero a diferencia de lo que suele encontrarse en los relatos de esta temática, carece de grandeza épica, de vastos paisajes de destrucción y espectáculo catastrofista. Por el contrario, es una mirada cercana y conmovedora a lo pequeño, lo humano, a la siempre imprecisa frontera entre la niñez y la madurez, lo racional y adulto frente a lo ilógico e infantil; a la humanidad que define nuestro comportamiento y al comportamiento que define nuestra humanidad.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, con licencia CC, y editado en www.TheCult.es con permiso del autor. Reservados todos los derechos.